dormida.
Se acercó. Los cajones de la cómoda estaban abiertos y la colcha bajaba hasta derramarse como lava hirviente sobre el piso de madera. Encima de la mesita de luz había un frasco de somníferos y un vaso sin agua. La cama era un desastre, las sábanas arrugadas velaban el cuerpo dormido, doblado sobre sí mismo. Se puso en cuclillas y acercó su rostro al de ella; a veinte centímetros sintió la respiración de la mujer, lenta, con la serenidad que da el agotamiento. Se arrimó más, quince, diez, cinco centímetros, las narices al borde de rozarse.
Después se irguió. Sacó el frasquito del bolsillo de su campera, lo abrió y lo sostuvo cerca de los delgados labios de la mujer, que no hizo, que no tuvo, que no pudo ensayar gesto alguno. Paciente, esperó tres minutos, después buscó en el otro bolsillo.
El metal brilló en la oscuridad; el movimiento preciso, breve, austero. Dejó que los pies bajaran por el costado de la cama, el lugar estaba tan sucio que no se preocupó por las manchas.
A unas diez cuadras sacó del bolsillo el celular que había tomado de la habitación; pulsó el uno y marcó el número del destinatario. Al dar vuelta la esquina lo arrojó dentro de un volquete, junto a trozos de mampostería y los restos de una estantería metálica.
Lo había hecho, sonrió, y se quitó los guantes de látex.
Hija de los reyes de Troya, supo ser sacerdotisa de Apolo, el hermoso dios del Sol, los vaticinios y la música. Tan ávida como ardiente, Casandra pactó con él un encuentro carnal: sería suya a cambio de que le concediese el don de la profecía. Pero cuando la paica accedió a los transparentes arcanos de la adivinación, no tuvo mejor idea que incumplir el arreglo. Sorprendido por la traición, Apolo la maldijo escupiéndole en la boca: la ingrata seguiría conservando su don, pero nadie, ni el más suspicaz ni el más crédulo creerían jamás sus vaticinios. Así fue como Casandra anunció inútilmente la caída de la ciudad. Estorbaban a los troyanos las advertencias de esa loca y franquearon el paso al majestuoso caballo.
López estaba en la redacción cuando se enteró.
—Todavía no lo sabe nadie —le dijo su confidente—, fue en su departamento, estaba completamente desangrada.
—¿Seguro?
—López, ¿cuándo le fallé?
—La vez que me dijo que el bigotudo no renunciaba —contestó López, envuelto en el humo de su Parisiennes. Estaba como su estómago, amargo y revuelto.
—Esa vez nos equivocamos todos, si hasta el mismo comisario lo había asegurado. Ahora le bato la justa, López.
—¿Está seguro de que murió?
—Totalmente.
Después de cortar buscó un par de monedas en los bolsillos de sus pantalones y fue a la máquina de café. Volvió con un capuchino grande. Nunca le había gustado el café de esa máquina, le sabía demasiado suave, pero él tenía el remedio: le agregó un sobre de azúcar y dos cucharaditas del café instantáneo que guardaba en el tercer cajón de su escritorio. Encendió otro cigarrillo, retuvo el humo en los pulmones y, cerrando los ojos, se preguntó cuánto tiempo tendría.
Pero las sumas y restas de su pensamiento se suspendieron abruptamente cuando desde arriba —a López las revelaciones siempre se le aparecían desde arriba— bajó la consigna:
EN EL NEGOCIO DE LAS NOTICIAS NO SE PIENSA, SE ACTÚA.
Anuncio transparente, si los había. Todavía confuso por lo inesperado de la revelación, se quedó quieto con la mirada abandonada en el cielorraso. “En el negocio de las noticias no se piensa, se actúa”, repitió en voz alta.
Y bien, adelante... ¡actuá!
¡Ya!,
¡actuá!
Buscó en su agenda, el dedo índice, amarillo hasta la falange, marcó 4372...
“Usted se ha comunicado...”.
Tengo algo, pero es por poco tiempo.
“Si sabe el interno...”.
Se va a caer de culo. Le voy a pedir cinco, o diez... no, diez es mucho, cinco está bien.
“En un momento lo atenderemos”.
O que me haga entrar, tengo experiencia, le voy a venir bien entre tanta pendejada inútil.
—Hola, muchas gracias por esperar.
—Señorita, me comunica con el señor Vázquez.
—¿De parte de quién?
—López, Lorenzo.
Por qué mierda se lo digo al revés, “López, Lorenzo”, hay que ser nabo, ¡hace treinta y cinco años que hice la colimba! Eso me pasa porque me llamo Lorenzo, nombre de mierda. ¿En qué andarían pensando cuando me lo pusieron? Lorenzo, el coronado de laureles; laureles las pelotas.
Levantó la vista, vio la placa roja en el televisor, pero no le prestó atención.
Quizás debía pedirle dos o tres mil, claro que mejor estaba un puesto. Nada de relación de dependencia, un contrato y él facturaba. Mientras tomaba el primer sorbo de café, vio reflejos rojos en el vasito de telgopor. Ya vería qué le iba a decir, ¿pero cuándo?, si en cualquier momento escucharía la voz aflautada de Vázquez, “¿qué quiere, López?”, que significaba: otra vez molestando, López. Tenía que resolverlo ahora. ¿Qué iba a decirle? Solo sabía que la habían matado, pero debía callar, esa información era lo único de que disponía para negociar.
Tomó el último sorbo de café, el líquido tibio pasó por su garganta, cuando bajó la mano descubrió, atrás, en el televisor, la placa roja. Entonces la leyó, decía en grandes letras blancas: “Mataron a Casandra”.
—Hola, ¿qué quiere López?
María de las Nieves Gutiérrez había nacido veintisiete años antes en la localidad de Moreno, en el oeste del cercano conurbano porteño. De padre mecánico y madre peinadora, María de las Nieves asistió a una escuela religiosa desde los temerosos tiempos de la infancia hasta los confusos en que completó la secundaria. Después de un turbulento viaje de egresados, trabajó en un supermercado, en una cadena de perfumerías y en varios locales de ropa de un frecuentado shoping del barrio de Palermo.
Su vida se reducía a dos madrugadas de música fragosa, en las que abandonaba su cuerpo a la calurosa electricidad del baile; consumía entonces alcohol en abundancia y alguna droga esporádica. Ajena a sí misma, no lograba llenar el vacío ni el vago augurio que la perseguían desde niña, tampoco curar la futilidad de un sexo sin hambre, saciado sin mérito antes de la final perplejidad del sueño.
Hasta que a los diecinueve años quedó embarazada. Después del primer momento de zozobra, María de las Nieves dejó de intentar colmar el desierto interior que la dominaba. Su nuevo estado suspendió la búsqueda, que se adelgazó hasta desaparecer.
Para tranquilidad de la joven madre y desasosiego de los turbados abuelos, el padre de la criatura desapareció sin dejar rastros. María de las Nieves se ocupó de su hija, una rozagante niña a quien llamó Lorelei, con observante exclusividad durante los siguientes años.
A poco de cumplir veintidós años sintió, otra vez, el vacío; fue cuando tomó la decisión. Una tarde de domingo sin fútbol, le dijo a su padre, el mecánico, que al día siguiente saldría a buscar trabajo. Un mes después, sus rasgados ojos verdes y su boca de delgados labios aparecían en la publicidad de una reconocida fábrica automotriz francesa. “Un sommeil fait une réalité”, decía la delicada voz femenina. El auto gris avanzaba