bulevar, poco frecuentado siempre, estaba completamente desierto a aquella hora: alrededor de la una de la tarde. Sin embargo, a unos cuantos pasos de allí, en el borde de la calzada, había un hombre que parecía sentir un vivo deseo de acercarse a la muchacha, por un motivo u otro. Sin duda había visto también a la joven antes de que llegara al banco y la había seguido, pero Raskolnikof le había impedido llevar a cabo sus planes. Dirigía al joven miradas furiosas, aunque a hurtadillas, de modo que Raskolnikof no se dio cuenta, y esperaba con impaciencia el momento en que el desharrapado joven le dejara el campo libre.
Todo estaba perfectamente claro. Aquel señor era un hombre de unos treinta años, bien vestido, grueso y fuerte, de tez roja y boca pequeña y encarnada, coronada por un fino bigote.
Al verle, Raskolnikof experimentó una violenta cólera. De súbito le acometió el deseo de insultar a aquel fatuo.
‑Diga, Svidrigailof: ¿qué busca usted aquí? ‑exclamó cerrando los puños y con una sonrisa mordaz.
‑¿Qué significa esto? ‑exclamó el interpelado con arrogancia, frunciendo las cejas y mientras su semblante adquiría una expresión de asombro y disgusto.
‑¡Largo de aquí! Esto es lo que significa.
‑¿Cómo te atreves, miserable… ?
Levantó su fusta. Raskolnikof se arrojó sobre él con los puños cerrados, sin pensar en que su adversario podía deshacerse sin dificultad de dos hombres como él. Pero en este momento alguien le sujetó fuertemente por la espalda. Un agente de policía se interpuso entre los dos rivales.
‑¡Calma, señores! No se admiten riñas en los lugares públicos.
Y preguntó a Raskolnikof, al reparar en su destrozado traje:
‑¿Qué le ocurre a usted? ¿Cómo se llama?
Raskolnikof lo examinó atentamente. El policía tenía una noble cara de soldado y lucía mostachos y grandes patillas. Su mirada parecía llena de inteligencia.
‑Precisamente es usted el hombre que necesito ‑gritó el joven cogiéndole del brazo‑. Soy Raskolnikof, antiguo estudiante… Digo que lo necesito por usted ‑añadió dirigiéndose al otro‑. Venga, guardia; quiero que vea una cosa…
Y sin soltar el brazo del policía lo condujo al banco.
‑Venga… Mire… Está completamente embriagada. Hace un momento se paseaba por el bulevar. Sabe Dios lo que será, pero desde luego, no tiene aspecto de mujer alegre profesional. Yo creo que la han hecho beber y se han aprovechado de su embriaguez para abusar de ella. ¿Comprende usted? Después la han dejado libre en este estado. Observe que sus ropas están desgarradas y mal puestas. No se ha vestido ella misma, sino que la han vestido. Esto es obra de unas manos inexpertas, de unas manos de hombre; se ve claramente. Y ahora mire para ese lado. Ese señor con el que he estado a punto de llegar a las manos hace un momento es un desconocido para mí: es la primera vez que le veo. Él la ha visto como yo, hace unos instantes, en su camino, se ha dado cuenta de que estaba bebida, inconsciente, y ha sentido un vivo deseo de acercarse a ella y, aprovechándose de su estado, llevársela Dios sabe adónde. Estoy seguro de no equivocarme. No me equivoco, créame. He visto cómo la acechaba. Yo he desbaratado sus planes, y ahora sólo espera que me vaya. Mire: se ha retirado un poco y, para disimular, está haciendo un cigarrillo. ¿Cómo podríamos librar de él a esta pobre chica y llevarla a su casa? Piense a ver si se le ocurre algo.
El agente comprendió al punto la situación y se puso a reflexionar. Los propósitos del grueso caballero saltaban a la vista; pero había que conocer los de la muchacha. El agente se inclinó sobre ella para examinar su rostro desde más cerca y experimentó una sincera compasión.
‑¡Qué pena! ‑exclamó, sacudiendo la cabeza‑. Es una niña. Le han tendido un lazo, no cabe duda… Oiga, señorita, ¿dónde vive?
La muchacha levantó sus pesados párpados, miró con una expresión de aturdimiento a los dos hombres e hizo un gesto como para rechazar sus preguntas.
‑Oiga, guardia ‑dijo Raskolnikof, buscando en sus bolsillos, de donde extrajo veinte kopeks‑. Aquí tiene dinero. Tome un coche y llévela a su casa. ¡Si pudiéramos averiguar su dirección… !
‑Señorita ‑volvió a decir el agente, cogiendo el dinero‑: voy a parar un coche y la acompañaré a su casa. ¿Adónde hay que llevarla? ¿Dónde vive?
‑¡Dejadme en paz! ¡Qué pelmas! ‑exclamó la muchacha, repitiendo el gesto de rechazar a alguien.
‑Es lamentable. ¡Qué vergüenza! ‑se dolió el agente, sacudiendo la cabeza nuevamente con un gesto de reproche, de piedad y de indignación‑. Ahí está la dificultad ‑añadió, dirigiéndose a Raskolnikof y echándole por segunda vez una rápida mirada de arriba abajo. Sin duda le extrañaba que aquel joven andrajoso diera dinero‑. ¿La ha encontrado usted lejos de aquí? ‑le preguntó.
‑Ya le he dicho que ella iba delante de mí por el bulevar. Se tambaleaba y, apenas ha llegado al banco, se ha dejado caer.
‑¡Qué cosas tan vergonzosas se ven hoy en este mundo, Señor! ¡Tan joven, y ya bebida! No cabe duda de que la han engañado. Mire: sus ropas están llenas de desgarrones. ¡Ah, cuánto vicio hay hoy por el mundo! A lo mejor es hija de casa noble venida a menos. Esto es muy corriente en nuestros tiempos. Parece una muchacha de buena familia.
De nuevo se inclinó sobre ella. Tal vez él mismo era padre de jóvenes bien educadas que habrían podido pasar por señoritas de buena familia y finos modales.
‑Lo más importante ‑exclamó Raskolnikof, agitado‑, lo más importante es no permitir que caiga en manos de ese malvado. La ultrajaría por segunda vez; sus pretensiones son claras como el agua. ¡Mírelo! El muy granuja no se va.
Hablaba en voz alta y señalaba al desconocido con el dedo. Éste lo oyó y pareció que iba a dejarse llevar de la cólera, pero se contuvo y se limitó a dirigirle una mirada desdeñosa. Luego se alejó lentamente una docena de pasos y se detuvo de nuevo.
‑No permitir que caiga en sus manos ‑repitió el agente, pensativo‑. Desde luego, eso se podría conseguir. Pero tenemos que averiguar su dirección. De lo contrario… Oiga, señorita. Dígame…
Se había inclinado de nuevo sobre ella. De súbito, la muchacha abrió los ojos por completo, miró a los dos hombres atentamente y, como si la luz se hiciera repentinamente en su cerebro, se levantó del banco y emprendió a la inversa el camino por donde había venido.
‑¡Los muy insolentes! ‑murmuró‑. ¡No me los puedo quitar de encima!
Y agitó de nuevo los brazos con el gesto del que quiere rechazar algo. Iba con paso rápido y todavía inseguro. El elegante desconocido continuó la persecución, pero por el otro lado de la calzada y sin perderla de vista.
‑No se inquiete ‑dijo resueltamente el policía, ajustando su paso al de la muchacha‑: ese hombre no la molestará. ¡Ah, cuánto vicio hay por el mundo! ‑repitió, y lanzó un suspiro.
En ese momento, Raskolnikof se sintió asaltado por un impulso incomprensible.
‑¡Oiga! ‑gritó al noble bigotudo.
El policía se volvió.
‑¡Déjela! ¿A usted qué? ¡Deje que se divierta! ‑y señalaba al perseguidor‑. ¿A usted qué?
El agente no comprendía. Le miraba con los ojos muy abiertos.
Raskolnikof se echó a reír.
‑¡Bah! ‑exclamó el agente mientras sacudía la mano con ademán desdeñoso.
Y continuó la persecución del elegante señor y de la muchacha.
Sin duda había tomado a Raskolnikof por un loco o por algo peor.
Cuando el joven se vio solo se dijo, indignado:
«Se lleva mis veinte kopeks. Ahora hará