tan poco. Dios nos ha dado emociones con el mismo propósito que todas nuestras otras facultades--para que nos sirvan en aquello que es nuestro fin principal: Nuestra relación con él. Sin embargo, ¡cuán común es que las emociones humanas se ocupen con todo lo imaginable, menos con las realidades espirituales! En los intereses mundanos, los deleites externos, las reputaciones, y las relaciones naturales--en estas situaciones los deseos de la gente son fuertes, su amor vivo, y su celo ardiente.
Pero en cuanto a las cosas espirituales ¡cuán insensibles son la mayoría de las personas! Aquí su amor es frío, sus deseos flojos, y su gratitud enana. Son capaces de sentarse a escuchar del infinito amor de Dios en Jesucristo, de la agonizante muerte de Cristo por los pecadores, de su sangre que nos salva de los fuegos eternos del infierno haciéndolos aptos para los gozos inexpresables del cielo, ¡y seguir fríos, sin respuesta, y sin interés! ¿Acaso algo debe mover nuestras emociones si no estas verdades? ¿Es posible que exista algo más importante, más maravilloso, o más relevante? ¿Puede algún cristiano concebir la idea de que el glorioso evangelio de Jesucristo no despierte y excite las emociones humanas?
Dios planeó nuestra redención de tal manera que revelara las verdades más grandes de la forma más viva e impactante. La personalidad y la vida humana de Jesús revelan la gloria y la belleza de Dios en la forma más conmovedora imaginable. Así como la cruz muestra el amor de Jesús por los pecadores en la manera que más nos toca, también muestra la naturaleza odiosa de nuestros pecados en la manera más impactante, ya que vemos el terrible efecto que nuestros pecados produjeron en Jesús cuando sufrió por nosotros. En la cruz también vemos la revelación más impresionante del odio que Dios tiene por el pecado, y de su propia justicia e ira al castigarlo. A pesar de que era su propio hijo, infinitamente hermoso, quien tomaba el lugar de nuestro pecado, Dios lo aplastó hasta la muerte. ¡Cuán estricta, pues, debe ser la justicia de Dios, y cuán terrible su santa ira!
Mucho debemos avergonzarnos de que estas situaciones no nos afectan más.
PARTE SEGUNDA
SEÑALES INVALIDAS PARA COMPROBAR QUE NUESTRAS EMOCIONES SEAN PRODUCTO DE UNA VERDADERA EXPERIENCIA DE SALVACIÓN
Las emociones religiosas pueden tener un origen natural o espiritual. Pueden existir en personas que no han sido salvas, al igual que en aquellas que verdaderamente se han convertido. En esta parte del libro, voy a examinar experiencias que ni comprueban que nuestras emociones, sean espirituales, ni demuestren que no lo sean. En otras palabras, quiero que miremos experiencias que no nos dicen nada acerca de la naturaleza espiritual o no espiritual de nuestras emociones.
El que nuestras emociones sean vivas y fuertes no comprueba que sean o no sean espirituales
Algunas personas condenan toda emoción fuerte. Albergan prejuiciosencontradetodoelquetengasentimientospoderososyvivosacercadeDiosylascosasespirituales.Instantáneamente asumen que tales personas sufren de algún engaño. Sin embargo, si, como acabo de comprobar, la religión verdadera tiene mucho que ver con nuestras emociones, se desprende que la abundancia de la verdadera religión en la vida de una persona resultará en plenitud de emoción.
El amor es una emoción. ¿Dirá algún cristiano que no debemos amar abundantemente a Dios o a Jesucristo? ¿O dirá alguno que no debemos sentir gran odio y dolor por el pecado? ¿O que no nos compete sentir un alto grado de gratitud a Dios por su misericordia? ¿O que no nos es necesario desear con intensidad a Dios y su santidad? Hay algún cristiano que pueda decir, “Estoy bien satisfecho con el grado de amor y gratitud que siento hacia Dios, y con el grado de odio y tristeza que siento hacia el pecado. No tengo necesidad de orar pidiendo una experiencia más profunda de estas cosas.”?
1 Pedro 1:8 Habla de emociones vivas y fuertes cuando dice: “os alegráis con gozo inefable y glorioso.” De hecho, las Escrituras suelen requerir de nosotros profundidad en el sentir. En el primer y gran mandamiento, agotan el alcance del lenguaje para expresarnos el grado hasta el cual debemos amar a Dios: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, y con todas tus fuerzas” (Marcos 12:30). Las Escrituras también nos mandan a sentir fuerte gozo: “Alégrese Israel en su Hacedor; ... Regocíjense los santos por su gloria, y canten aun sobre sus camas” (Salmos 149:3,5). Además, con frecuencia nos exhortan a estar agradecidos con Dios por sus misericordias.
De los creyentes cuyas experiencias se nos narran en las Escrituras, los más sobresalientes expresan a menudo emociones fuertes. Por ejemplo, veamos al salmista: Él menciona su amor como si fuera indecible: “!Oh cuánto amo yo tu ley!” (Salmos 119:97). Su deseo espiritual lo sobrecoge: “Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía” (Salmos 42:1). Habla de inmensa tristeza por sus propios pecados y los pecados de los demás: “Porque mis iniquidades se han agravado sobre mi cabeza; como carga pesada se han agravado sobre mí” (Salmos 38:4). “Ríos de agua descendieron de mis ojos, porque no guardaban tu ley” (Salmos 119:136). Expresa también ferviente gozo y alabanza espiritual: “Porque mejor es tu misericordia que la vida; mis labios te alabarán. Así te bendeciré en mi vida; en tu nombre alzaré mis manos... Porque has sido mi socorro, y así en la sombra de tus alas me regocijaré” (Salmos 63:3-4, 7).
Esto, pues, demuestra que la existencia de fuertes emociones religiosas no es necesariamente una señal de fanatismo. Erramos gravemente si condenamos a la gente de exaltada simplemente porque sus emociones son fuertes e intensas.
Por el otro lado, el hecho de que nuestras emociones sean fuertes e intensas tampoco comprueba que su naturaleza sea verdaderamente espiritual. Las Escrituras nos muestran que las personas se pueden emocionar mucho en cuanto a la religión sin llegar a ser verdaderamente salvas. En el Antiguo Testamento, por ejemplo, la misericordia de Dios en el éxodo conmovió grandemente a los israelitas, y cantaron sus alabanzas--Éxodo 15:1-21. Sin embargo, pronto olvidaron sus obras. La entrega de la Ley en el Sinaí los animó de nuevo; parecían estar llenos de santo entusiasmo, afirmando, “Todo lo que Jehová ha dicho, haremos” (Éxodo19:8). Al poco tiempo ¡los vemos adorando al becerro de oro!.
En el Nuevo Testamento, las multitudes de Jerusalén profesaban admirar grandemente a Cristo, y lo alababan. “¡Hosana al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosana en las alturas!” (Mateo21:9). Pero cuán pocos de estos eran verdaderos discípulos de Cristo. Muy pronto las mismas multitudes estarían gritando, “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!” (Marcos 15:13-14).
Todos los teólogos ortodoxos están de acuerdo en que pueden existir sentimientos muy vivos en cuanto al cristianismo sin que haya una genuina experiencia salvadora.
El que nuestras emociones tengan un gran impacto sobre nuestro cuerpo no comprueba que sean o no espirituales.
Todas nuestras emociones afectan nuestros cuerpos. Esto se debe a la unión íntima entre cuerpo y alma, carne y espíritu. No es nada sorprendente entonces, que las emociones fuertes tengan, por consiguiente, un fuerte efecto en el cuerpo. Sin embargo, estas emociones pueden ser o naturales o espirituales en su origen. La presencia de efectos corporales no puede comprobar ni que la experiencia sea sencillamente natural ni verdaderamente espiritual.
Las emociones espirituales, cuando poderosas y fuertes, indudablemente son capaces de producir grandes efectos corporales. El salmista dice, “Mi corazón y mi carne cantan al Dios vivo” (Salmo 84:2). Aquí vemos una clara distinción entre corazón y carne, y la experiencia espiritual afectó a ambos. Otra vez dice, “Mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela” (Salmo 63:1). De nuevo se ve la clara distinción entre alma y carne.
El profeta Habacuc habla de como experimentó corporalmente la majestad de Dios: “Oí, y se conmovieron mis entrañas; a la voz temblaron mis labios; pudrición entró en mis huesos, y dentro de mí me estremecí” (Habacuc 3:16). Igual experiencia tuvo el salmista, “Mi carne se ha estremecido por temor de ti,” (Salmo 119:120).
Las Escrituras nos relatan revelaciones de la gloria de Dios que tuvieron fuertes efectos corporales en aquellos que las recibieron. Por ejemplo, Daniel: “No quedó fuerza en mí, antes mi fuerza se cambió