Nathaniel Hawthorne

Wakefield


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retoma su camino hacia la iglesia, pero llegando al portal hace una pausa y echa una mirada perpleja a lo largo de la calle. Sin embargo, entra al templo, abriendo al ingresar su libro de oraciones. ¡Y el hombre! Con una cara tan distorsionada que los londinenses –por lo general ocupados solo de sus asuntos– se detienen a mirarlo, corre a su departamento, cierra la puerta con llave y se deja caer sobre la cama. Sus sentimientos contenidos durante años se desbordan y su mente debilitada absorbe un poco de vigor de esa fuerza emocional. Toda la extravagancia miserable de su vida se le revela de golpe, y grita, exaltado: «¡Wakefield, Wakefield, estás loco!»

      Bien puede ser cierto. La singularidad de su situación debe haberse compenetrado tanto en él que nadie podría afirmar que estuviera en sus cabales, si uno toma como referencia a sus semejantes y a lo que se entiende comúnmente como vida normal. Se las había ingeniado (o más bien le había sucedido que así se dieran las cosas) para separarse del mundo –desaparecer–, renunciar a su sitial y sus privilegios entre los vivos, sin estar todavía entre los muertos. Su vida no es comparable con la de un ermitaño. Igual que antes, se encontraba en medio del trajín de la ciudad, pero el gentío pasaba sin verlo. Se encontraba, podemos decir de manera figurada, próximo a su hogar y a su esposa, pero sin poder sentir el calor de uno ni el cariño de la otra. Wakefield estaba destinado como nadie más a mantener su cuota de afectos, a mantenerse involucrado en asuntos humanos, pero al mismo tiempo estaba condenado a perder toda influencia recíproca en ellos. Sería muy curioso rastrear los efectos de esta situación en su corazón y en su intelecto, por separado y en unísono. Aun así, habiendo cambiado tanto, tenía escasa conciencia de su transformación y creía ser el mismo de siempre. Es cierto que a veces vislumbraba la verdad, pero solo por un momento, y seguía diciendo «¡Pronto volveré!», sin detenerse a pensar que llevaba veinte años diciendo lo mismo.

      Me imagino también que, en retrospectiva, esos veinte años le parecerían apenas un poco más largos que la primera semana planeada. Consideraba que su ausencia era apenas un interludio en el transcurso central de su vida. Cuando pasara un poco más de tiempo, cuando él considerara que era hora de entrar de nuevo a su sala de estar, su esposa lo iba a aplaudir de pura felicidad al ver otra vez al envejecido señor Wakefield. Qué error más lamentable. Si el tiempo se detuviera a esperar que salgamos de nuestras locuras favoritas, todos llegaríamos jóvenes al día del juicio final.

      Un atardecer, veinte años después de haber desaparecido, Wakefield toma su caminata de costumbre en dirección a la casa que todavía considera suya. Es una noche de otoño, corre una ventolera y caen chubascos imprevistos que golpean el pavimento y se esfuman antes de que uno logre abrir un paraguas. En una pausa, estando cerca de la casa, Wakefield distingue, por la ventana de la sala del segundo piso, el resplandor rojizo, el destello luminoso e intermitente de una plácida lumbre en la chimenea. En el cielo del dormitorio se proyecta la sombra grotesca de la buena señora Wakefield. Su gorro de dormir, su perfil y su ancha cintura forman una caricatura admirable que, además, baila con el sube y baja de las llamas, casi demasiado alegremente para corresponder a la sombra de una viuda de su edad. En ese momento, se levanta un viento inoportuno y cae un repentino chubasco que golpea de lleno en la cara y el pecho de Wakefield. El hielo otoñal le cala los huesos. ¿Se va a quedar ahí, mojado y tiritando, cuando en su propio hogar hay un buen fuego donde calentarse, cuando su propia esposa correrá a traerle la camisa de dormir y las calzas grises que ella, sin duda, habrá guardado cuidadosamente en el closet de su dormitorio? No, Wakefield no es ningún idiota. Sube los escalones, con esfuerzo –porque en veinte años se le han anquilosado las piernas, aunque él no se dé cuenta. ¡Alto, Wakefield! ¿Tienes la intención de entrar al único hogar que te queda? Si es por eso, mejor métete en una tumba. La puerta se abre. Al pasar, alcanzamos a ver su cara y reconocemos la sonrisa pícara que fue precursora de la pequeña broma que por tanto tiempo le ha gastado a su esposa. ¡Qué despiadadamente se burló de la pobre mujer! Bueno, le deseamos a Wakefield unas buenas noches.

      Este feliz desenlace, suponiendo que fuera feliz, solo podría darse sin premeditación. No vamos a seguir a nuestro amigo después de que cruza el umbral. Nos ha dejado mucho para meditar, y de ahí vamos a sacar algo de sabiduría para extraer una moraleja y para formarnos una imagen cabal de todo esto.

      En la aparente confusión de nuestro mundo misterioso, los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema –y los sistemas, a su vez, se ajustan a otros sistemas y a la totalidad– que, por el solo hecho de dar un paso al costado, el hombre se expone al pavoroso riesgo de perderse para siempre. Tal como Wakefield, ese hombre puede convertirse, por decirlo de algún modo, en el paria del universo.

      La marca de nacimiento

      A fines del siglo antepasado vivió un científico, una eminencia, experto en cada rama de las ciencias naturales, que –poco antes de comenzar nuestra historia– había tenido más éxito con un experimento de índole espiritual que con otro relacionado con la materia química. Dejó su laboratorio al cuidado de un ayudante, se sacó el hollín de la cara, se limpió las manchas de ácido de los dedos y supo convencer a una mujer muy hermosa de que se casara con él. En esa época, cuando los recientes descubrimientos de la electricidad y otros misterios de la naturaleza penetraban en la región de lo milagroso, no era poco común que el amor por la ciencia compitiera, con su profundidad y fuerza irresistible, con el amor por una mujer.

      Los devotos más ardientes de la ciencia creían que cualquier hombre que contara con intelecto, imaginación, fuerza espiritual y altos sentimientos, podría aprovechar el estímulo de la investigación científica para ascender a un escalón más alto de la inteligencia. Desde ahí, el científico iba a dar con el secreto de la fuerza creadora de la naturaleza y, quizás, hasta iba a ser capaz de crear su propio mundo nuevo. Ahora tenemos claro que Aylmer compartía con esa intensidad la fe en que el hombre iba finalmente a poder controlar la Naturaleza. Ahora bien, se había dedicado demasiado a los estudios científicos como para distraerse con una segunda pasión. Eventualmente, el amor por su joven esposa tal vez resultara ser más fuerte que su amor por la ciencia, si es que el amor conyugal se sumaba a la fuerza de su otro amor y se fundía en él.

      Y así fue que esta unión se hizo realidad, con consecuencias notables de verdad, y de las cuales surge una lección profundamente impactante.

      Poco después de su boda, Aylmer estuvo un rato observando a su mujer con creciente preocupación, hasta que por fin se decidió a hablarle:

      –Georgiana –dijo–, ¿alguna vez se te ha pasado por la mente que esa mancha en tu mejilla se podría extirpar?

      –La verdad es que no –dijo ella, pero al darse cuenta de la seriedad con que él le hacía la pregunta, se sonrojó profundamente–. Tantas veces me han dicho que me da cierto encanto, que tontamente me imaginé que era verdad.

      –Ah, sí, en otra cara tal vez eso sería cierto –contestó el marido–, pero en la tuya, nunca. No, Georgiana, la naturaleza te hizo casi tan perfecta, que este mínimo defecto, que no sabemos si llamar defecto o belleza, a mí me choca. Es como si fuera la marca visible de la imperfección terrenal.

      –¿Te choca a ti, que eres mi marido? –exclamó Georgiana, dolida. Al principio se puso colorada de una rabia repentina, pero después rompió en llanto– ¿Entonces por qué me sacaste de mi casa? ¡Nadie puede amar lo que encuentra chocante!

      Para explicar esta conversación hay que señalar que en medio de la mejilla izquierda de Georgiana había una mancha, muy entretejida, por decirlo así, con la textura y sustancia de su rostro. En el estado normal de su cutis, de un rubor saludable pero delicado, esta mancha presentaba un tinte carmesí profundo, en contraste con el rosado de su entorno. Si Georgiana se sonrojaba, la marca se iba notando menos, hasta desaparecer en medio del rubor triunfal que cubría la mejilla entera con su resplandor. Pero si alguna oscilación emocional la hacía palidecer, ahí aparecía otra vez la marca, una mancha carmesí sobre la nieve, que a Aylmer le parecía pavorosa. Su forma se asemejaba mucho a la de una mano, como la mano de un pigmeo muy pequeño. A los enamorados de Georgiana