que era una copia de la famosa Odalisca de Karl Brulloff, una bella mujer desnuda, sentada y a punto de vestirse con la ayuda de un esclavo feo de piel oscura. Antes de irse, el tío había enganchado los dos lados de la cortina, y solo se podía ver la cabeza de cabello negro de la Odalisca y un trozo del fondo. Al principio, Vadim se resistió al poder de los ojos oscuros de la mujer de piel blanca, pintada y a través del reflejo, por tanto doblemente falsa, diciéndose a sí mismo que había demasiados engaños en su contemplación de aquel objeto de arte, pero pronto no pudo apartar los ojos de aquella cara lívida, y le pareció que ahí, encaramado en los cojines, estaba observando la vida de alguien, como espiando a través de una antigua ventana. Tenía calor, la almohada de seda era agradablemente fresca; y dos estatuillas altas y esmaltadas de dos jóvenes indios, sentados con las piernas cruzadas en la parte superior de dos columnas tras los brazos del diván, eran como centinelas silenciosos para su languidez de ensueño. Vadim suspiró y comenzó a pensar en uno de sus poemas recientes.
Tintineo de llaves, cae la cadena; una puerta antigua se abre, los sueños murmuran,
conjurando, encantando; pensamientos más oscuros que miradas y palabras
más suaves que la nieve al caer; no se cansan del silencio, en ningún momento,
en algún lugar, en una puerta, chimenea o cachimba, a sotavento, a barlovento,
en la vieja casa con los errores y dolores,
siempre estuvo listo para los sueños. El zumbido blanco
fuera de las ventanas; es enero en el puesto de preparación.
En la contemplación del doble engaño del cuadro a través del viejo espejo, Vadim pasó algún tiempo tumbado en el diván hasta que la sed y el hambre lo obligaron a levantarse e ir en busca de lo que llamaban comida y bebida en esa casa; luego regresó al enrevesado engatusamiento de las cosas viejas y pintorescas. Sin mirar el cuadro, se echó en el diván y se quedó soñando hasta el crepúsculo.
Era tan agradable contemplar el abigarrado refinamiento de los indios esmaltados, sus expresivas cabezas con turbantes dorados y sus coloridas ropas orientales, sus pantalones bombachos, atados con cintos verdes con pequeños corazones azules, dorados en los tobillos y sobre las rodillas; de hecho, los pantalones rojos eran de dos tonalidades, la parte superior de las rodillas era púrpura adornada con flores doradas y verdes, y la inferior era escarlata sin ornamentos; sus chalecos cortos sin mangas y de cuello bajo estaban adornados con violetas brillantes a rayas doradas y verdes; sus zapatos violetas y verdes sobresalían debajo de sus piernas cruzadas; los brazos morenos tenían brazaletes dorados y los turbantes dorados tenían púrpura en la parte superior ―indudablemente, era agradable e incluso divertido contemplar estas estatuillas hábilmente labradas, y fantasear sentado en la oscuridad, pero no hoy―.
Los sueños, las plantas carnívoras que se colaban en el corazón, floreciendo ahí, flotando alrededor de los humanos como el humo de una cachimba; igual que el humo, los sueños se enroscaban y ramificaban para acabar desapareciendo. Las campanas sonaron suavemente; la figura china del pastor se inclinó ante su enamorada china seis veces, porque, según los mecánicos de Hamburgo, cada hora se celebraba con un beso. Cuando el pastor regresó a su cabaña de bronce, Vadim suspiró de nuevo.
Las aristas de las cosas y los muebles se difuminaban, fusionándose con el fondo oscuro y solo la cara blanca era distinguible vagamente en el espejo agrietado. Entonces, le pareció que el retrato se movía.
Las esquinas de los labios temblaban, y reconoció la sonrisa del día anterior de la señora, mirándolo desde el cuadro de la pared mientras se comía su porción de tarta de almendras en la mesa. Se sonrojó como una rosa. «¡Maldita bruja!». Recordando la vergüenza que había pasado y la pintura deteriorada, propiedad no suya, sino de sus parientes, que nunca le habían hecho ningún mal, saltó hecho una furia y al instante sus manos rápidas destrozaron violentamente la ligera cubierta de la imagen.
La famosa Odalisca desnuda estaba completamente vestida en esta copia del famoso cuadro, por capricho del artista o de algún comisario. Una larga túnica blanca cubría todo su cuerpo desde la parte superior de sus hombros, y su sonrisa resultaba ser aún más despectiva; el consabido esclavo hacía el otro trabajo, ofreciendo un aguamanil en lugar de ropa. Gruñendo, Vadim saltó del diván y se apresuró a salir del atardecer ensordecedoramente silencioso de la habitación.
Como si se tratara de una espantosa procreación de aquel silencioso atardecer, como una de las telúricas deidades vengadoras que emergen de la noche, la voz crepitante del conde Félix como una reminiscencia de la terrible conversación de la víspera, poco después de que Vadim fuese descubierto en aquella actitud, con los pies en el sofá, en la salita, mientras hacía algo con la ayuda de su cortaplumas en los ojos de la señora Récamier de la réplica de su retrato de François Gérard, sonaba en sus orejas enrojecidas: «…¡Vadim! ¡Vadim Korsak! ¡Estimado señor! ¿Cuál es la excusa para su mal comportamiento? ¡Annette y yo estamos esperando una explicación! La pintura ha sido comprada hace poco, pero no es la pérdida lo que me preocupa. Nos inclinamos a considerar su estado físico como una pérdida temporal de la cordura más que como una afrenta deliberada…»
En la inerte antesala, vio a Mitrich cómodamente echado sobre una gran cómoda y roncando, Vadim sintió repugnancia. «¡Maldita sea!… ¡Malditas cortinas y cuadros! ¡Malditas sean las habitaciones atiborradas y demenciales!». Se puso el abrigo y el gorro y salió corriendo.
–Oh… ¡Hola! ¿A dónde va? Yo, anoche…
Sonriendo, con un gran abrigo y el gorro cubierto de nieve por todas partes, Lodie Chartoborsky estaba frente a la entrada, aplaudiendo con las manos enguantadas y comenzando su relato sin prestar atención a la mirada disgustada de su amigo.
III
A la tenue luz de la farola, Vadim se sonrojó y empezó a palidecer de nuevo a medida que la narración de su amigo se hacía más y más poliédrica, y la realidad desmenuzada, hecha pedazos, comenzó a resonar y a recomponerse.
–Mi nota ha tenido efecto ―dijo Lodie en voz alta y jactanciosa, y Vadim le escuchaba, envidioso―, ¿Alguna vez se ha fijado en su figura? Va a cumplir dieciséis años, y el príncipe Borislav Aldan-Ussuri, con quien me relaciono, dice que… ―Estaba clarísimo que a Lodie se le daban mejor los asuntos amorosos que las matemáticas o la historia, mejor que a ninguno de los compañeros de Vadim, y Vadim creía todas las historias de Lodie sobre sus refinadas aventuras. ―… entonces dijo ella: «Momentos de pura dicha. Puedo sentir mi feminidad cada vez más húmeda y caliente. Oh, muchacho, ¿qué puede hacer una jovencita, sino recostarse y exhalar…?»
El año pasado, Lodie le contó un romance apasionado con una mujer casada y mayor que él, cuyo nombre mantuvo en secreto. Tuvo más de un encuentro con la señora, y después de que ella se fuera al extranjero, Lodie le mostró a Vadim una nueva inscripción en su reloj de bolsillo, sobre el centro de la cubierta de oro macizo, en lugar de iniciales o palabras, estaban grabados los enigmáticos números: «3 x 4 = 12». Impresionado e intrigado, Vadim no preguntó, aunque no estaba seguro del sentido exacto de la inscripción, y Lodie tampoco lo explicó, pero Vadim imaginó que se trataría de una aritmética amatoria que debía impresionar a una persona sin experiencia como él.
–Ella cautivó mi boca con la suya. Sus besos tan dulces, tan provocadores y tan placenteros mientras me movía dentro de ella. Nuestros gemidos se entrechocaban y se mezclaban hasta que no pude diferenciar en mis oídos lo que era ella y lo que era yo. Jadeaba, sentía temblar mi cuerpo. Mi mente daba vueltas mientras mi cuerpo llegaba al clímax una y otra vez… ―entonces Lodie reparó en Vadim―. Ahora escuche esto. Acompáñenos en la cena. Tengo un carruaje cerca. Vamos ahora mismo…
Vadim recordó sus problemas financieros. Tenía solo cinco rublos en el bolsillo, que era todo el dinero para esa noche y hasta el regreso de su tío, y este hecho lo detuvo; además, se temía acabar actuando de carabina acompañando a la pareja de amantes, por lo que finalmente se negó a ir con su amigo a ver a una mujer.
Lodie sacó su reloj de bolsillo. Si se marchaban al teatro, podrían ver el final del segundo acto del ballet El triunfo de Galatea,