Gabriela Bejerman

Un beso perdurable


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la perfección). Las dos cucharadas de azúcar van primero, se revuelve bien, y recién después va el limón —hay que chequear que no esté feo, seco o con hongos—. El otro día se tomó media tacita, tras varias insistencias; cada sorbo, una pequeña alegría líquida.

      Mi papá siempre fue de comer mucho. Ahora, pobre, cuando se siente muy mal ni te acepta la segunda Frutigran con que acompaña el remedio de la tarde. Pero a veces, cuando está bien, se le prenden los ojitos y va a aprovechar el descuento de Freddo. Compra dos kilos. Es algo fácil de comer, dentro de todo. Cucharea directo del pote de telgopor. También va y ataca la despensa de cosas dulces y chocolateras. Mi mamá lo reta muchas veces por día: pero Dani, ¿qué hora es? ¿A qué hora te toca el remedio? Tenés que esperar media hora. Y él parece que lo hiciera a propósito; nunca, nunca se acuerda. Ella está cansada de decírselo tantas veces y de tener un bebé de pecho que depende de ella para cada cosa, en vez del marido fuerte que todo lo resolvía, ese hombre que él era hasta hace un par de años. Ahora arrastra sus pasitos por la casa, hay que ayudarlo a sentarse, pararse y sobre todo a acostarse en los muchos momentos en que la droga no hace efecto y lo deja rígido, incapaz de dar el primer paso.

      Él la quiere tanto. Si pasan un rato cada uno por su lado, ante el reencuentro él le agarra las manos y le da un beso en la boca. La adora, está enamorado como un adolescente. Igual que cuando empezaron a ser novios, a los dieciocho. Ya no puede invitarla a maravillosos viajes y a manejar un auto alquilado por rutas en la campiña francesa o la Toscana. Por muchas razones. Una de ellas es que a causa de su enfermedad ya no le dan el registro. Entonces miramos un programa en la tele que muestra paisajes bellísimos desde el aire, con una música relajante. O escuchamos todos juntos Chopin, mientras cae la noche. Mi mamá, acostada de su lado de la cama, yo del lado de mi papá y él en su silla, con bastante cara de sufrimiento pero atento y capaz de decirme: escuchá qué hermosa la parte que viene ahora.

      Antes de eso lo ayudo a caminar por la habitación, el movimiento lo estimula. El lugar en que hay que girar y dar la vuelta es crítico. Tiene que ser amplia, el giro cerrado es traumático, intenta darme indicaciones, se resiste a mis empujoncitos. Pero antes nos acercamos a la ventana que da a un jardín que queremos mucho y donde están enterrados varios perritos también queridísimos. Mi papá dice: qué triste está el día. Y no se da cuenta de que el que está triste es él.

      Es un portarretratos rosa de los ochenta

      Es un portarretratos rosa de los ochenta, de goma, con un sistema de broches como los de la ropa. No sé quién me lo regaló, creo que fue un regalo. Grabado con alguna especie de punzón puede leerse en letras cuadradas, que me parecían muy cancheras: Alan y Gaby. Alan, mi falso primer amor. Me convencí de quererlo porque a los quince años no podía desaprovechar la primera oferta de noviazgo de mi vida; quería besar, ser amada y salir a bailar de la mano, aunque sea a la matinée.

      En la foto del portarretratos están mi papá y mi mamá dándose un beso en la boca, cada uno con una copita de champagne en la mano, festejando un aniversario de casados o, más probablemente, los cuarenta de mi mamá. No estoy segura, y ya no tengo a quién preguntar, porque mi mamá murió hace catorce meses y la mente de mi papá quedó destruida por años de medicación contra el Parkinson y por la pérdida de su gran amor. Por eso, cuando hablamos por teléfono y me pregunta si quiero hablar con mamá, le contesto que sí. Dame con ella, quiero hablar con mamá.

      Cuando era adolescente pensaba que tener padres separados te daba un plus. Ese amor asegurado me parecía un poco chato, previsible. Tardé bastante en entender. Quizá fue cuando puse la foto ahí. Y quedó. Casi no tengo retratos en casa, a la vista. Pero expongo ante mis ojos la magia de ese beso perdurable.

      Del otro lado del portarretratos estoy yo: una foto poco visitada que vive escondida ahí atrás. Es un retrato de los quince, una imagen de las que preparamos para el álbum de la fiesta. El fotógrafo hizo un trabajo personal, la reveló en blanco y negro, la esfumó y le dio toda la luz posible al sombrero blanco, romántico, que yo había elegido. La otra noche me quedé mirándola mucho tiempo, buscando reconocerme en esos ojos melancólicos, soñadores, frágiles e intensos. ¿Qué de toda esa pasta de fantasía que era yo sigue viva en mí?

      Yo imaginaba el amor como en las novelas. El príncipe azul era algo concreto en mi cabeza, tenía capa, venía de noche en un caballo, era peligroso y excitante pero iba a amarme y protegerme. Desde aquel Alan —a quien me convencí de amar con letras cuadrada— hasta ahora, pasaron muchos amores. Mi mamá me decía que algún día yo me iba a enamorar de alguien con quien quisiera tener un hijo. Yo decía que no, me parecía chato, previsible. Para mí el amor era un plan tan intenso que no admitía más que los arrebatos de la inmediatez.

      Vuelvo a las fotos y me parece curioso haber puesto mi carita desconcertada y expectante de los quince años detrás del beso sellado para siempre de mis papás, tan felices, que no desearon nunca otro amor que el que encontraron, tan jóvenes, el uno en el otro.

      En poco tiempo, mientras la seguridad de mi familia se disolvía —mi mamá hacía los últimos intentos de superar un cáncer voraz y mi papá se desintegraba en cuerpo y mente dejando sólo lucidez para el afecto—, yo me reencontré con un viejo amor que fue un maestro. Y con él me vino el deseo de ser madre.

      Quizá dejar de ser adolescente es saber cuidarse, convertirse en la propia progenitora. Hasta poco antes de perder a mis padres, yo cumplía el rol de hija a rajatabla. Mamá me mandaba mensajes de texto para reportearme una vez por día. Me seguía cuidando, cuidando. Ese gran colchón que era mi familia me permitió una libertad enorme para hacer mi vida con independencia, sin ocuparme más que de mí.

      Eso cambió rápida, drásticamente. Desde que supe que mi mamá tenía cáncer hasta que murió pasaron tres años, flor de changüí que podría no haber existido. En ese tiempo conocí mi fortaleza. Acompañarla a quimioterapia, masajear sus pies, llevarla al médico y al final de todo, cantar cuando supe que estaba dejando de respirar.

      Una vez le pregunté qué tenía yo para aportar frente a la maratón de acciones eficaces que realizaba mi hermana, una tras otra. Mi mamá dijo que yo daba paz. Sus palabras siguen siendo un enorme, amoroso reconocimiento, y a través de ellas puedo darme paz a mí misma, permitirme ser yo sin comparaciones.

      Y pasé de ser hija a ser madre. Ahora, cuando llevo a mi bebé a visitar al abuelo, lo pongo en sus brazos y los veo mirarse a los ojos, entendiéndose más allá de todo lenguaje. Me siento un puente entre generaciones, entre hombres. Encontré un refugio, ahora aprendo a ser yo así. Rodeada, protegida y demandada. Tengo la solidez de una madre y tengo la solidez de una huérfana. Una huérfana cuyos padres siguen amando desde algún lugar, más allá, más acá. Las dos fotos están pegadas, los padres y la hija. Y fotos de este nuevo amor van a plegarse y desplegarse como alas amorosas por el vital desafío en que me he embarcado, en las aguas transparentes, luminosas donde se han fundido las lágrimas y la sangre hasta volverse un cielo líquido que lo perfuma todo.

      Fair es justo

      Fair

      Una vez me saqué un “fair” en inglés. Llegué a casa llorando, mortificada, como ofendida con el universo. ¿Cómo era posible? ¡Siempre me iba muy bien! En el ejercicio había que distinguir his de he’s, completar los espacios vacíos con esas palabras homófonas. Nunca me lo olvidé. Ese fair era algo de qué avergonzarme, una parte no pulida de mi cerebro, una mancha en mi reputación.

      Mamá me consoló, minimizó la cosa, no sé bien qué dijo, que no era para tanto, o que era algo de lo que podía aprender. Qué era his, qué era he’s. Y sobre todo, que no es un error terrible equivocarse: es parte de aprender y de vivir.

      Picasso

      Mi hermana, dos años más chica que yo, volvió de la escuela contando que le habían mostrado algo de Picasso. ¿Picasso? Sí, ¿no conocés a Picasso?, dijeron las dos a coro con caras de brujas complotadas en mi recuerdo. No, ¿quién es Picasso? Yo debería saberlo y no lo sé. Ellas dos lo saben y yo no, y se burlan de mi ignorancia.