Alicia Dujovne Ortíz

Milagro


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blancas, pero que adoptaron el animal venido de lejos como si lo reconocieran. Ellos robaban caballos, vacas y mujeres; los españoles y después los argentinos les robaban las tierras: el origen de las estancias argentinas fue la “oreja de indio”, prueba fehaciente a presentar ante las autoridades a fin de recibir, por cada indígena debidamente desorejado, inmensos territorios. Libres, señores del desierto, y condenados a no dejar ni un rastro de su paso, pampas o tehuelches desaparecieron hasta el último durante la Campaña del Desierto del General Roca que, hacia 1870, los eliminó del mapa a fin de permitir el trazado del ferrocarril inglés. Último episodio, la inmigración. Al aprovechar las posibilidades de una tierra donde todo crece, italianos, judíos, alemanes, gallegos, suizos, galeses, búlgaros, sirio libaneses iniciaron una era desconocida en un país donde nadie había visto hasta entonces una lechuga.

      En Jujuy hubo más burros o mulas que caballos, difícil galopar por terreno escarpado. Tampoco hubo inmigrantes, lo que equivale a decir que no hubo sangres múltiples: exceptuando a las clases altas de origen español, la población es indígena pura, o bien, un puro producto del mestizaje indígena-español. Dicho en otras palabras, un genuino producto de la violación. Lo que sí hubo, retrocediendo en el tiempo, fue un imperio, el incaico, que edificó ciudades y dominó a otros pueblos, entre ellos los aymaras. Imperio cuya organización demasiado perfecta (Carlos Fuentes calificó de fascistas a los regímenes inca y azteca) dejaba escaso margen para la libertad individual, lo que sirvió a los españoles para someter a una población acostumbrada a la obediencia. Muerto el Inca, y con alguna salvedad –la sublevación de Tupac Amaru o la que en Jujuy culminó en la batalla de Quera con la derrota indígena–, los súbditos del imperio vencido siguieron inclinándose igual que siempre.

      (Una anécdota de mis quince años: voy caminando por una vereda estrecha, en La Paz, y una viejita de polleras, manta y galerita viene hacia mí. Cuando estoy por cederle la pared en signo de respeto, es ella quien se baja a la calle murmurando: “Perdón, mamacita”. Dudo que en la Bolivia de Evo –y no Gerardo– Morales los alcaldes de los pueblos sigan arrodillándose para besar la mano del visitante blanco –y a la vez escupirla con disimulo–, pero mi recuerdo se remonta a 1953, no a la Conquista ni a la Colonia, y en ese tiempo juro que aún lo hacían).

      Qué necesaria ha sido, me repito a bordo de ese Buenos Aires-Jujuy que parece estarme llevándome hacia otras épocas, además de a otras tierras, sí, qué necesaria la aparición de esta Tupac Amaru mujer, a la que hoy descuartizan sin caballos –las cosas cambian–, pero con un encarnizamiento mediático de similar potencia. Pronto –estamos a fines de mayo de 2017– se cumplirán los quinientos días de una detención a la que Amnistía Internacional, la ONU y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos han declarado arbitraria; llamados de alerta nacionales e internacionales que no ejercen la menor influencia sobre un poder feudal, blanco y masculino, simbolizado por el gobernador del pronombre personal.

      No es necesario haberse especializado en el pasado de Jujuy para entender que el odio visceral de Gerardo Morales y de toda una capa social de la provincia hacia Milagro Sala hunde sus raíces en esa historia de colonización. Durante siglos, cinco para ser más precisos, los sobrevivientes del incario se vieron condenados a servir, a callarse la boca y a esconder su propia cultura. En el siglo xvii, muchas mujeres que continuaban practicando las ceremonias ancestrales fueron quemadas como brujas. Dentro del Virreinato del Río de la Plata no hubo Inquisición, es cierto, pero tratándose de indígenas, la justicia ordinaria podía enjuiciar por brujería. La bruja Milagro llegó más lejos: no contenta con reivindicarse –o reinventarse– como mujer indígena, se apoyó en una población de marginales, jóvenes desocupados a quienes el liberalismo salvaje de los años noventa y, sobre todo, la crisis de 2001, habían abandonado a su suerte. Hija adoptiva, ella misma conoció los barrios bajos, la droga, la violencia callejera y la cárcel, desde aquel día en que, a los catorce años, huyó de una casa de clase media para integrar el batallón de los excluidos; voluntario regreso a los orígenes que de a poco se convirtió en ganas de actuar, unas ganas febriles, devoradoras. ¿Los chicos tenían hambre? Ella juntó a su gente, adolescentes drogadictos y madres maltratadas, y les dijo: “Hay que hacer algo. Organicemos las Copas de Leche”. Nadie tenía nada. Pero una mujer desdentada trajo un puñadito de yerba, la otra, un poco de azúcar, los muchachos fueron al monte a buscar leña y de pronto, en una villa miseria, irónica denominación acuñada en la Argentina para los barrios de lata y de cartón, un cartelito y unos globos anunciaron la cacerola humeante.

      En 2004, sus proyectos, cada vez más ambiciosos, atrajeron la atención de un presidente recientemente electo, Néstor Kirchner, que le ofreció dinero para la construcción de ciento cincuenta viviendas populares. Ella contó la plata, sonrió para su coleto y se dijo: “Yo con esto hago el doble en la mitad del tiempo”. Y construyó ocho mil. En Jujuy. La cuenta no incluye a las otras provincias donde se alinean también las casas de Milagro, ingenuas, rosas, celestes o de un lila clarito, todas idénticas, todas surgidas de una estética que habla de espíritu comunitario, ¿y acaso las malas lenguas periodísticas no han acusado a los “tupaqueros” de estar uniformados, con esas camisetas también idénticas que lucen en el pecho y la espalda la leyenda “Tupac Amaru” y el retrato del héroe, como si esa ropa de trabajo no estuviera marcada por un signo identitario, sino militar? También levantó colegios y hospitales, Milagro, y llenó su provincia de gigantescos parques acuáticos, su gran obsesión desde que, siendo niña, se le prohibió la entrada a las piscinas debido a su carita de coya y a su color de piel.

      ¿Cómo no comprender la irritación provocada por la indiecita de un metro cincuenta que, de buenas a primeras, implementando un “Estado paralelo”, hacía ella lo que el gobierno se olvidaba de hacer? Insoportable desafío, el de esta mujer que, rodeada por una multitud y en pleno centro de la ciudad, celebraba a la Pachamama, la diosa tierra; o mandaba a cortar las calles céntricas en reclamo de mejoras salariales; o, acto final de la tragedia, organizaba durante semanas un “acampe” frente al Palacio de Gobierno: los “negros” durmiendo, comiendo y arrojando cáscaras de banana bajo las propias barbas del señor gobernador. Invasión intolerable para la clase alta y para las clases medias, aterradas ante la perspectiva de ser confundidas con ese pueblo maloliente. Milagro fue detenida en diciembre de 2015 durante el célebre acampe, que incluía grandes tiendas para albergar a las familias tupaqueras y hasta pequeñas piletas para los niños, porque hacía calor y ella siempre había pensado en todo. Milagro, madre de dos hijos propios y de doce adoptivos, esos que en la provincia se llaman “hijos del corazón”.

      ¿Cuántos le quedarán ahora, cuántos la visitarán en la cárcel, arriesgándose a afrontar las amenazas, la represión policial? Es lo que me propongo averiguar, a mis setenta y ocho años, la edad justa para largarse a la aventura, sola, con la mochilita a la espalda, rogando porque Milagro sea tal como me la imagino y tal como en la Argentina algunos la han llamado, a causa de esa manía suya de regalar a los pobres cosas de ricos: la Evita negra.

      Milagro, primera visita

      Entonces, ¿por qué Kirchner se quedó con Milagro, cómo la descubrió cuando recién comenzaba, a sus escasos cuarenta años, qué advirtió en la “negrita” para que decidiera darle tamaño apoyo?

      2005, junto a Néstor Kirchner en el aeropuerto de Jujuy.

      Cuando viene hacia mí, la reconozco. La he visto en fotografías, pero el recuerdo viene de lejos: Milagro parece salida de una estatuilla aymara. Más tarde, su marido me contará un sueño que confirma la idea, por el momento respondo a su abrazo, un abrazo demorado que repite con cada uno de sus visitantes, como si quisiera metérselos adentro, y que la obliga a ponerse en puntas de pie. Hasta conmigo, apenas dos centímetros más alta que ella, y eso contando con benevolencia.

      –Hola, Milagro, soy argentina, escritora, vivo en Francia –le anuncio al desprenderme de la tenaza que da cariño y lo pide–, vengo a escribir un libro sobre vos para la editorial feminista francesa, ¿sabés?, la del Movimiento de Liberación Femenina.

      Ella me dedica una sonrisa radiante y pasa a otra cosa. Ya me lo han advertido, “no esperes que