Daniel Sorín

El cerco


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      El cerco

      Daniel Sorín

       Colección Espejo Negro

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       Daniel Sorín

       El cerco

      E-Book

      ISBN 978-987-42-8936-0

      © 2019, Al Fondo a la Derecha Ediciones

      José Cubas 3471 (C1419), Buenos Aires, Argentina.

      www.alfondoaladerecha.com.ar

      © 2019, Daniel Sorin.

      www.danielsorin.com

      Diseño de tapa e interior:

      Al Fondo a la Derecha Ediciones

      Reservados todos los derechos.

      Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Hecho el depósito que marca la ley 11.723.

      a la memoria de Daniel Muxica

      Advertencia

      La que sigue es una historia de ficción y los personajes que la urden, completamente inventados. No obstante, será verdadera o falsa según lo que estos términos signifiquen al atento lector. Pero, en cualquier caso, no es real.

      Una profecía: la democracia, la universalidad, la igualdad, no serán capaces de satisfacerlos. Cada vez será más fuerte en ustedes el deseo de la dualidad —de un mundo doble—, doble pensamiento, doble mitología... profesaremos en el futuro dos sistemas distintos a la vez y el mundo mágico encontrará su lugar al lado del mundo racional.

      Witold Gombrowicz, Diario.

      El ascenso de lo imposible

      1

      La inspiración no es un soplo divino, los dioses permanecen desatentos a nuestro destino. La inspiración tampoco responde al plexo pedregoso que llamamos voluntad, y menos aún a trabajosas búsquedas interiores. La inspiración es, al fin, un enigma.

      Para lograr su amistad se han ideado numerosas alquimias, pero todo ha sido inútil; ni los más férreos empeños ni los más eróticos sortilegios consiguieron atraerla. Y, cuando al fin se hace presente, no es más que una acompañante desamorada a quien no conseguimos retener.

      La inteligencia de ciertos ritos, esas ceremonias repetidas sin pudor, esos gestos sostenidos por la fe o por la angustia, y aquellos actos, pequeños, diarios, a condición de porfiados, crean la ilusión de convocarla. Pero en realidad, solo disponen de nuestra alma vacía para su llegada. Fríos en el desierto interior le ofrecemos una bienvenida de júbilo, pero, sorprendidos por su arribo, no podemos con el pavor de su segura despedida.

      Esquiva, indiferente, lo mejor es olvidarnos de su existencia; ya vendrá, aunque no sepamos cuándo. La Inspiración tiene, como su prima hermana, la Muerte, una cita impostergable con nosotros. Porque no hubo, en la inmensidad del tiempo, hembra o varón que no se apagase, ni que haya permanecido ajeno a su luz diáfana. Todos la merecemos, aunque más no fuese una sola vez en la vida. De tal suerte, solo nos debe importar una cosa: qué haremos con ella, la amada desamorada e infiel, cuando finalmente se aparezca delante de nosotros.

      Durante años había trajinado madrugadas de lecturas inquietantes. Conocía a Lovecraft de memoria y estaba seguro de que si un día afortunado recorriese Providence, en el legendario Rhode Island, nada podría resultarle ajeno.

      También había desempolvado la sabiduría esotérica del medioevo. Sepultado el imperio de la razón, buceó en los intrincados conocimientos de los alquimistas. Tuvo su golpe de suerte cuando accedió a los dos tomos de la Enciclopedia de las piedras, la misma que Jacques Leroi escribió, ya internado en el manicomio, durante los años de entreguerras.

      Por fin, apoyándose en la simple evidencia de que nadie en su sano juicio se hace pasar por descendiente de Abraham, estudió la Cábala con un erudito al que visitaba tres veces por semana en su estudio de la calle Salguero. A él le debía centenares de horas de lectura y cierto manejo de la lengua del desierto.

      Logró percibir el mundo que lo rodeaba de una manera que juzgó tan compleja como armoniosa; sin embargo, la revelación de los universos ocultos, por extraordinaria que fuese, no lo había inspirado.

      La inspiración le llegó gracias a un libro que no intentaba comercio alguno con lo oculto. Cuando dio vuelta la última página, sospechó que algo estaba por dejarse ver; entonces esperó sentado en el sillón hasta que, pasadas las tres de la mañana, mientras la luz amarillenta de la lámpara lo acariciaba, su alma abierta logró reconocerla.

      La inspiración estaba allí, con él.

      Aunque toda idea es un préstamo, su nacimiento es un gesto maravilloso. Primero fue una imagen, cuerpos quietos y sangrantes, veredas rotas y basurales y asco en el estómago. Después, un concepto, o varios: limpieza, orden, jerarquía, poder. Un hombre tullido y olor de sábanas meadas.

      Permaneció quieto, sin mover ni un músculo.

      A las cuatro imaginó un resplandor acompañado de un sonido seco. Es una alarma, pensó, y emocionado consiguió, después de un desesperado esfuerzo, palpar la idea.

      La vida, se dijo, ya no será algo que transcurre en algún otro lugar. Cerró el libro y lo dejó en la mesita circular, sobre la carpeta de hilo que había tejido su abuela. Cansado, se durmió sabiendo que, después de años de búsqueda, la inspiración se había hecho presente.

      A la mañana era otro. Se desperezó frente al ventanal, puso música, cortó dos anchas rebanadas de pan que untó con manteca y tomó la botella de la mesa. Fue hasta el sillón y observó el libro. Es una buena historia, se dijo, algo rancia, quizás de otro tiempo, pero buena. Diario de la guerra del cerdo, se leía sobre un fondo marrón oscuro y más abajo, en letras que habían sido doradas, Adolfo Bioy Casares.

      2

      Ya hacía un largo tiempo que esperaba cuando la luz se apagó. El anhelo le dibujó una sonrisa breve pero no se apuró: tenía un plan e iba a cumplirlo. Prudente, aguardó una hora más hasta estar seguro de que las pastillas hicieran su efecto; después se colocó los guantes de látex y trepó hacia el balcón.

      El frío y un viento del sur inusualmente fuerte le mortificaban el cuerpo. La cara posterior del cuello, los pies, los muslos apenas defendidos por un pantalón que ahora resultaba demasiado fino. Fue al ganar la barandilla que pensó en el buen augurio de una noche oscura, la luna oculta tras espesas nubes.

      Ya del otro lado, en cuclillas, el oído atento y la respiración intranquila, ordenó sus herramientas. Cada vez que presumía algo fuera de control, ordenaba. Lo que fuese, lo que tuviera a mano. De pequeño iba hasta la mesa redonda donde esperaba el ajedrez de su padre: los caballos debían mirar hacia adelante, así como la boca de los alfiles (un tajo, esa mueca congelada en un rostro sin ojos) y las coronas de los reyes, jamás de perfil, nunca de soslayo, los monarcas otean al enemigo de frente y con mirada soberana.

      Sin apuro fue dejando las herramientas sobre las cerámicas azules, una al lado de la otra, ordenadas por tamaño de mayor a menor. Al final tomó los tres círculos —fundición de aluminio y pintura horneada, una joya alemana—, los apoyó sobre el vidrio y bajó la palanca. Los círculos agrandaron su concavidad, crearon un vacío silencioso y fueron uno con el cristal. Después tomó el cortante, trazó una línea a la derecha y otra a la izquierda, una tercera arriba, para terminar con una final abajo. Suspendió la respiración, aguzó el oído y golpeó con su mano enguantada hasta que el rectángulo se desprendió. En el silencio de la noche liberó los círculos del cristal. Luego entró.

      El departamento parecía ajeno a todo cuidado cotidiano, las paredes estaban