su llegada, producto quizás de una ligera bruma que se había apoderado del entorno. Una pequeña estación con el clásico letrero: Sarria. Un vacío pleno de ausencias. Fuimos los únicos en descender, y caminamos el andén como quien retorna a la desprotección del infante. Una muda de ropa en nuestras mochilas era suficiente para la larga caminata por las tierras de Galicia. Procuramos la credencial del Peregrino, y muy temprano iniciamos nuestra caminata.
Se dice que el Camino a Santiago es un viaje interior, un surcar los caminos íntimos de nuestra alma, y aquellos días que conservo amorosamente en la memoria se mostraron pródigos en eventos espirituales que me condujeron a una profunda introspección personal que he querido narrar en estas líneas donde lo ficcional y lo real se mezclan casi sin respetar cronologías ni geografías.
Mi Camino a Santiago fue un andar colmado de preguntas con respuestas a medias y entrelazado caprichosamente por largas charlas con el Escriba, mi otro yo inmaterial, que conoce de mi ser más que yo mismo y que tiene la buena costumbre de aparecer periódicamente en mi vida para obligarme a reencontrarme con mi esencia.
Llovía. Produce vértigo estar envuelto en la espesa niebla gallega, más aun cuando tocaba chapotear por senderos lindantes a precipicios.
Así comenzó el viaje, así nació el libro, con el vano afán de dejar testimonio indeleble de mis pasos.
EL ESCRIBA
Soy una construcción fantasiosa de la mente que me ha creado, y sin embargo me siento poderosamente existente en mi invisibilidad. Condenado a observar los hechos y narrarlos, miro a la distancia vidas ajenas y las escribo.
Debo sin dudas ser el Otro Yo del Hombre que Camina, pero ser dos nos permite conversar e indagarnos. El tiempo que a Él le insume el Vivir, me es otorgado a mí para observarlo con desapasionada frialdad. Aunque seamos el mismo, somos diferentes.
Estoy presente en cada recodo de su vida sin que él advierta mi presencia, y fue por eso para mí algo muy extraño verle dormir fatigado en un alto del camino entre papeles escritos apresuradamente y de los que me apropié sin pudor alguno... al fin y al cabo soy el encargado de pasar en limpio sus vivencias.
El Peregrino ya había pasado la frontera de los cincuenta y cinco años que habíamos compartido el uno y el otro andando por andariveles diferentes.
Yo sabía de su existencia, él naturalmente ignoraba la mía.
Juntos fuimos infantes, adolescentes, adultos y ya iniciábamos la pendiente que conduce a la vejez y a la muerte.
Y así estaba escrito había de transcurrir el existir mutuo, pero algo más importante que nosotros, la fantasía y la magia de un Camino espiritual forzó un encuentro destinado a hacerse libro escrito a borbotones.
Tenía en mis manos sus escritos que hablaban torpemente de su existir signado por el trazo fuerte del Amor. Amor primero a sus padres, especialmente a su Padre cuya vida quiso hacer Legado. Devino luego en Amor apasionado a su Mujer que completó la Cuadratura de su Círculo y sin la cual sería Vacío. Finalmente, el Amor se hizo sublime al fructificar en sus Hijas, cuyas vidas lo aproximan a lo Inmortal.
Una lágrima había posado su humedad como un beso en el papel justo sobre las letras que al unirse formaban el nombre de la mujer amada.
Yo, que le conozco más que nadie, por ser aquel que en esencia es, despojado de sus vestiduras carnales, no pude impedir emocionarme al verle dormido, derrotado transitoriamente por la fatiga, pero empeñado en comprender los misterios del Universo sin dejar ni un instante de ser feliz.
Y sucedió un Milagro. Compostela hizo posible lo imposible. En ese viaje nos vimos y pudimos conversar. Galicia y sus caminos nos encontraron juntos, extrañamente unidos al conjuro de la magia de una senda que por milenios ha sabido cobijar las fantasías más hermosas.
He aquí lo que nos fue sucediendo.
EL PEREGRINO
La Primera Muerte
Estábamos chapoteando los caminos bajo una lluvia intensa. La niebla, poco a poco fue disipándose. Descansamos en un recodo que ofrecía el trayecto y me quedé como en un ensueño, entonces me pregunté: ¿quién soy?, ¿dónde estoy?, ¿qué hora es? Vuelvo del sueño, un extraño anticipo del morir y mis sentidos emprenden la cotidiana tarea de ubicarme.
Abrí los ojos y observé a alguien que se me asemejaba. Fijé mi mirada en ese otro y una fiereza incomprensible parecía definir sus facciones.
El otro rió, y su risa pareció provenir de mi cuerpo.
Con voz ronca lo interrogué: ¿Quién sos?
Asombrado levantó sus cejas y me contestó con una voz que me recordó la mía.
—Soy el Escriba, se supone que no puedes verme ni oírme, soy tu sombra sigilosa, el eco lejano de tu alma sin cuerpo.
Mientras hablaba observé que en sus manos tenía aferrado un puñado de papeles que yo había escrito.
—¿Qué querés de mí? —pregunté con algo de recelo.
—Contar tu vida. Eres el Peregrino, eres Hombre y como tal, tu objetivo es el Camino. Vive, no escribas, deja esta tarea menor para mí, tu otro Yo está condenado a escribirte.
La conversación era surrealista y para percatarme de su realidad concreta miré a mi alrededor. Estaba sentado en la misma piedra de aquella senda gallega en la que me había detenido a descansar. Cabía pensar entonces que la magia del Camino había procurado este encuentro tan inusual. Preso de una extraña euforia decidí aprovechar la oportunidad.
Me levanté y mostrándole los papeles, le dije:
—Leámoslo juntos, mejor aún, conversémoslo en compañía. ¿Entendés la diferencia? La palabra escrita es dura, pétrea y, al decir romano, no vuela. En cambio la oralidad es compañera de la confidencia, amiga de lo fugaz, se dice y se desdice al conjuro del tiempo. Lo escrito duele y es perenne —Yo sabía que no podría impedir ser escrito y solo buscaba un pretexto para usar al Escriba de escucha y espejo de mis dichos.
Ya no sabía quién usaba a quién. Pero estaba dispuesto a jugar según sus reglas.
—Este es mi Camino, mi peregrinaje dibujado en letras de molde —dije señalando mis escritos.
—Veo que te gusta la filosofía —me dijo—. Para qué indagar el qué y el porqué de las cosas.
Soy Filósofo porque soy hombre. No me importa si es útil filosofar, aunque no puedo evitarlo, le contesté.
No lo sé, pero tengo que intentar saberlo. Soy un eterno buscador de respuestas a las preguntas esenciales.
—¿Y dónde pretendés encontrar las respuestas? —dijo el Escriba.
—En el camino.
—Retomemos tu Diario. ¿Dónde sitúas tu comienzo?
—atinó a preguntar.
—Leé —respondí, ofreciéndole un puñado de hojas cuyo encabezado rezaba:
“Mi Primera Muerte”.
La consciencia, ese primer atisbo del ser, puedo remontarla alrededor de mis primeros tres años. Antes de ello fui seguramente, pero no lo recuerdo. Esa parte de mi vida no está almacenada en mi memoria, o debe estarlo allá en lo recóndito, en ese lugar inaccesible donde depositamos los trozos de un pasado cuyo recuerdo no resulta imprescindible.
No recuerdo, y sin embargo caminaba. Mejor dicho, era conducido por el Camino. En los inicios de mi andar no podía valerme por mí mismo. Para todo requería asistencia. Nada me era posible lograr sin auxilio externo.
Mi yo era un inútil envoltorio que pedía y lloraba como todo lactante, sin el cual estaba condenado a muerte.
Ya sin el atávico instinto de supervivencia y la omnipresente figura de mi madre, ese ser en el que fui durante mi primera Vida tuve que desdeñarlo en el horizonte de mi Primera Muerte, pues sencillamente, sin ella nunca hubiera sido.