Mientras están en la menor edad, la república les sirve de padre; llegados a la mayor edad los restituye a sus hogares con una armadura completa para recordarles con estos instrumentos a la vista el valor paterno, los deberes del padre de familia, y al mismo tiempo para que esta primera entrada del joven armado en el hogar doméstico sea un presagio favorable de la autoridad enérgica que habrá de ejercer allí. Con respecto a los muertos, la república no cesa jamás de honrarlos; tributa cada año en nombre del estado los mismos honores que cada familia rinde a los suyos respectivos en el interior de su casa. A esto añade ella los juegos gimnásticos y ecuestres, y los combates en todos los géneros de música; y, en una palabra, hace todo cuanto hay que hacer por todos y por siempre; ocupa el lugar del heredero y del hijo para los padres que han perdido sus hijos; de padre para los huérfanos; de tutor para los parientes y personas aproximadas. La idea de veros libres de todos estos cuidados debe haceros soportar con más resignación la desgracia, y de esta manera apareceréis más aceptables a los vivos y a los muertos, y se harán más asequibles vuestros deberes y los de los demás.
Ahora que habéis tributado a los muertos el homenaje de un duelo público prescrito por la ley, marchad todos los presentes, porque ha llegado el momento de retiraros.
He aquí, Menéxeno, la oración fúnebre de Aspasia de Mileto.
MENÉXENO. —¡Por Zeus!, Sócrates, bien afortunada es tu Aspasia, si en su calidad de mujer es capaz de componer discursos semejantes.
SÓCRATES. —¿No me crees? No tienes más que seguirme y la oirás hablar a ella misma.
MENÉXENO. —Más de una vez he encontrado a Aspasia y sé de lo que es capaz.
SÓCRATES. —¡Y bien!, ¿es que no la admiras ni te muestras agradecido a ella por este discurso?
MENÉXENO. —Estoy infinitamente agradecido, Sócrates, por este discurso a aquella o a aquel, sea el que sea, que te lo ha referido; pero estoy aún más agradecido al que acaba de pronunciarle.
SÓCRATES. —Muy bien. Pero supongo que no me denunciarás, si quiero referirte otros muchos bellos discursos sobre objetos políticos, compuestos por ella.
MENÉXENO. —Vive tranquilo, no te denunciaré; pero no dejes de referírmelos.
SÓCRATES. —Cumpliré mi palabra.
Argumento del Ion[1] por Patricio de Azcárate
Sócrates, en una de las calles de Atenas, se encuentra con el rapsodista Ion de Éfeso, que venía de Epidauro, donde había conseguido, en los juegos de Asclepio, el primer premio de canto en un concurso de rapsodistas. Conversa con él sobre el favor universal y belleza de su arte, que tiene el privilegio de conocer a fondo y derramar las obras de todos los grandes poetas. Pero Ion rehúsa tanto honor, y confiesa, con una modestia aparente, que si se considera sin igual entre los rapsodistas para la inteligencia de Homero, nada entiende ni de Hesíodo, ni de Arquíloco, ni de ningún otro poeta. Sócrates se sorprende, y no puede comprender que se entienda a Homero, con exclusión de los demás, puesto que Homero ha cantado en sus versos las mismas artes y los mismos objetos que Hesíodo, Arquíloco y los demás poetas, y alaba la excesiva modestia de Ion, pues si entiende bien uno, es claro que los entiende todos. O más bien, y ésta era la opinión de Sócrates, Ion se hace grandes ilusiones sobre sí mismo y sobre su talento. La verdad es que no comprende mejor a Homero que a los demás poetas, y que la industria de los rapsodistas no es en el fondo, ni una ciencia, ni un arte. ¿Pues entonces, qué es? Una inspiración semejante a la que pone al poeta en delirio. Sócrates explica su idea en una comparación ingeniosa y clara, que llena la página más bella de este diálogo. La inspiración divina, que anima al poeta, se comunica del poeta al rapsodista, del rapsodista a la multitud, y se forma así una cadena inspirada, como el imán que atrae al hierro trasmite al hierro su virtud, y de anillo en anillo se forma una cadena tocada del imán. De esta manera los poetas no son más que los intérpretes de los dioses, los rapsodistas lo son de los poetas, intérpretes de intérpretes, como los llama Sócrates, y ocupan el medio de una cadena inspirada, en la que la multitud misma es el último anillo. Esto es lo que explica la diversidad de los genios y de los géneros poéticos. Cada poeta canta lo que el Dios le inspira, el uno himnos tales como los de Peán, otro yambos como Arquíloco, otro versos épicos como Homero. Esto explica igualmente por qué cada poeta tiene su rapsodista, al que comunica la inspiración de sus cantos, y cómo Ion, por ejemplo, inspirado por Homero, jamás lo ha sido por los demás poetas. Cada uno de estos tiene un género propio y cada rapsodista un poeta, porque así lo quiere la inspiración, que nunca se divide. Y así el talento del rapsodista no es en manera alguna resultado del arte, como no lo es la poesía misma, sometida también al mismo anatema. En vano clama Ion, y propone, para probar su ciencia, explicar todo Homero desde el principio al fin. Sócrates le demuestra que es incapaz de ello, porque Homero, obedeciendo al entusiasmo divino, ha hablado en sus versos de mil clases de artes que no conocía. ¿Y las conoce Ion? ¿Sabe la medicina, la adivinación, el mando de los ejércitos? Si fuera gran general, valdría más para él y para los griegos, dice irónicamente Sócrates, que, en vez de recitar versos, quisiera conducir ejércitos y ganar batallas; y si no conoce todas estas artes, no es más sabio que Homero, ni podría tampoco explicarlo. En fin, es preciso decidirse: o Ion es un embaucador que se alaba de una falsa ciencia, o Ion es un hombre inspirado, y su talento no es más que un grado del éxtasis poético. El diálogo se termina por la sumisión inevitable de Ion, quedándose por vencido, arrastra tras sí a los rapsodistas, a Homero, a los poetas y a la poesía misma en una común derrota.
El pensamiento de Platón, cuando con mano ligera escribe este pequeño diálogo, ¿era hacer el proceso a la poesía? Esta pregunta no dejará de disonar a los lectores de Platón que retengan en la memoria la impresión que haya podido causarles las elocuentes páginas del Fedro, donde, por boca de Sócrates, ensalza tanto la inspiración poética, que la pone por encima de las facultades humanas y la identifica con los dioses. Los que estén en este caso no creerán, por lo menos al pronto, que el mismo escritor que ha sentido tan bien, que tan magníficamente ha alabado e imitado tantas veces el genio de los poetas en estos mitos profundos, en los que se complace en ocultar la verdad con el velo de las ficciones, haya sido el enemigo declarado de los poetas. Será preciso, para quitarles la ilusión, recordarles por lo pronto que, en el Fedro mismo, Platón llama a la poesía un delirio, y al poeta un alma fuera de sí misma, y que en medio de esta jerarquía tan original de las almas humanas creada por él, que marchan, después de las de los dioses, en un orden de mérito imaginado y marcado por él mismo, no concede al poeta sino el noveno lugar entre el alma del iniciado y la del artista.
El puesto de honor, el primero después de los dioses mismos, se lo ha dado al filósofo. La distancia sorprendente en que se encuentran el filósofo y el poeta da en qué pensar, y habrá de confesarse que la poesía debía perder mucho a sus ojos, cuando la miraba bajo cierto punto de vista.
El fondo de su pensamiento no deja ni la más pequeña duda, si del Fedro, favorable en cierto sentido a la poesía y a los poetas, pasamos a la República, donde les declara abiertamente la guerra. Allí, en el vasto plan de un orden social completo, donde Platón da el derecho de ciudadanía a las profesiones y a las artes de todas clases, no encontró sitio para colocar a los representantes de la poesía. Desterró positivamente la poesía de su república ideal, y con ella a los poetas y a Homero, el más grande de todos.
Para resolver esta aparente contradicción, es preciso observar que en Platón hay siempre dos hombres, el artista y el filósofo.
Artista, se muestra sensible, cuanto puede serlo, a las bellezas de la poesía; gusta, alaba, hace sentir y admirar la armonía, el brillo, el poder, la grandeza épica y lírica, y cuando quiere, por prudencia o por arte, encubrir el atrevimiento de ciertas ideas, toma de ella sus ficciones, sobrehaz ligera y encantadora, y su lengua inspirada. Ésta es para él la forma y la expresión sublime de la imaginación.
Filósofo y moralista, la ve ya con otros ojos. Olvida su belleza, y se