Santo, según el misterio trinitario cristiano, es tanto Espíritu del Padre que ama al Hijo como Espíritu del Hijo que ama al Padre, pero se distingue en cuanto es verdadera Persona divina y no sentimiento, en cuanto es Amor infinito y lo infinito solo es divino. Además, este Amor infinito se desborda, según la teología cristiana, sobre los seres humanos, llamados a la divinización en lo eterno en la persona del Hijo glorioso, gracias al sacrificio del mismo Hijo encarnado.
Cristo procede de la Primera Persona y es Dios único con el mismo Padre y con el Espíritu Santo. Dice a sus discípulos: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Jn 14:9); «El que cree en mí, en realidad no cree en mí, sino en aquel que me envió. Y el que me ve, ve al que me envió» (Jn 12:44-45). Por tanto, el lavado de pies se desarrolla en primer lugar desde el Ser del Padre, en el sentido de actitud espiritual, de que servir al hombre forma parte de su propia esencia. Es algo inusitado, incluso escandaloso en tiempos de Jesús, según la Ley de la élite de Israel, es decir, quienes pertenecen o se mueven en torno al templo y el sanedrín, una especie de senado político y religioso en Jerusalén. Estos enseñan que Yahvé es el legislador y juez omnipotente, la suma majestad que ni siquiera puede nombrarse, la divinidad a la que todos deben servir incondicionalmente con temor y afirman que, si alguien traiciona ese deber, Dios lo castiga, en primer lugar, enviando desgracias y enfermedades al propio infiel y a sus descendientes y luego no concediéndole la vida eterna.
Sin embargo, no todos los jefes de Israel creen en la supervivencia después de la muerte: solo los miembros del partido de los fariseos. La idea de la resurrección de los muertos no es muy antigua, solo apareció entre los hebreos hacia el siglo II a.C, y todavía en los tiempos de Jesús el vértice de la élite religiosa de Israel, es decir, los saduceos, de cuya secta vienen los sacerdotes del templo de Jerusalén, piensa que premios y castigos, tanto para el afectado como para sus descendientes, se dan en esta vida y que después de la muerte no hay nada. La vida eterna es un concepto estrictamente fariseo y de la secta de los fariseos pasó al pueblo y es en esta tradición en la que se inserta, innovando, Jesucristo, que, según el cristianismo, es el primero entre los resucitados y la causa de la resurrección de todos los demás.
Antiguamente, la impresión común era que la lepra era la peor de las enfermedades, no solo porque en aquel entonces era incurable, sino también porque se consideraba un castigo divino por los pecados más graves. La Torah, es decir, la Ley hebrea, Impone al leproso un aislamiento absoluto del resto del pueblo. Es un marginado que, al salir a la calle, debe gritar a todos su estado, para que se retiren a su paso, no solo para no contagiarse, sino, ante todo, sino para que no se produzca una impureza religiosa y no se pueda volver a adorar a Dios en el templo, salvo después de una larga serie de actos de purificación: el orden se había invertido con el paso del tiempo y el verdadero objetivo, la salud general, que había sido cubierto por la religión por los antiguos sacerdotes para favorecer la obediencia de la norma, se convirtió en secundario, de forma que el medio se convirtió en fin. Por tanto, en los tiempos de Jesús, el leproso se veía como un pecador imperdonable y ya muerto para la sociedad. Cristo, al iniciar su vida pública, de una señal primera y muy fuerte de que es realmente Dios curando a un leproso y, además, aun siendo este impuro según la mentalidad vigente, lo toca, siendo intocable, con gran escándalo de los biempensantes de aquel tiempo. Se empeña, en resumen, en dar la vuelta a la mentalidad social: Dios, por amor, se pone voluntariamente al servicio de los hombres y no pide que le sirvan, sino que le imiten; la pureza e impureza están en las decisiones buenas o malas y no en ninguna otra cosa. ¡Imaginémonos cómo pudieron acoger esta Revelación los sacerdotes y los escribas-fariseos! En el cristianismo, como dicen los Hechos de los Apóstoles: «El Dios que ha hecho el mundo y todo lo que hay en él no habita en templos hechos por manos de hombre, porque es el Señor del cielo y de la tierra. Tampoco puede ser servido por manos humanas como si tuviera necesidad de algo, ya que Él da a todos la vida, el aliento y todas las cosas» (Hc 17:24-25). ¿Dónde acabaría entonces el poder de los sacerdotes, que al trabajar en el templo actúan como intermediarios con la Divinidad? ¿Dónde el de los escribas, es decir, los doctores de la Ley? El Nuevo Testamento en la primera epístola de San Pedro, no dice que la Iglesia es enteramente un pueblo de sacerdotes: «Vosotros, en cambio, sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido para anunciar las maravillas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pd 2:9). Como todos los cristianos forman parte de la Iglesia, por tanto, todos son sacerdotes, e incluso el creyente laico puede dirigirse directamente a Dios, ya no hay necesidad de intermediarios poderosos y a sueldo, como en Israel. Con el cristianismo ya solo existe la figura del presbítero, literalmente el anciano, el único habilitado por la Iglesia para consagrar la Eucaristía, pero ya no la del sacerdote que ofrece animales en sacrificio a Yahvé en nombre de los fieles. En la Eucaristía, el cristiano creyente y practicante se siente y está realmente en comunión directa con Dios: hablo de católicos y ortodoxos y en general aquellos fieles que creen en la presencia real de Cristo resucitado en el pan y el vino consagrados.
Normalmente los protestantes consideran la Eucaristía como un simple recuerdo de la última cena de Jesús. No lo luteranos, ya que, para Lutero, Cristo estaba realmente presente en la propia Eucaristía, según lo que llamaba la consustanciación: para él, la sustancia del pan y el vino permanecía invariable, pero a ella se añadía la presencia real de Cristo tras la consagración.
Este Dios que ama sin condiciones es una idea perturbadora que libera finalmente del temor y llena de alegría a los miembros de la primera Iglesia, pero que es tan contraria al sentido común que, después de un tiempo no muy largo, se nubla en no pocos cristianos, a pesar de estar tan claramente escrita en el Nuevo Testamento.
Un Dios mal entendido
Todavía hoy hay creyentes que entienden a Dios más como se concebía antes del cristianismo que como lo presenta Jesús en los evangelios: no el Dios que llena de maravilla porque es totalmente distinto del que concibe la mente humana, sino dibujado a imitación del egocéntrico del hombre. En el fondo, Dios es concebido por esos cristianos como el Yahvé irritable y a menudo ofendido de muchos versículos del Antiguo Testamento (aunque la figura del Dios amoroso no está tampoco ausente en él, como he indicado en la obra ya citada El viento del amor: Una aproximación histórica a la revelación progresiva del Dios-Amor en el Primer Testamento.
Si parte de los fieles ven a Dios como la severa y a veces airada Divinidad presentada en los acontecimientos veterotestamentarios, entre los ateos, término, por otro lado, bastante genérico,7 hay quienes imaginan además que el Dios de los cristianos no es muy distinto de un Zeus o un Baal, o sea, como un dios pagano que desprecia a los seres humanos y está siempre listo para castigar a quien no rinda culto a la perfección o destaca por cualquier buena cualidad. Para estas personas, Dios no existe, porque, si existiera, sería, por tanto, solo un tirano prepotente para los hombres, amenazándolos con el infierno por cualquier error y, por tanto, al ser por el contrario Dios perfecto por definición y, por tanto, bueno, para ellos Dios no puede existir.
Encontramos una mentalidad similar en una categoría particular de creyentes, la de los adoradores del diablo, quienes, a diferencia de los anteriores, creen en la existencia de Dios, pero, entendiendo mal su figura, como los primeros, y, en nombre de una presunta libertad del tirano divino, eligen acabar en la muerte eterna: exactamente en el infierno. Este se entiende normalmente, al contrario que en ateos y agnósticos, no como la privación de Dios (es decir, la nada, porque todo existir está en Dios), sino literalmente, al estilo de Dante, por decirlo así.
Estudios derivados del Vaticano II han despejado lugares comunes que se habían acumulado a lo largo de los siglos, entre ellos entender obligatoriamente el infierno al pie de la letra. Pero resulta lamentable que estos argumentos se hayan difundido tan poco, incluso entre los creyentes. He intentado en su momento hacerlos menos desconocidos en el ensayo La vita eterna – Saggio sull’immortalità tra Dio e l’uomo, Prospettiva Editrice, 2002. Está descatalogado desde hace mucho tiempo, aunque se puede encontrar la misma argumentación en otra obra mía bastante más reciente, editada por Tektime en libro y e-book: La transformación: Sobre el cuerpo glorioso espiritual y sobre la nada eterna infernal.
En el fondo, esta idea de una divinidad autoritaria