precisamente esta necesidad de “exculpación colectiva” la que otorgó su alto nivel de aceptación a la teoría de los dos demonios y la que sigue primando en muchos sectores de la sociedad, aun cuando necesiten aclarar que “no están adhiriendo” a dicha teoría, al tiempo que sostienen sus líneas principales, muy en particular la ajenización de la sociedad con respecto al conflicto social y la homologación de “los violentos”.
Lo que resultaba una reacción natural de muchos argentinos, primero aterrados por la represión estatal y luego conmocionados por las revelaciones sobre lo ocurrido en los campos de concentración, fue capturado como parte del sentido común por los discursos del candidato presidencial Raúl Alfonsín (luego electo como primer presidente postdictatorial). En la misma línea, el escritor Ernesto Sabato, electo para presidir la “Comisión de Notables” encargada de la investigación sobre el período (la conadep, Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), podía representar en sus declaraciones a sectores importantes de la población porque había seguido su propio derrotero: primero cierta simpatía lejana por los reclamos populares, luego el alineamiento con el orden militar, por último, el asco, la condena y la “sorpresa” ante el conocimiento de las dimensiones del proceso represivo.
Ponerse “por afuera” del conflicto político de toda la década permitía ubicarse como “gente común” y quedar de este modo exculpados simultáneamente de la simpatía que pudieran haber sentido por muchas de las acciones y reclamos de las fuerzas contestatarias en los años 60 como del silencio, complicidad pasiva e incluso de ciertos niveles de participación en la propaganda del régimen dictatorial una década después. Demonizando a unos y a otros, muchos sectores de la población se podían ubicar en el cómodo rol de víctimas de “la violencia” y hasta condenarla con un dejo de “imparcialidad” por haberse sentido “engañados” por un régimen militar que había utilizado la clandestinidad para ejercer la represión.
La frase con la que abre el prólogo al informe Nunca más se transformó en la mejor síntesis de lo que luego se denominaría teoría de los dos demonios: “Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda”. Poner al terror en “los extremos” implicaba ajenizar al conjunto de la sociedad, conjurar los demonios que asomaban al haberse sabido parte (aunque fuera marginal, meros simpatizantes) no solo de una de las fuerzas, sino en algunos casos de ambas. Sectores que, desde 1955 en adelante, apoyaron primero la lucha de distintas organizaciones peronistas o de izquierda contra las dictaduras y los ajustes económicos que implementaban y, pocos años después, con la misma tibieza, apoyaron la represión a dichos movimientos de protesta, a los que ya veían como exageradamente radicalizados, en particular a partir del comienzo de acciones armadas de mayor envergadura como tomas de cuarteles o ajusticiamiento de miembros de las fuerzas armadas y de seguridad.
Sigue el prólogo planteando que “a los delirios de los terroristas, las fuerzas armadas respondieron con un terrorismo infinitamente peor que el combatido”. Esta es la frase que equipara responsabilidades, no desde una igualación tonta, sino a través de una concatenación causal: los “terroristas”4 son responsables de la violencia por haberla iniciado y desencadenado con ello la respuesta de las fuerzas armadas (que, en tanto respuesta, sería menos grave que la responsabilidad por iniciar el conflicto). Pero que resultó “infinitamente peor” porque “contaron con el poderío y la impunidad del Estado absoluto”.
En otras palabras, la equivalencia no pasa por plantear que actuaban del mismo modo ni que eran iguales, sino por equiparar sus responsabilidades como dos caras de “la misma violencia”: los dos “extremismos”, los unos desataron el horror, los otros lo llevaron a cotas demenciales.
Es interesante señalar que la documentación existente sobre el período no ratifica esta concatenación causal, por mucho que haya sido aceptada por vastos sectores de la población e incluso en la mayoría de los trabajos académicos y periodísticos sobre la época. La decisión de establecer un sistema de campos de concentración en la Argentina y de desatar un aniquilamiento de porciones significativas de la población no tenía como principal objetivo ni como detonante “derrotar a la guerrilla”, sino que fue decidido con anterioridad a la existencia de organizaciones armadas insurgentes. En los propios documentos y planes de acción de las fuerzas armadas argentinas, sus objetivos eran mucho más vastos y su “blanco” (en términos militares) era el conjunto de la población, con el propósito de transformar sus valores ético-morales y restablecer aquello que identificaban como la “occidentalidad cristiana”.5
Guillermo O’Donnell calificó, con precisión e intuición poética, a estos procedimientos como un sistema de “liberación de los microdespotismos”:6 la posibilidad de que cada figura de poder (en el trabajo, en la familia, en la calle, en la escuela) se viera autorizada para desplegar su disciplina, su arbitrio, incluso su capricho o su sadismo ante quienes se encontraban bajo su autoridad. Padres, gerentes, policías, maestros, directores fueron no solo autorizados, sino también instigados a participar en la recomposición de un principio de autoridad tiránico, que había sido puesto en cuestión en la sociedad argentina por la rebelión plebeya en los valores sociales que implicó el peronismo y que condensaba décadas de luchas conducidas por decenas de organizaciones previas (anarquistas, comunistas, socialistas), que incluso planteaban cuestionamientos mucho más radicales al orden que los del propio peronismo.
Rodolfo Walsh había detectado, a su vez, el carácter estructural de estos mecanismos de la represión en su Carta abierta a la Junta Militar, cuando sostenía en marzo de 1977 que “en la política económica de ese gobierno debe buscarse no solo la explicación de sus crímenes, sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”. El trabajo de Aspiazu, Basualdo y Khavisse, ya a esta altura un clásico,7 demostraría años después las transformaciones estructurales de la economía argentina que nada tenían que ver con la existencia o inexistencia de organizaciones armadas insurgentes y que constituyeron las determinaciones centrales del aniquilamiento: la transformación estructural de la sociedad argentina en un sentido productivo, lo cual requería reorganizaciones sociopolíticas previas a través del terror. En términos jurídicos modernos, podría caracterizarse como una “destrucción parcial del propio grupo nacional argentino”, un modo de descripción que el jurista judeopolaco Raphael Lemkin caracterizó como genocidio en el año 1943: “la destrucción del patrón nacional del grupo oprimido [... y] la imposición del patrón identitario del grupo opresor”.8
Por lo tanto, la lógica principal de narración del pasado operante en “los dos demonios” es que existió una violencia insurgente que desató una violencia infinitamente peor (porque fue implementada desde el Estado) y que la sociedad resultó víctima de ambas violencias (“fue convulsionada”). Siendo que lo que le cabe en el retorno democrático es “abjurar” de “la violencia” (concepto que iguala a los extremismos) y recuperar la paz, el diálogo y la convivencia, castigando a los responsables (tanto a los que desataron la violencia como a los que la combatieron utilizando métodos aún peores).
Alfonsín o Sabato buscaron representar a la sociedad “agredida” por los extremismos violentos y, de este modo, volvían inútil la pregunta (fundamental para cualquier proceso de elaboración de experiencias traumáticas) sobre el propio rol de cada uno de ellos o cada uno de nosotros en el conflicto social.
La teoría de los dos demonios se impuso en la década de los ochenta (y mucho más allá) no por su apego a la verdad, sino porque permitía a muchos clausurar la pregunta sobre su propia responsabilidad e involucramiento en los hechos, proyectándola tan solo hacia “los extremismos”, que pasaron a ser “demonios” y fueron arrancados tajantemente de la definición del “nosotros” argentino.
La “gente común” se sintió entonces con derecho para juzgar a quienes se comprometieron políticamente en la defensa de sus ideales, apostrofándolos desde la condena genérica a “la violencia”.9 A su vez, quedaban igualados aquellos que enfrentaban la injusticia con los que defendían el orden, en tanto ambos apelaron a “la violencia” para lograr sus objetivos. Y quedaban inmediatamente deslegitimados los dos, pese a que “la violencia” podía