Simone Arnold-Liebster

Sola ante el León


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y un buen sueldo. Disfrutan de prosperidad.

      Volvimos a oír la lluvia sobre el tejado. En el piso de abajo bebían más café y algo de alcohol: vino dulce casero las mujeres y algo más fuerte los hombres.

      La abuela comenzó a quejarse otra vez.

      —Adolphe, los responsables de que el dinero alemán pierda su valor son los franceses. Ellos son los vagos y no los alemanes —afirmaba rotundamente—. Son lentos, desorganizados… —la abuela no dejaba de hablar, no había discusión porque nadie podía intervenir.

      —¡Simone! ¡Angele! Bajad del desván. Ya no llueve.

      Alguien sugirió que aprovechando el buen tiempo, saliésemos todos a pasear. Pero tan pronto como llegamos a un cruce de caminos, el abuelo, mirando a la cima de la montaña, dijo:

      —Será mejor que no nos alejemos mucho de casa.

      Seguimos paseando hasta el final del prado, donde el tío Germain había plantado tres pinos junto a un banco de madera al borde del acantilado.

      Estaba muy mojado para que alguien se sentara, pero desde aquel lugar podíamos ver todo el valle: Krüth, donde había nacido papá; Oderen, nuestro pueblo, y Fellering, con sus dos iglesias, la católica en el medio del pueblo y la protestante a las afueras.

      Una vez pregunté a la abuela qué diferencia había entre las dos iglesias.

      —Los protestantes son enemigos de los católicos —me respondió.

      —Chicas, será mejor que salgáis de camino cuanto antes. —El abuelo señaló las nubes de color violeta.

      —Sí, y ¿veis esa niebla? —añadió la abuela—. Está subiendo, eso significa que bajará de nuevo en forma de lluvia. Si os dais prisa, podréis coger el primer tren y evitar calaros hasta los huesos.

      ♠♠♠

      Nada más llegar a casa, lo primero que hizo mamá fue cortar unas flores de nuestro jardín y “dar un poco de vida a la casa”. Las dalias rojas y amarillas en el florero de barro alsaciano de color gris y azul alegraron nuestra vida en la ciudad y le devolvieron el toque familiar.

      —Simone, ¿por qué no podamos las petunias del balcón?

      —¡Mira, mamá! ¡Mi azúcar ha desaparecido! —Yo había dejado un azucarillo en el balcón antes de irnos a casa de la abuela.

      Mamá sonrió:

      —Lo cogería la cigüeña.

      —Así es —la respuesta vino desde otro balcón. La voz pertenecía a una de nuestras vecinas, la señora Huber, quien añadió:

      —Ya se han ido. Tendrás que esperar por tu hermanito o hermanita. La cigüeña volverá en primavera y puede que te traiga un bebé.

      Aquí en Mulhouse, las cigüeñas traen a los niños, pero en Wesserling, son los niños los que escogen a sus mamás escondidos en una gran col. Sin embargo, en Mulhouse las coles nunca tienen niños, ¡sólo gusanos! Pero yo sabía que iba a venir un bebé, estaba segura, porque yo había escogido a la mejor mamá del mundo. Deseaba tanto un hermanito o una hermanita…

      De vez en cuando venían de visita otros niños, como las dos nietas de uno de los vecinos, el señor Eguemann.

      —Baja el perro a pasear y juega con ellas —decía mamá—. Puedes jugar a que son tus hermanas pequeñas.

      Pero yo no me encontraba cómoda con ellas. Su abuelo me miraba con ojos maliciosos cada vez que me veía desde que lo había pillado robando. Fue un día por la mañana temprano. Mamá me había encargado que le subiese el pan y la leche. Todas las familias colgaban una cesta y un bote con el dinero para el lechero y el panadero a la entrada del edificio: ocho cestas para todo el edificio de apartamentos. Cuando todos estaban durmiendo, el lechero pasaba con su carro tirado por dos perros, y el panadero, con su perro enjaezado, y llenaban cada cesta de acuerdo con la cantidad de dinero que allí había. Esa mañana pillé al señor Eguemann con la mano dentro de la cesta de otro vecino.

      Aun así, las nietas del señor Eguemann, Zita y yo conseguíamos pasarlo bien. Un día estaba tan entretenida jugando que no oí a mi madre llamarme para cenar. Al día siguiente pasó lo mismo.

      —Escúchame bien, —me advirtió mamá—. He tenido que llamarte de nuevo tres veces. ¿Qué crees que dirá la gente? “La niña de la señora Arnold es desobediente y la señora Arnold no es capaz de hacer que la obedezca.” —Con ojos amenazadores y serios añadió—: Si esto vuelve a ocurrir mañana, me temo que tendré que hacer contigo lo mismo que con la vaca Brumel. —Después de un largo silencio dijo—: ¡Ay de ti si tengo que llamarte por tercera vez!

      Yo estaba abatida y cabizbaja. ¿De verdad que me trataría como a la vaca Brumel? Mamá nunca me había zurrado antes, ni papá. Pero mamá podía hacerlo, y si lo decía, lo haría.

      Si de algo estaba segura es de que mamá cumpliría lo que había dicho y de que la obediencia era muy importante ahora que era una niña mayor. ¡Ya tenía seis años! Así que cuando me llamara para ir a cenar, tenía que estar preparada.

      Al día siguiente cuando mamá me llamó, me apresuré a recoger mis juguetes. Estaban esparcidos por todo el jardín. Oí que me llamaba por segunda vez. Me dirigía a casa cuando una de las niñas pequeñas se me cruzó corriendo y nos caímos. Su codo sangraba y ambas rompimos a llorar. Entonces oí que mamá me llamaba por tercera vez. Dejé a la niña y corrí escaleras arriba presa del miedo. La puerta estaba abierta y pude ver la pala de ping-pong sobre mi cama. Me puse blanca. Antes de que me pudiera dar cuenta de lo que pasaba, mamá me cogió por el jersey y me llevó hasta mi habitación, me puso sobre la cama, me bajó las braguitas y sin mediar palabra me dio con la pala sin titubear. Cuando se marchaba me dijo:

      —Cuando acabes de llorar, puedes venir y comerte la sopa. Si tardas mucho se te enfriará.

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      Seguí llorando y sollozando boca abajo. Lo que más me dolía era la vergüenza de ver mis nalgas desnudas y el dolor que sentía porque mamá no sabía que yo iba a obedecerla.

      Oí sonar el timbre de la puerta. Era el señor Eguemann. Quería que me castigasen delante de él por haber empujado a su nieta. Estaba aterrorizada. Mamá respondió con voz firme:

      —¡Señor Eguemann, de castigar me encargo yo, no usted!

      —¡Será mejor que su hija no vuelva a jugar con mis nietas nunca más! —amenazó.

      Mamá comprendió entonces lo que había pasado y porqué no había respondido a su llamada para ir a cenar. Se dirigió silenciosamente a mi habitación, me dio la vuelta suavemente y se sentó a mi lado.

      —He cometido un error y lo siento enormemente. Me siento muy mal por ello. ¿Podrás perdonarme? —¿Mamá me estaba pidiendo perdón? Eso hizo que dejara de llorar en el acto—. Anda, ven a comerte la sopa, te la calentaré. —Aunque todavía me ardían las nalgas, me sentía mucho mejor. Y al estar papá trabajando, tenía a mamá a mi entera disposición.

      Normalmente, después de cenar mamá pasaba algún tiempo conmigo. Ella me dejaba ir a la pequeña habitación que mis padres orgullosamente llamaban el “salón”. Sólo había espacio para el sofá verde, la butaca y una mesa con forma de media luna pegada a la pared. La gran pantalla de la lámpara que mamá había confeccionado en seda naranja daba