al viento, mezcla de intelectual y dignataria de primer nivel. Elogia la bienal de São Paulo de la que viene de participar pero también baja línea: “Hoy por hoy, es evidentemente la mejor bienal del mundo, muy superior a la de Venecia. Pero una vez alcanzado un nivel de excelencia tan alto, lo que habría que discutir es el concepto mismo de bienal”58. En el Rosedal de Palermo hace otra declaración que Link engasta en una atmósfera deliciosa:
“Es [el Rosedal] un parque muy bien peinado”, sentencia y agrega [...]: “Lo que se nota en Buenos Aires es el enfrentamiento de dos velocidades radicalmente opuestas: el último café, las últimas librerías […] y, chocando con eso, el desenfreno modernizador”. [...] “Estuve dos veces en el [viejo café] Tortoni, la segunda me quise llevar la carta porque pensé que en cualquier momento pueden cerrarlo. Para los argentinos, el café es como un relicario. Hay que fundar una asociación civil en defensa del café tradicional”59.
Por aquella época el espacio público porteño recibía las sucesivas olas de una especie de modernización conservadora. A diferencia de la marea de inversiones extranjeras de la primera presidencia de Menem, entre 1989 y 1995, y cuya encarnación son las grandes obras de Grosso y su particular alquimia entre sector público y privado (entre otras obras vale mencionar la inauguración de la feria arteBA, en 1991), a finales de los noventa no se llevan a cabo grandes transformaciones en la ciudad pero sí se pone en práctica un empeño morboso por el mantenimiento y la conservación. La ciudad era entonces un circuito de paseos prolijos, punteado de parques con el pasto bien cortado, “peinado”, como dice David. Esa ciudad también aspiraba a conservar sus viejos edificios como ruinas decentes. De ahí el llamado de David a cuidar los cafés a través de una organización civil. Pero ni ella ni Link, tal vez ni siquiera sus lectores, parecían saber que los desafíos de la ciudad en poco tiempo iban a ser muy distintos.
Catherine David se despidió de una ciudad que pronto iba a quedar sepultada por la crisis económica; y también se chocó con un antiguo mundo del arte cuyo cerebro lo formaban instituciones anquilosadas como el Centro Cultural Recoleta y el Museo de Bellas Artes, ambos en la encrucijada de las avenidas Pueyrredón y Libertador. Esa era la vieja ciudad coqueta, la de las cebollas que criticaba ramona. Allí afincaba el viejo mundo del arte; sus protagonistas (Federico Klemm, Jorge Glusberg y otros retratados oportunamente por los Mondongo) eran en su mayoría personas que habían despuntado en la vida pública varias décadas atrás. A ellos, directores de espacios y museos, gestores de la cultura, les habla David; a ellos les pide poner todo en discusión nuevamente. Sus ideas circulan en una poblada comida en el Club Francés, un rancio edificio con pretensiones Belle Époque, y en varias visitas a los museos del sistema público, donde la reciben unos ancianos tan desactualizados que hasta tienen la costumbre de fumar en las salas de exhibición. El mensaje de David se da de frente con un mundo del arte recalcitrante, que no quiere saber nada de abandonar el mundo del arte y volcarse al espacio público.
Entrando en la confitería Ideal, Catherine David […] pide un jerez, encantada de haber descubierto otro lugar que [...] sobrevive a los embates modernizadores. [...] Y hablando de estética y política: “En Buenos Aires es muy difícil organizar a la gente en proyectos colectivos. Y eso empobrece el debate. ¿A qué hora van mañana las Madres a Plaza de Mayo?”, pregunta por fin60.
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