Se recibe con aprobación, pero nadie se humilla delante de Dios ni nadie es llevado a una comunión más íntima con Él por medio del mismo. Pero cuando un fiel siervo de Dios (que por la gracia no está procurando adquirir reputación por su «brillantez») hace que la enseñanza de la Escritura ilumine el carácter y la conducta, exponiendo los tristes fallos de incluso los mejores en el pueblo de Dios, y aunque muchos oyentes desprecien al que da el mensaje, el que es verdaderamente regenerado estará agradecido por el mensaje que le hace gemir delante de Dios y exclamar: «Miserable de mí.» Lo mismo ocurre en la lectura privada de la Palabra. Cuando el Espíritu Santo la aplica de tal manera que me hace ver y sentir la corrupción interna es cuando soy realmente bendecido.
¡Qué palabras se hallan en Jeremías 31:19!: «Me castigué a mí mismo; me avergoncé y me confundí.» ¿Tienes alguna idea, querido lector, de una experiencia semejante? ¿Te produce el estudio de la Palabra un arrepentimiento así y te conduce a humillarte delante de Dios? ¿Te redarguye de pecado de tal manera que eres llevado a un arrepentimiento diario delante de Él? El cordero pascual tenía que ser comido con «hierbas amargas» (Éxodo 12:8), y del mismo modo, a los que nos alimentamos de la Palabra, el Santo Espíritu nos la hace «amarga» antes de que se vuelva dulce al paladar. Nótese el orden en Apocalipsis 10:9: «Y me fui hacia el ángel diciéndole que me diese el librito. Y él me dijo: Toma, y cómetelo entero; y te amargará el vientre, pero en tu boca será dulce como la miel.» Esta es siempre la experiencia: debe haber duelo antes del consuelo (Mateo 5:4); humillación antes de exaltación (1ª Pedro 5:6).
3. Una persona se beneficia espiritualmente cuando la Palabra le conduce a la confesión de pecado.
Las Escrituras son útiles para «corregir» (2ª Timoteo 3:16), y un alma sincera reconocerá sus faltas. Se dice de los que son carnales: «Porque todo aquel que obra el mal, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean redargüidas» (Juan 3:20). «Dios, sé propicio a mi pecador» es el grito de un corazón renovado, y cada vez que somos avivados por la Palabra (Salmo 119) hay una nueva revelación y un nuevo confesar nuestras transgresiones ante Dios. «El que encubre su pecado no prosperará: pero el que lo confiesa y se enmienda alcanzará misericordia» (Proverbios 28:13). No puede haber prosperidad o fruto espiritual (Salmo 1:3) mientras escondamos en nuestro pecho nuestros secretos culpables; sólo cuando son admitidos libremente ante Dios y de forma detallada, podemos alcanzar misericordia.
No hay verdadera paz para la conciencia y no hay descanso para el corazón cuando enterramos en él la carga de un pecado no confesado. El alivio llega cuando abrimos nuestro seno a Dios. Notemos bien la experiencia de David: «Mientras callé, se consumieron mis huesos, en mi gemir de todo el día. Porque de día y de noche pesaba sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de verano» (Salmo 32: 3-4). ¿Es este lenguaje figurativo y vivido, algo ininteligible para ti? ¿O más bien cuenta tu propia historia espiritual? Hay muchos versículos de la Escritura que no son interpretados satisfactoriamente por ningún comentario, excepto el de la experiencia personal. Bendito verdaderamente es lo que sigue a continuación, que dice: «Mi pecado te declaré y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y Tú perdonaste la maldad de mi pecado» (Salmo 32:5).
4. Una persona se beneficia espiritualmente cuando la Palabra produce en él un profundo aborrecimiento del pecado.
«Jehová ama a los que aborrecen el mal» (Salmo 97:10). «No podemos amar a Dios sin aborrecer aquello que Él aborrece. No sólo debemos aborrecer el mal y rehusar continuar en él, sino que debemos tomar armas contra él, y adoptar ante el mismo una actitud de sana indignación» (C. H. Spurgeon). Una de las pruebas más seguras a aplicar a la supuesta conversión es la actitud del corazón respecto al pecado. Cuando el principio de la santidad ha sido bien implantado, habrá necesariamente un odio a todo lo que sea impuro. Si nuestro odio al mal es genuino, estaremos agradecidos cuando la Palabra corrige incluso el mal que no habíamos sospechado.
Esta fue la experiencia de David: «Por tus mandamientos he adquirido inteligencia; por eso odio todo camino de mentira» (Salmo 119:104). Fijémonos bien, que no dice «abstenerse» sino «odiar». «Por eso me dejo guiar por todos tus mandamientos sobre todas las cosas, y aborrezco todo camino de mentira» (Salmo 119:128). Pero lo que hace el malvado es completamente opuesto: «Pues tú aborreces la corrección y echas a tu espalda mis palabras» (Salmo 50:17). En Proverbios 8:13, leemos: «El temor de Jehová es aborrecer el mal» y este temor procede de leer la Palabra de Dios: véase Deuteronomio 17:18, 19. Con razón se ha dicho: «Hasta que se odia el pecado, no puede ser mortificado; nunca gritarás contra él, como los judíos hicieron contra Cristo: Crucifícale, crucifícale, hasta que el pecado te sea tan aborrecible como Él era para ellos» (Edward Reyner, 1635).
5. Una persona se beneficia espiritualmente cuando la Palabra le hace abandonar el pecado.
«Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo» (2ª Timoteo 2:19). Cuanto más se lee la Palabra con el objetivo definido de descubrir lo que agrada y lo que desagrada al Señor, más conoceremos cuál es su voluntad; y si nuestros corazones son rectos respecto a Él, más se conformarán nuestros caminos a su voluntad. Habrá un «andar en la verdad» (3ª Juan 4). Al final de 2ª Corintios 6 hay unas preciosas promesas para aquellos que se separan de los infieles. Obsérvese, aquí, la aplicación que el Espíritu Santo hace de ellas. No dice: «Así que, hermanos, puesto que tenemos estas promesas, consolémonos y tengamos satisfacción en las mismas», sino que lo que dice es: «limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (2ª Corintios 7: 1).
«Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he hablado» (Juan 15:3). Aquí hay otra regla importante con la cual deberíamos ponernos frecuentemente a prueba nosotros mismos: ¿Produce la lectura y el estudio de la Palabra de Dios en mí una limpieza en mis caminos? Antaño se hizo la pregunta: « ¿Con qué limpiará el joven su camino?», y la divina respuesta fue «con guardar tu Palabra». Sí, no simplemente con leerla, creerla o aprenderla de memoria, sino con la aplicación personal de la Palabra a su «camino». Es guardando exhortaciones como: «Huye de la fornicación» (1ª Corintios 6: 18); «Huye de la idolatría» (1ª Corintios 10:14); «Huye de estas cosas»: (el amor al dinero); «Huye de las pasiones juveniles» (2ª Timoteo 2:22), que el cristiano es llevado a una separación práctica del mal; porque el pecado ha de ser no sólo confesado sino «abandonado» (Proverbios 28:13).
6. Una persona se beneficia espiritualmente, cuando la Palabra le fortifica contra el pecado.
Las Sagradas Escrituras nos han sido dadas no sólo con el propósito de revelarnos nuestra pecaminosidad innata, y las muchas maneras por las que «estamos destituidos de la gloria de Dios» (Romanos 3:23), sino también para enseñarnos cómo obtener liberación del pecado, cómo evitar el desagradar a Dios. «En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti» (Salmo 119: 11). Esto es lo que se requiere de nosotros. «Recibe la instrucción de su boca y pon sus palabras en tu corazón» (Job 22:22). Son particularmente los mandamientos, las advertencias, las exhortaciones que necesitamos hacer nuestras y guardar como un tesoro; aprenderlas de memoria, meditar en ellas, orar en base a ellas y ponerlas en práctica. La única manera efectiva de tener un huerto libre de hierbas, es poner plantas y cuidarlas: «Vence con el bien el mal» (Romanos 12:21). Para que la Palabra de Cristo habite en nosotros más «abundantemente» (Colosenses 3: 16), es necesario que haya menos oportunidad para el ejercicio del pecado en nuestros corazones y en nuestras vidas.
No basta con asentir meramente a la veracidad de las Escrituras; se requiere que las recibamos en nuestros afectos. Es de la mayor solemnidad el darse cuenta que el Espíritu Santo especifica como origen de la apostasía el que «no recibieron el amor de la verdad para ser salvos» (2ª Tesalonicenses 2: 10). « Si se queda solo en la lengua o en la mente, es sólo asunto de habla y especulación, pronto se habrá desvanecido. La semilla que permanece en la superficie pronto es comida por las aves del cielo. Por tanto escóndela en la profundidad; que del oído vaya a la mente, de la mente al corazón; que se sature más y más. Sólo cuando prevalece como soberana en el corazón la recibimos con