La mañana del sábado 16 de abril de 1983, cuatro chicas vascas de estética punk se retuercen en las pantallas domésticas de Televisión Española, la emisora estatal y única que había entonces. El programa musical Caja de ritmos, dirigido por Carlos Tena, emite varios vídeos de la creciente escena punk rock bilbaína, entre ellos «Me gusta ser una zorra», del grupo Las Vulpess. «Si tú me vienes hablando de amor, qué dura es la vida, cual caballo me guía, permíteme que te dé mi opinión, mira imbécil, que te den por culo. Me gusta ser una zorra… Prefiero masturbarme sola en la cama, antes que acostarme con quien me hable del mañana, prefiero joder con ejecutivos, que te dan la pasta y luego vas al olvido. Me gusta ser una zorra…»
Quince días después, el diario ABC publica la letra y clama castigo para las zorras y quienes han osado mostrarlas. Carlos Tena dimite, el programa recibe una querella del fiscal general del Estado por escándalo público y Las Vulpess no salen de su asombro. Loles Vázquez, la autora de la mítica letra, asegura que en la redacción de ABC debieron pegarse horas visionando la cinta para desentrañar las palabras de una grabación tan ruidosa. Son muy morbosos los guardianes de la moral y las buenas costumbres.
De todas las canciones punk e indecentes de aquellos años de explosión pos-franquista, «Me gusta ser una zorra» fue, sin duda, la más perseguida y castigada. «Era un país muy machista, la Polla Records cantaban también con tacos y no estaban tan mal vistos», afirma Loles, la fundadora de la banda. En sus conciertos, recibían los insultos y los gritos guarros del público masculino, ya fueran bien vestidos o macarras, y ellas respondían sin tregua. La de Las Vulpess fue una corta carrera llena de sobresaltos, una noche fueron a Burgos de concierto y se encontraron con una audiencia exclusiva de militares que esperaban un striptease.
Han pasado veinticinco años desde entonces, pero yo sigo echando de menos a zorras que se autonombren en espacios normativos. Para la opinión publicada, sólo se puede ser puta, perra o zorra cuando otro lo dice, no cuando una lo exclama. Por eso molestaron tanto Las Vulpess. Ellas cantaban en primera persona: me gusta ser una zorra. No «me gusta ser tu zorra» o «me gusta ser una zorra porque a ti te gusta». Este libro podría llamarse como la canción de Las Vulpess. Yo tenía nueve años cuando a ellas las insultaban y perseguían por declararse zorras pero algo debió de calarme dentro porque jamás he pretendido hacerme pasar por buena y decente. Y me desato por dentro cuando berreo con ellas: me gusta ser una zorra.
Alaska y las perras: el origen
Tras la lectura voraz de Transgresoras, las mujeres que cambiaron su mundo, de Alaska, una tarde desolada de noviembre en 2003, empecé a darle vueltas a la idea de investigar sobre la feminidad que otras amigas mías y yo encarnábamos, sobre si existía la fórmula de una feminidad extrema y antipatriarcal. Alaska dice: «Si no se nace mujer, ¿cómo se llega a serlo? ¿Cómo es el mecanismo a través del cual construimos el género? La hiperfeminidad exhibida por travestis y transexuales ha permitido analizar la construcción del hecho que supone representar una mujer».
Para mí Transgresoras es todo un tratado de empoderamiento y es el origen de Devenir perra. Una lucecita se me encendió aquella tarde oscura. En la primera página tenía todavía los ojos inundados por la tristeza de un abandono; al concluir el libro, ya ni recordaba el nombre de mi amor perdido y nada podía borrarme la sonrisa.
Me decidí: quería investigar la feminidad exaltada que se reproducía en mi entorno de feministas, maricas, bolleras, transexuales, travestis, heteroinsumisas y demás, aquí en esta Barcelona bastarda a la que pertenezco desde hace nueve años. Recuerdo perfectamente el día en que hablé de mi proyecto con Beatriz Preciado. Me animó muchísimo, me dijo que el fotógrafo y activista trans Del Volcano estaba retratando a high femmes.1 Y yo pensé: coño, si Del, que es un genio, que es pionero en nuestras representaciones torcidas, considera que existen feminidades subversivas, entonces no ando tan desencaminada.
Digo esto porque yo, como todas las perras a las que he entrevistado para este libro, tengo una segunda madre que se llama feminismo. Y en mi caso, os aseguro que es más exigente que la madre biológica; las feministas, no sin razón, tenemos alergia a la palabra feminidad. Pero yo pensaba: no vale, a mí me pierde la purpurina, el color fucsia, las plumas, las tiaras de miss de plástico… Lo he intentado, hermanas, lo sabéis, he intentado ser un poquito más camión, menos petarda, más discreta, pero no puedo, es superior a mí. Yo soy como la gran Manuela Trasobares (artista, soprano y primera concejala transexual de nuestra historia) y grito con ella: «¿Por qué no vestirse una mujer con toda su lujuria, por qué no?».
A lo largo de la escritura de este libro, he dudado mucho. Supongo que eso es inevitable. Escribir, y más en primera persona, es un ejercicio de striptease íntimo a veces autocomplaciente y a menudo torturador. Pero creo que hay que interrogar a las dudas e inquietudes acerca de su origen. ¿De dónde vienes a importunarme esta noche, bonita? He sentido en varios tramos del proceso creativo que deseaba justificar ante mí misma la elección de un tema de estudio tan minusvalorado y aparentemente trivial. El disfraz de puta, vaya asunto. (Alguien me dijo: ¿por qué no investigas la masculinidad, que está más de moda? No te jode. ¿Por qué no la investigas tú?)
He comprendido que la misoginia habita latente, muy adentro. Más incrustada de lo que yo me atrevía a vislumbrar. Incluso en mis entrañas de feminista que le gusta vestirse como una puta. Al final este libro se ha convertido en un ejercicio de anclaje en mí misma. Cuatro años después de empezar la transcripción del ladrido de las perras, cuando los infames discursos abolicionistas de la prostitución de las feministas liberales y decentes se vociferan más que nunca, siento nuestra feminidad exaltada, paródica y sucia más ligera, más potente, más necesaria.
Casting de perras
Sabía que quería escribir sobre feminidades de rimel corrido y que me apetecía un retrato colectivo. Desde el principio pensé en varias amigas mías a las que quería entrevistar, todas ellas exaltadamente femeninas y feministas. A medida que empezaba las entrevistas, me emocionaba más, pensaba en nuevas candidatas y veía más claro que, de alguna manera, esto tenía que salir, tenía que explicarse. Éste es un tratado de amor, como advertía al principio. Mis perras son mis amigas, ya las conocía de antes, las adoro, las idealizo, comparto sus luchas, creo que he llorado de emoción y de risa transcribiendo cada una de sus entrevistas. No pretendo legitimarme con la más mínima validez sociológica ni antropológica y me ofendería que alguien lo hiciera. Mi metodología es la pasión, la euforia y la rabia. Este libro es un ejercicio de visibilización lúdica y política, punto.
Algo que tenía claro desde el principio es que no iba a reducirme a la feminidad exhibida por lo que se entiende biosocialmente como mujer. Me perdería mucho, y además, para mí ya no tiene ningún sentido ese doloroso corte en dos mitades que tanto necesita el patriarcado capitalista para seguir reproduciéndose y esclavizándonos (a todos, a todas). Las que ladramos en este libro, podemos tener coño, hecho carne en el vientre de nuestra madre o en una mesa de operaciones. No nos faltan pollas, algunas de plástico aguardan su momento siempre empalmadas en la mesilla de noche. Pero no hay duda de que sea lo que sea lo que palpite entre nuestras piernas, ni nos aglutina ni nos separa.
Quiero reflexionar sobre feminidades espectaculares, paródicas, radicales, insurgentes, pero no adscribo irremisiblemente esas mutaciones de la feminidad al concepto biopolítico mujer. Algunas de las que hablo fuimos identificadas en el paritorio por la autoridad médica —tras echar un fugaz vistazo a los pliegues de nuestra entrepierna— como mujeres. Otras, cuyos precoces bultitos fueron certificados varoniles al nacer, iniciaron desde niñas toda una guerra contra su entorno para que las dejaran desarrollarse como lo que sabían que eran: mujeres. Otras se nombran indistintamente en masculino y femenino; salen un día a la calle con vaqueros, gorra y barba incipiente y otro día con pelucón, taconazos y denso maquillaje. Todas sabemos de la artificialidad del sexo y del género, por eso jugamos con la feminidad. Y aquí concluyo con unas palabras de Alaska que completan la imprescindible sentencia que Simone de Beauvoir formuló en El segundo sexo hace sesenta años: «No sólo no se nace mujer, sino que, de alguna manera nunca se llega a serlo».
Deliberadamente he decidido no acompañar sus nombres de las etiquetas con las