Mariann Edgar Budde

Recibiendo a Jesús


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recordar la primera vez que conscientemente cambiaron su rumbo para seguir a Jesús. “Jesús siempre ha estado conmigo”, dicen, sin el recuerdo de que haya sido de otra forma. “Conocí a Jesús en la mesa de la cocina”, escribe Rachel Held Evans en Inspired, publicado un año antes de su trágica muerte:

      Fue en esa mesa, frente a un plato humeante de spaghetti, chuletas de puerco u otra comida en la semana, que aprendí a orar: “Jesús, gracias por mami y papi, por Rachel y Amanda y gracias por esta comida. Amén.” Lo primero que supe sobre Jesús fue que él era responsable de la existencia de mis padres, mi hermana, yo y mi comida. Eso parecía suficientemente buena noticia para mí.3

      Para otros, el encuentro fue más dramático. Las palabras parecen inadecuadas cuando intentamos hablar sobre esos encuentros—lo que a veces llamamos nuestra experiencia de conversión. Pero en esencia, lo que estamos tratando de describir es nuestra experiencia de invitación y respuesta, de cambiar el rumbo hacia aquel que se dirigió a nosotros primero.

      Yo estoy entre aquellos que recuerdan vívidamente la primera vez que conscientemente cambiaron su rumbo hacia Jesús. Sucedió en mi temprana adolescencia cuando vivía en una especie de vacío religioso. Cuando niña había asistido a la iglesia con mi madre, pero cuando cumplí once años, me mudé con mi padre y mi madrastra. No íbamos a la iglesia y no recuerdo que Dios hubiese sido tema de conversación en ese tiempo. Todo lo que yo pensaba que sabía sobre Dios y Jesús en esos años formativos provenía de la televisión, de la película “El exorcista”, la cual fue estrenada cuando yo tenía trece años; o de lo poco que recordaba de la Escuela Dominical cuando era niña.

      En noveno grado me hice amiga de una niña llamada Kelly. Kelly me habló libremente de su fe cristiana con una facilidad que me asombró. Yo supongo que si alguien me hubiese preguntado si yo era cristiana, yo hubiese dicho que sí, porque no había otras opciones. Pero la descripción de Kelly era diferente. Era personal y afectuosa. Kelly me habló de Jesús como si lo conociera y como si conocerlo fuera una cosa maravillosa.

      Un domingo, Kelly y su familia me invitaron a acompañarlos a la iglesia, y yo acepté. Ese día el ministro habló mucho sobre el amor de Jesús mientras usaba la imagen de la puerta. “Hay una puerta en nuestro corazón”, dijo él. “Jesús espera afuera a que lo invitemos a entrar”. Yo no estaba segura de lo que él quería decir, pero yo sabía que mi corazón era un lugar solitario. Si Jesús quería entrar, yo estaba lista. Sin saber si existía antes de este momento, yo anhelaba ese tipo de amor que el ministro había descrito.

      Cuando el ministro invitó a venir al frente a aquellos que querían dejar entrar a Jesús en sus corazones, yo caminé hacia el frente. Él puso sus manos gentilmente sobre mi cabeza y oró. No recuerdo lo que dijo y no sentí nada diferente cuando regresé a mi asiento. Sin embargo, algo cambió en mí ese día. Yo había cambiado mi rumbo hacia Jesús.

      Ese no fue un tiempo feliz en mi vida, e invitar a Jesús a entrar en mi corazón no hizo las cosas mejores. Mi padre y mi madrastra estaban pasando por problemas financieros y en su matrimonio. Mi papá se pasaba la mayoría de las noches tomando bourbon y viendo televisión. La vida social en la escuela era también bastante miserable para mí durante esos años. Yo sentía que había algo errado conmigo que yo no podía comprender, que yo no merecía el amor. Al tener tantos conflictos, yo me preguntaba si me había perdido algo en mi experiencia de conversión, o si, de alguna forma, todo había salido mal.

      Por el contrario, Kelly y su familia estaban muy contentos por mi decisión de aceptar a Jesús como mi Salvador. Yo quería ser tan feliz como ellos, pero no lo era. No recuerdo ni siquiera haber dudado de Jesús, pero estaba casi segura de que mi conversión no había ido lo suficientemente lejos como se esperaba. Incluso, me preguntaba en voz alta si debía ir más allá y recibir las oraciones del ministro una vez más. Nadie pensaba que esta era una buena idea.

      Con el paso del tiempo, Kelly y yo nos distanciamos y yo dejé de ir a su iglesia. Me hice de nuevos amigos que eran cristianos y comencé a ir con ellos a un grupo llamado Vida Joven, en nuestra escuela. En ese tiempo canté en varios coros escolares y el director del coro era un hombre amable y cristiano. Él me cuidó cada vez que pudo. Mirando hacia atrás, me doy cuenta que hubo todo tipo de personas cuidándome, y la mayoría de ellas eran cristianas.

      Una día, el ministro local se apareció en nuestra clase de coro e invitó a los que estaban interesados a unirse al coro de la iglesia en una gira de canto a México. ¡México! Mis amigos y yo nos enrolamos en esa oportunidad y pronto nos encontramos acogidos por otra comunidad de fe, esta vez una del tipo que llaman desde el altar y la gente acepta a Jesús en su corazón. Me hice amiga cercana de la hija del ministro y albergué una pasión secreta por su hermano mayor, quien dirigía el coro.

      Cuando llegó el momento, viajamos en bus y cantamos por todo lo alto a Jesús en pequeñas iglesias en el sur de Colorado y a través de Nuevo México hasta los pueblos El Paso y Juárez, en la frontera entre Texas y México. En Juárez, sentí la incongruencia de cantar sobre el amor de Jesús en una iglesia con un piso sucio, entre gente tan pobre que sus niños no tenían zapatos. Nunca debatimos sobre su pobreza mientras ensayábamos las canciones—nuestra meta era ayudarlos a aceptar a Jesús como su Salvador. Cuando nos íbamos, una muchacha tomó mi mano. Caminamos hacia afuera juntas y entonces ella me regaló una pulsera. Yo, abrumada por su generosidad, hice entonces una promesa en mi corazón de regresar algún día a Juárez, y cambiar su vida. Nunca la vi otra vez, pero a través de ese encuentro algo cambió en mí. Ese fue otro cambio en mi vida.

      Cuando regresamos de Colorado, el ministro, quien se dio cuenta que yo estaba en dificultades en muchos niveles, me sugirió que me bautizara. Mi bautismo de infante no significaba nada, dijo él, ya que yo era muy pequeña como para hacer un compromiso personal de seguir a Jesús. Yo acepté, con la esperanza de finalmente tener una experiencia de conversión adecuada y de conocer por mí misma el gozo y la paz de los cuales cantábamos en el coro. Así que un domingo en la tarde fui bautizada en la piscina del complejo de apartamentos donde vivía el ministro. No estoy segura de que esto haya cambiado mucho, a no ser mi permanencia en la iglesia. Cuando el matrimonio entre mi padre y mi madrastra terminó, yo viví por un tiempo con el ministro de la iglesia y su familia. Yo estaba bien comprometida.

      Gradualmente, sin embargo, mi identidad como cristiana se hizo más fuerte. Aprendí por mí misma y de otros cristianos comprometidos. Sentí el poder de la ayuda de una comunidad cristiana mientras mi vida familiar colapsaba. Tuve buenos amigos. Todavía tenía problemas en aceptar algunas de las creencias eclesiales más rígidas. Simplemente yo no podía reconciliar el amor de Jesús con la noción de que solo unos pocos—aquellos que creían exactamente como nosotros—serían salvos. Anhelé un lugar donde hablar sobre mis conflictos internos, pero al intentar hacerlo solo parecía lograr que otros alrededor de mí se incomodaran. Quise hablar sobre la brecha entre lo que oramos los domingos en la mañana y cómo exactamente vivimos nuestras vidas. Pero tampoco había espacio para esta conversación. No había espacio para la ambigüedad o la duda, y yo estaba sintiendo mucho de ambas.

      De una cosa yo estaba cada vez más clara: ya era tiempo de regresar a vivir con mi madre. Yo no quería dejar a mis amigos, pero yo sabía, con más claridad que nunca, que tenía que irme. El ministro y su esposa aceptaron que yo tenía que estar con mi familia, aunque ellos estaban preocupados de que yo “perdiera el camino” si no encontraba otra “iglesia de creyentes”. Yo ya sabía que no iba a buscar ese tipo de iglesia, pero yo no estaba rechazando a Jesús. De hecho, yo me sentía más cerca de Jesús que antes. Irme de Colorado por mí misma fue terrible y doloroso, la decisión más difícil que tomé en mi juventud, pero yo no me sentía sola. Yo sentía a Jesús conmigo, y en gratitud cambié mi rumbo hacia él.

      Algunas veces me pregunto si yo hubiese continuado siendo cristiana si me hubiese quedado en Colorado. Estoy muy agradecida de las comunidades que me hicieron conocer a Jesús y que me dieron la bienvenida, pero no estoy segura cuánto más hubiese durado entre los confines de esas creencias no negociables. Pero como por gracia, el regreso a vivir con mi madre también me trajo de vuelta a la congregación episcopal a la que yo había asistido cuando niña y en la que mi madre era entonces una líder laica.

      Yo