ni nadie cuida de tu educación, a menos que tengas algún amigo que se interese en ello. Si atiendes a las riquezas de los persas, a la magnificencia de sus trajes, al prodigioso gasto que hacen en perfumes y esencias, a la multitud de esclavos de que se ven rodeados, a todo su lujo y delicadeza, te ruborizarías al verte tan por debajo de ellos.
¿Quieres echar una mirada sobre la templanza de los lacedemonios, su modestia, su desembarazo, su dulzura, su magnanimidad, su igualdad de espíritu en todos los accidentes de la vida, sobre su valor, su firmeza, su paciencia en los trabajos, su noble emulación, su amor a la gloria? En todas estas cualidades tú eres un niño cotejado con ellos. Si quieres que miremos a las riquezas, porque creas tener por este lado alguna ventaja, voy a hablarte de ellas para hacerte conocer quién eres tú. No hay ninguna comparación entre nosotros y los lacedemonios, pues son ellos infinitamente más ricos. ¿Se atrevería ninguno de nosotros a comparar nuestras tierras con las de Esparta y de Mesenia, que son mucho más extensas y mejores, y que mantienen un número infinito de esclavos sin contar los ilotas? Añade los caballos y los demás ganados que moran en los pastos de Mesenia. Pero dejo esto aparte para hablarte solo del oro y de la plata; toda la Grecia reunida tiene menos que Lacedemonia sola, porque hace tiempo el dinero de toda la Grecia y muchas veces el de los bárbaros entra en Lacedemonia y no sale jamás; y como la zorra dijo al león en las fábulas de Esopo: veo muy bien los pasos del dinero que entra en Lacedemonia, pero no veo los del que sale. También es cierto que los particulares son más ricos en Lacedemonia que en todo el resto de la Grecia, y que el rey es allí más rico que todos los particulares; porque además de los grandes bienes que tiene como suyos propios, se le pasa una cantidad considerable.
Pero si la riqueza de los lacedemonios aparece tan grande cotejada con la del resto de la Grecia, no es nada para con la del rey de Persia. He oído decir a un hombre digno de fe, que había sido uno de los embajadores cerca de este príncipe, que había hecho una gran jornada por un país bellísimo y fertilísimo, que los naturales llamaban la cintura de la Reina; que en otra jornada pasó por otro país que se llamaba el velo de la Reina, y que había otras grandes y fértiles provincias destinadas únicamente a suministrar los trajes de la reina, cada una de las cuales llevaba el nombre de la prenda de ropaje que tenía que suministrar. De manera que si alguno fuese a decir a la esposa de Jerjes, a Amestris,[10] madre del rey Artajerjes: hay en Atenas un hombre, que, en todo lo que tiene, solo cuenta con trescientas arpentas (acres), poco más o menos, de tierra que posee en el pueblo de Erquies (Erchiae), y es hijo de Dinómaca, cuyo equipo, menaje y joyas apenas valen cincuenta minas, y este hombre se prepara para hacer la guerra a Artajerjes. ¡Cuál sería al pronto su sorpresa, al ver la audacia de este hombre, que quiere atacar al gran rey Artajerjes…! ¿Qué crees que pensaría? Sin duda diría: «Este hombre funda ciertamente el triunfo de semejante empresa en su aplicación, en su gran habilidad, porque éstas son las únicas cosas que aprecian los griegos.»
Pero cuando se le dijese: «Este Alcibíades es un joven que no tiene aún veinte años, sin ninguna clase de experiencia, y tan presuntuoso, que cuando su amigo le hizo ver que debe ante todas cosas tener cuidado de sí, trabajar, meditar, ejercitarse, y que solo después de esto podrá hacer la guerra al gran rey, no quiere creer nada, y dice, que tal como es, se considera con el mérito necesario para ello». Creo que la sorpresa de la reina sería mucho mayor, y nos preguntaría: «¿En qué se fía ese joven?» Y si nosotros le respondiéramos: «En su belleza, en su talle, en su riqueza y en las dotes de su espíritu», ¿no es cierto que nos tendría por locos, si fijaba su atención en la superioridad de estos datos respecto de ella misma? Pero sin subir tan alto, creo, que Lampito (Lampido), hija de Leotíquidas (Leotychides), mujer de Arquídamo y madre de Agis, que son todos de casta real en Lacedemonia, no se sorprendería menos, si se le dijese, que mal educado como has sido, deseas ponerte a la cabeza de los atenienses para hacer la guerra a su hijo. ¡Ah!, ¿y no sería una vergüenza, que mujeres, y mujeres de nuestros enemigos, sepan mejor que nosotros mismos las cualidades que deberíamos tener para hacerles la guerra? Así, mi querido Alcibíades, sigue mis consejos, y obedece al precepto que está escrito en el frontispicio del templo de Delfos: Conócete a ti mismo, porque los enemigos con quienes te las has de haber son tales como yo los represento, y no como tú te imaginas. El único medio de vencerlos es la aplicación y la habilidad; si renuncias a estas cualidades necesarias, renuncia también a la gloria fuera y dentro de tu país, gloria a que has aspirado con más ardor que otro alguno.
ALCIBÍADES. —¿Puedes explicarme, Sócrates, cuál es el cuidado que debo tomar de mí mismo? Porque me hablas, lo confieso, con más sinceridad que ningún otro.
SÓCRATES. —Sin duda puedo hacerlo; pero no es esto útil a ti solo. Juntos debemos buscar los medios de hacernos mejores, que yo no tengo menos necesidad que tú, yo que sobre ti tengo solo una ventaja.
ALCIBÍADES. —¿Cuál es esa ventaja?
SÓCRATES. —Que mi tutor es mejor y más sabio que Pericles, que es el tuyo.
ALCIBÍADES. —¿Quién es ese tutor?
SÓCRATES. —El Dios que hasta hoy no me ha permitido hablarte; siguiendo sus inspiraciones, solo mediando yo puedes conseguir la gloria, como antes te dije.
ALCIBÍADES. —¿Te burlas, Sócrates?
SÓCRATES. —Quizá; pero siempre es una verdad que tenemos una necesidad muy grande de mirar por nosotros mismos, como la tienen todos los hombres, y nosotros dos más que ninguno.
ALCIBÍADES. —Sí, Sócrates, cuando menos por lo que a mí toca.
SÓCRATES. —Y lo mismo me sucede a mí.
ALCIBÍADES. —¿Qué haremos, pues?
SÓCRATES. —Éste es el momento, querido mío, en que es preciso quitar la pereza y la desidia.
ALCIBÍADES. —Convengo en ello.
SÓCRATES. —Veamos y examinemos juntos lo que intentamos. Dime, ¿no queremos hacernos muy buenos?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿En qué clase de virtud?
ALCIBÍADES. —En la virtud que constituye la bondad del hombre.
SÓCRATES. —¿Y quién es el hombre bueno?
ALCIBÍADES. —El que lo es para los negocios.
SÓCRATES. —¿Para qué negocios? ¿Para los de equitación?
ALCIBÍADES. —No.
SÓCRATES. —Porque eso corresponde a los picadores.
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿En los de la marina?
ALCIBÍADES. —Tampoco.
SÓCRATES. —Porque eso corresponde a los pilotos.
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Pues en qué negocios?
ALCIBÍADES. —En los negocios que ocupan a nuestros mejores atenienses.
SÓCRATES. —¿Qué entiendes por nuestros mejores atenienses? ¿Son los hábiles o los inhábiles?
ALCIBÍADES. —Los hábiles.
SÓCRATES. —Por lo tanto, según tú, cuando es hábil uno para una cosa, ¿es bueno para la cosa misma?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —¿Y los inhábiles no son en manera alguna buenos?
ALCIBÍADES. —Sin duda.
SÓCRATES. —Un zapatero tiene toda la habilidad para hacer zapatos; ¿es bueno para esto?
ALCIBÍADES. —Muy bueno.
SÓCRATES. —¿Pero es inhábil para hacer trajes?
ALCIBÍADES. —Sí.
SÓCRATES. —Por consiguiente es un mal sastre.
ALCIBÍADES.