Plato

Obras Completas de Platón


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      Pero de nuevo (la pregunta vuelve una y otra vez), ¿estamos leyendo el griego como éste se escribió cuando decimos esto? Cuando leemos esas pocas palabras talladas en una lápida, una estrofa de un coro, el final o el comienzo de un diálogo de Platón, un fragmento de Safo, cuando nos magullamos la cabeza con alguna metáfora tremenda del Agamenón en vez de desnudar las flores de su rama instantáneamente como hacemos al leer Lear, ¿no estamos leyendo incorrectamente, perdiendo nuestra aguda visión en una neblina de asociaciones, interpretando erróneamente en la poesía griega no lo que ellos ponen sino lo que a nosotros nos falta? ¿No se acumula toda Grecia detrás de cada línea de su literatura? Éstas nos abren las puertas a una visión de la tierra aún no devastada, el mar impoluto, la madurez, ejercitada pero ilesa, de la humanidad. Cada palabra se ve reforzada por un vigor que brota del olivo y del templo y de los cuerpos de los jóvenes. Sófocles sólo tiene que nombrar al ruiseñor, y canta; sólo tiene que llamar a la floresta ἄβατον, «no hollada», e imaginamos las ramas torcidas y las violetas color púrpura.[7] Más y más atrás, se nos mueve a imbuirnos en lo que, tal vez, es solo una imagen de la realidad, no la realidad misma, un día de verano imaginado en el corazón de un invierno nórdico. Capital entre estas fuentes de glamour, y tal vez de malentendidos, es el lenguaje. No debemos esperar que podamos llegar a captar todo el alcance de una frase en griego como lo hacemos en inglés. No podemos oírla, ahora disonante, ahora armoniosa, lanzando su sonido línea a línea a lo largo de la página. No podemos captar infaliblemente una por una todas estas diminutas señales que hacen que una expresión sugiera, cambie, viva. No obstante, es el lenguaje lo que nos tiene más esclavizados; el deseo de aquello que nos atrae perpetuamente. Primero está lo compacto de la expresión. Shelley necesita veintiuna palabras en inglés para traducir trece palabras de griego: πᾶς γοῦν ποιητὴς γίγνεται, κἂν ἄμουσος ᾖ τὸ πρίν, οὗ ἂν Ἔρως ἅψηται («… pues toda persona, incluso si antes había sido ajeno a las disciplinas, se vuelve poeta tan pronto como es tocado por el amor»).[8]

      Se ha eliminado cada onza de grasa, dejando la carne firme. Después, enjuta y desnuda como está, ningún idioma se puede mover más rápidamente, bailando, agitándose, plenamente vivo, pero controlado. Después están las palabras mismas a las que, en tantos casos, hemos hecho expresar nuestras propias emociones, θάλασσα, ἄνθος, ἄστηρ, σελήνη («mar, flor, estrella, luna»)… por coger las primeras que vienen a mano; tan claras, tan duras, tan intensas, que para hablar de un modo sencillo pero apto, sin difuminar el contorno o nublar las profundidades, el griego es la única expresión. Es inútil, entonces, leer el griego en traducciones. Los traductores solo pueden ofrecer un vago equivalente; su lengua está llena necesariamente de ecos y asociaciones (…). Tampoco puede mantener, ni incluso el erudito más diestro, el acento más sutil, el vuelo y la caída de las palabras:

      … a ti que por siempre lloras en tu tumba de piedra.[9]

      Introducción[1] de Patricio de Azcárate[2]

      Sobre el «divino» Platón

      La humanidad se ha inspirado constantemente en las obras de Platón, filósofo a quien por espacio de veinticuatro siglos ha dado el nombre de divino, y en mucho tiempo no puede dejar de acudir a esta fuente de pura doctrina. Después de su muerte, la aparición de los escritos de su discípulo Aristóteles, que combatía la teoría de las ideas, base y fundamento de la filosofía platónica, y la de nuevos sistemas, como el epicureísmo, el estoicismo y otros, y la falta, siempre irreparable, del genio fundador, único que con su voz e inteligencia puede sostener el prestigio de sus propias concepciones, hicieron que casi desapareciera el platonismo como escuela, pero no desapareció la indeleble y profunda impresión causada por los escritos de este hombre grande en la marcha y progreso de los conocimientos humanos. Renació posteriormente con el nombre de Nueva Academia, bajo los auspicios de Arcesilao y Carnéades, pero su dogma, que consistía en admitir como único criterio de verdad la probabilidad, con lo cual creían poder combatir el dogmatismo y el escepticismo, es tan pobre y está tan en pugna con el sólido e indestructible dogmatismo de Platón, que bien puede decirse que la nueva Academia fue platónica solo en el nombre.

      Bajo mejores auspicios apareció en Alejandría con el nombre de neoplatonismo. Amonio Saccas, Plotino, Jámblico, Proclo, Porfirio y otros quisieron, en aquel centro de la civilización entonces conocida, reducir a un cuerpo de doctrina la mitología oriental y la filosofía griega, proclamando que el sabio se iniciaba en todos los misterios, en todas las escuelas, en todos los métodos; valiéndose, para descubrir la verdad, de la iniciación, de la historia, de la poesía y de la lógica. Así que los alejandrinos, a la vez griegos y bárbaros, filósofos y sacerdotes, aunque tomaron por fundamento de su doctrina la de Platón, la exageraron hasta el punto de convertir la unidad platónica en una unidad vacía de sentido, a la que se llegaba por el arrobamiento y el éxtasis, concluyendo en un iluminismo desesperado, y en proclamar la impotencia de la razón para descubrir la verdad.

      En los siglos medios es indudable que Aristóteles ejerció una visible preponderancia sobre Platón, debido a la diferencia radical de sus doctrinas, y no poco a la distinta forma en que fueron presentadas. El sistema de Aristóteles es racionalista, pero encerrado en la naturaleza exterior tiene un sello indudable de empirismo; mientras que el sistema de Platón, también racionalista, tiene el sello del idealismo, que eleva el alma del que le estudia y contempla a las regiones del infinito; y esta misma circunstancia le hizo menos aceptable a la generalidad de las inteligencias. Aristóteles clasificó las ciencias, tratando cada una por separado, con un orden rigorosamente didáctico, cosa desconocida hasta entonces; con una explicación directa, seca y tan severa como la requiere la ciencia. Platón, poeta más que filósofo en la forma, optó por el método de los oradores y no por el de los geómetras; y en vez de clasificaciones científicas y de un lenguaje sencillo de explicación, usa del diálogo, introduce interlocutores, pinta con la imaginación y aparecen resueltos los más vastos problemas con las bellezas del estilo y los encantos que solo se encuentran en los poetas inspirados. Estas diferencias fueron causa de la preferencia que alcanzó Aristóteles, que fue mirado como el fundador de la metafísica, de la psicología, de la moral, de la política, de la lógica, de la retórica, de la poética, de la economía política, de la física, de la historia natural y de todos los ramos tratados en obras separadas e independientes. Mas con la invasión de los bárbaros y otras concausas, de tal manera se desnaturalizaron y corrompieron las doctrinas del Estagirita, que hasta llegaron a desconocerse las obras originales, sustituyéndose la verdadera ciencia peripatética con la ciencia grotesca y bárbara de los escolásticos. Sin embargo, en aquellos mismos siglos, Platón fue altamente considerado y mereció siempre la atención de los sabios, como había merecido en alto grado la de los padres de la Iglesia, debido indudablemente a la afinidad que se advierte entre la filosofía platónica y los principios del cristianismo.

      No pueden leerse a San Justino, San Clemente de Alejandría, ni a ninguno de los padres griegos, sin advertir cuán instruidos estaban en las obras de Platón. San Agustín mismo[3] dice: «Puesto que Dios, como Platón lo repite sin cesar (esto supone una lectura muy asidua), tenía en su inteligencia eterna, con el modelo del universo, los ejemplares de todos los animales, ¿cómo podría dejar de formar todas las cosas?». Quidquid a Platone dicitur vivit in Agustino («Todo lo que dijo Platón vive en San Agustín»), se decía.

      Si de aquí pasamos a la época del Renacimiento, una nueva gloria se prepara para Platón. Sus obras, desconocidas en el Occidente, aparecieron traducidas por el humanista Marsilio Ficino[4] y el reformador calvinista Jean de Serres,[5] y desde