peleando.
Aunque las riñas familiares son comunes, el antagonismo entre ellas dos parecía reconcentrado. Curiosamente, Anna se dio cuenta que en su hogar había otras dos personas con grandes dificultades para llevarse bien, tantas como tenían ella y su hermana. Su padre y su tercer hermano, Warren (que había nacido poco después de Anna), reñían constantemente. Parecía que Warren siempre era «azotado» por cosas por las que cualquiera de los otros chicos se habría salido con la suya. Su padre parecía resuelto a mantenerlo «alineado». Por esta razón ella pensaba que era su deber (y también de su madre) ir al rescate de Warren cada vez que su padre lo «sacudía a azotes».
Su madre parecía llevarse bien con todos. Incluso, alguien la había descrito como «un ángel». Aunque en muchos casos ella y Anna no estaban de acuerdo, eran muy unidas. Sin embargo, a pesar de la bondad, gentileza y compasión, algo parecía totalmente fuera de lugar en el carácter de su madre: odiaba con todas sus fuerzas a los católicos. Se sabía que alguna vez había dicho que preferiría ver muerto a cualquiera de sus hijos y no casado con un católico. La oportunidad de cambiar de parecer se le presentaría a través de uno de sus hijos varones.
En este entorno campesino, Anna siempre tenía algo de qué ocuparse. Había que desherbar, limpiar, recolectar, lavar, plantar, coser, planchar o estudiar; su tiempo libre era mínimo. Anna sentía que no alcanzaba a hacer todo lo que ella quería, simplemente porque no había tiempo. Las familias debían trabajar duro para ganarse la vida con la tierra. La actividad secundaria de su padre era la construcción de casas y además tenía unas cuantas propiedades alquiladas, a fin de poder vivir con sus ingresos.
Para mayor complicación en su joven vida, a Anna le resultaba imposible escapar de la presencia de Vera; las dos compartían una misma habitación. En las pocas ocasiones en que las labores permitían que jóvenes amigos o primos las visitaran, Vera trataba de llevarse a los visitantes para otra habitación con fabulosas historias de divertidos juegos que podían practicar, «pero no con Anna». Con el tiempo, la hermana mayor empezó a mostrarse obsesionada cada vez que había visitantes masculinos. Mostraba un temor extremo de que ellos prestaran la más mínima atención a Anna. Le provocaba celos hasta la forma en que Anna lucía y actuaba; aunque Anna siempre pensó que la modelo era su hermana y no ella. Durante todo el tiempo en que crecieron juntas, Vera creyó que de Anna eran «todas las oportunidades» y de ella ninguna. Anna, en cambio, jamás creyó tener ventaja alguna.
A pesar de la presencia de su hermana, de chica Anna fue relativamente feliz mientras estuvo en casa. Tenía cuatro hermanos, dos mayores (Mitchell y Carl) y dos menores (Warren y Everett) para acompañarla, un padre a quien seguir los pasos cuando era posible escapar de los platos y las tareas del hogar, y los hermosos sueños de su edad adulta como madre, que ocupaban su mente. Sin embargo, en cuanto entró a la escuela su felicidad y cualquier alegría que pudiera tener, se desvanecieron.
No le tomó mucho tiempo darse cuenta de que las demás chicas no simpatizaban con ella. La consideraban poco femenina o muy coqueta, aunque ninguna de las dos descripciones era acertada. Aunque al principio se sintió herida por esa actitud, decidió que no importaba puesto que al fin y al cabo ellas tampoco eran de su agrado. Se sentía mucho más cómoda con los chicos, como sus hermanos, pero no se veía bien jugar con ellos, y ni siquiera hablarles. Así que empezó a andar sola.
Aunque en la década de 1910 podría parecer poco usual para una chica, con el tiempo ella empezó a sobresalir en dos cosas que podía disfrutar por su cuenta: la música y el baloncesto. El tiempo pasaba y ella seguía solitaria, sin compartir sus pensamientos con nadie y deseando que llegara el día en que tuviera un esposo y una familia. Finalmente llegó al octavo grado, cuando su vida daría un vuelco total. Aunque seguía estando muy sola, entró a formar parte del equipo de baloncesto de las chicas. No obstante, se pasaba buena parte del tiempo añorando alguien que a lo mejor ni siquiera existía, con quien pasar el resto de su vida.
Hasta que un día sucedió. Fue como verlo salir de la nada. Se llamaba Robert, y aunque era varios años mayor que ella (y ciertamente ignoraba su existencia), Anna supo que él era su príncipe ideal. Ella no tenía muy claro cómo lo supo, pero nunca puso en duda que Robert sería su esposo.
Ese «saber» fue apenas una de varias experiencias extrañas que forjarían su vida. En una de las primeras, ella estaba en la ciudad, en casa de una tía. Un lugar que había frecuentado docenas de veces antes; por la ventana de atrás podía ver los pantanos y los pastos, y también los árboles en la distancia. Pero en lugar de ser tranquila, de repente esa imagen se llenó de terribles premoniciones, como si ese temor hubiera estado muy profundamente dentro de ella todo el tiempo. Empezó a sentirse helada, muy sola y más aterrorizada de lo que jamás hubiera podido estar. Y de pronto se escuchó a sí misma murmurar: «Tengo que salir de este lugar . . . ¡Tengo que salir de este lugar!». El miedo desapareció casi tan rápido como había surgido, y todo lo que quedó fue el paisaje a través de la ventana trasera. Ella estaba en casa de su tía, sana y salva, pero lo sucedido la acompañaría siempre y lo recordaría más de veinte años más tarde en casa de Edgar Cayce mientras él presenciaba una escena similar contenida en los registros akásicos.
La experiencia con Robert fue parecida. Ella se encontraba en el patio de la escuela donde jugaban, reían y alegaban docenas de escolares. De repente, a ella se le ocurrió levantar la mirada de lo que estaba haciendo, en dirección a un grupo de estudiantes, no muy lejos de allí. Instantáneamente, en medio de todo el ruido, el alboroto del juego, y el rebotar de las pelotas, ella lo vio, y lo que pasó después la maravillaría durante el resto de su vida:
Todas a una, las voces empezaron a desvanecerse. Los chicos que jugaban en el patio fueron desapareciendo de su vista y ella se encontró completamente a solas con un muchacho que ni siquiera conocía. No había sonidos, nadie más estaba por ahí. Sólo existían ellos dos. Su asombro ante la escena la hizo perder la respiración y en ese instante el patio y todos sus chicos reaparecieron. De ese día en adelante, su sueño de un esposo tendría el rostro de Robert . . . pero pasaría mucho tiempo antes de que éste se diera por enterado siquiera de que ella existía.
Por fin, para principios del año escolar, Anna empezó a sentirse más cómoda con algunos de sus compañeros de escuela. Sin embargo, desafortunadamente para su reputación, la mayoría de ellos eran muchachos. Las engañosas e hirientes charlas entre algunas de las chicas continuaron, y hacia el final de su octavo grado, un incidente arruinaría su reputación.
Una noche en la que sus padres pensaban que ella estaba en una fiesta en el vecindario, en una aventura inocente ella y algunos amigos salieron en un auto. Sus amigos, todos muchachos, tenían «sus chicas» con ellos, y Anna simplemente iba en el paseo, soñando con Robert. El viaje empezó de lo más bien, pero en lugar de regresar pronto según lo planeado, el carro se averió a millas de distancia de su casa. Todas las otras chicas y chicos se las arreglaron para conseguir quien las llevara a sus respectivas casas. Sólo tres se quedaron—los tres que vivían cerca unos de otros—, Anna y dos de los chicos. Pasaron horas antes de que ellos tres consiguieran otro auto y los dos muchachos pudieran llevar a Anna a casa.
Su padre había ido a buscarla a la fiesta. Allí escuchó disparatados relatos de que Anna se había ido en un auto con «un montón de chicos». Las horas siguientes le dieron tiempo de sobra para que lo asaltaran los más terribles temores. Cuando el trío llegó al frente de la casa, él los estaba esperando, escopeta en mano.
Sin esperar una explicación, amenazó con matar a los chicos si alguno de ellos volvía a ponerle mano encima a Anna. Su hija trató desesperadamente de relatar lo ocurrido, pero el hombre estaba furioso y no escuchó ni una palabra de lo que ella le estaba diciendo. Temiendo por sus vidas, los dos chicos corrieron a toda prisa; y Anna fue «azotada» y enviada a la cama. Desafortunadamente, a la mañana siguiente lo sucedido se había esparcido como reguero de pólvora por todo el pueblo. Pero no era la historia del auto averiado, o del viejo con la escopeta, o de los tres amigos y su inocente aventura. Era una historia de la chica y todo tipo de imaginativos relatos de lo que ella había hecho a altas horas de la noche con dos muchachos.
Durante una semana, Anna no pudo llegar a ningún sitio sin que alguien la señalara y se cubriera la boca para cuchichear