que estaba allí. El idiota de Cochran probablemente lo había llamado.
Pero no dije las palabras en voz alta. Ella podría saber que no me agradaba saber que mi padre había venido aquí sin previo aviso, pero no necesitaba saber qué había sucedido.
Apariencias. Todo trataba de las apariencias.
En lugar de decir más, le di otro asentimiento y continué hacia la puerta de mi oficina. Cuando entré, vi a mi padre parado cerca de la gran estantería de arce manchada de negro en la pared del extremo izquierdo. Parecía estar leyendo los títulos, lo que me pareció extremadamente extraño. Nunca lo había visto leer un libro en su vida, a pesar de su posición con el gobierno de los Estados Unidos.
Mi padre, Michael Fitzgerald Quinn, senador del ‘Old Line State’ [Nota de la traductora: así se le conoce al estado de Maryland], luchaba por la perfección. A menudo salía a la luz durante eventos de oratoria en los que nunca dejaba de atraer a una multitud con la meticulosidad de sus palabras. Esa precisión se extendía también a su apariencia. Su cabello gris recortado nunca pasaba más de dos semanas sin un corte, y su rostro siempre estaba afeitado suavemente. Incluso su traje siempre estaba impecable. Maryland, un estado que normalmente votaba por los demócratas, parecía aceptar este gancho, línea y plomada de fachada pulida. Para cualquiera que realmente lo conociera, no era más que un disfraz para esconder al depredador debajo de la superficie.
“Papá”, dije, pasando a su lado y tomando asiento detrás de mi escritorio. Me negué a darle más cortesía de la que merecía.
“Robert Cochran llamó”, dijo, sin perder tiempo en llegar al punto de su visita.
“Supuse que esa era la razón por la que bajaste de Capitol Hill para venir a verme”.
“¿Por qué no estás manejando esto, Fitzgerald?”.
“Porque no quiero”, dije con naturalidad.
“¿Dónde está Devon? No es tan blando como tú. Encárgale eso”.
Nunca fallaba. El hombre rara vez me hablaba más de dos oraciones sin lanzar un tiro barato. Le lancé una mirada de impaciencia mientras contaba mentalmente hasta diez.
“Devon está en el Caribe en unas vacaciones muy necesarias, no es que necesite explicarte el paradero de mi socio. Ha estado trabajando duro. No le pediré que regrese para esta mierda, ni pondré a otro miembro de mi personal en ello. Arreglar un desastre para un político baboso que no puede mantener su polla en sus pantalones nunca estará en la agenda de la empresa”.
“Tu trabajo es arreglar la publicidad negativa. ¡Si esto se hace público, todo el partido sufrirá!”.
Suspiré, molesto porque estaba perdiendo el tiempo y encendí mi computadora.
“Puede que me hayas pintado una imagen como el solucionador de Washington, pero créelo o no, mi empresa se adhiere a un código de ética”, respondí mientras veía el pequeño icono de la manzana iluminarse. No iba a meterme en eso con él, había estado allí, y había hecho eso. Él sabía por qué nunca aceptaría a un cliente como Cochran, incluso si nunca lo entendiera o lo apoyara porque sus manos estaban igual de sucias.
“Ah, olvídalo. Es hora de que Cochran renuncie a su asiento de todos modos”, reconoció. “Últimamente ha estado recibiendo calor de ambos lados del pasillo por cuestiones no relacionadas. Claro, no queremos un escándalo, pero al menos nos da una excusa para expulsarlo”.
Levanté la vista, sorprendido de que se rindiera tan fácilmente. Mi padre nunca caía sin luchar.
“¿Entonces eso es todo?”, pregunté incrédulamente.
“¿Por qué discutir sobre eso? Sé como piensas. Eres débil, a pesar de todos mis esfuerzos por endurecerte. La única razón por la que te niegas a tomar su caso es por lo que sucedió entre tu madre y yo”.
Mi sangre comenzó a hervir al mencionar a mi madre. El maldito bastardo nunca perdía la oportunidad de mencionarlo. Todavía lo odiaba por lo que le había hecho, pero le encantaba recordármelo en cada maldita oportunidad.
“Oh, ¿te refieres a cómo la dejaste en la estacada después de que se enfermó?”.
Él se rió, con un sonido implacable y cruel mientras se sentaba en la silla frente a mí.
“Necesitas dejarlo pasar. Ella se marchó hace ya casi treinta años. Crees que no soy mejor que Cochran, pero hay algunas cosas que nunca entenderás, hijo”.
Mis dedos se apretaron alrededor del ratón de la computadora debajo de mi palma.
“Vete”, dije entre dientes, luchando contra el instinto de gritar. Normalmente estaba tranquilo, racional, excepto cuando se trataba de mi padre. Siempre sabía presionar los botones correctos. Aflojé el agarre del ratón de la computadora y fingí hacer clic en los correos electrónicos, necesitando una distracción antes de golpear al viejo.
Lamentablemente, continuó.
“¿Crees que no sé cómo te sientes? Te conozco mejor de lo que te gustaría admitir, y sé cuán leal fuiste y sigues siendo a la memoria de tu madre”. Hizo una pausa y se frotó la barbilla contemplativamente. “Pero, de nuevo, podríamos usar eso para nuestra ventaja. Perdiste a tu madre cuando eras solo un niño…, los votantes pueden demostrar simpatía. Tendríamos que realizar una encuesta, por supuesto. Eso combinado con…”.
“¿De qué estás hablando?”. Lo interrumpí. Sus divagaciones me estaban desgastando. Solo quería que él llegara al punto, y luego se fuera de mi oficina. “A los votantes no les importo. Solo les importan los políticos que terminan siendo mis clientes”.
“Se preocuparán mucho por ti en noviembre”.
¿Noviembre?
Lo miré con cautela. Mi padre siempre tenía una agenda egoísta, y estaba empezando a pensar que no había venido aquí solo por el tema de Cochran.
“¿Por qué viniste realmente a verme hoy?”, pregunté con cautela.
“No pasará mucho tiempo antes de que Cochran anuncie su renuncia. Su intento de contratarte fue simplemente un último esfuerzo. Él sabe que está fuera. Una vez que renuncie oficialmente, habrá un puesto vacante en Virginia. Serás tú quien lo llene”.
Sacudí mi cabeza, mis sospechas confirmadas.
Otra vez esto, no.
Había mencionado el tema de mi postulación para un cargo varias veces antes, pero no lo había tomado en serio. Sin embargo, había algo diferente en su expresión esta vez que hacía que mi interior se enfriara.
“Ya te lo dije antes, no me interesa la política”.
“No importa cuáles sean tus intereses. Ya no tienes otra opción”.
Ignoré su comentario y lo despedí.
“¿No tiene Bateman ya una picazón por postularse?”, pregunté, recordando una entrevista que había visto en uno de los canales de noticias locales hacía unos meses. “Deja que lo haga”.
“Bateman es un idiota. Se balancea demasiado fácilmente hacia el otro lado y no es seguro que gane. Ya he hablado con otros miembros del partido. Tú eres la garantía, no Bateman. Tienes el pasado y las conexiones familiares para hacerlo. La gente vota por aquellos que los hacen sentir cómodos. Y tú lo eres, Fitzgerald”.
“Estoy feliz de hacer lo que estoy haciendo. Devon y yo tenemos un negocio exitoso y lucrativo que no descuidaré. Incluso si quisiera, sería imposible. Las primarias son en dos meses. No puedo armar una campaña en tan poco tiempo”, insistí.
“Ya obtuvimos los números del comité exploratorio que reuní”, continuó como si no hubiera escuchado una palabra de lo que decía. “El Comité Senatorial Republicano Nacional ha acordado respaldarlo. No quieren a Bateman, pero tampoco quieren parecer sesgados. Si decide lanzar su sombrero a la carrera, no lo detendrán, pero tampoco obtendrá su pleno respaldo. Una vez que Cochran renuncie, será como si la carrera no hubiera sido disputada”.
“Incluso