Daniel Sorín

El cerco


Скачать книгу

conductora asintió con un movimiento de cabeza y esperó, estaba ansiosa.

      —Usemos el término correcto, duro pero castizo.

      Vamos, vamos, decilo de una vez, deseó la mujer.

      —Matar a una puta no es una venganza divina, es un asesinato.

      La sonrisa de la conductora se transformó en una terrible mueca de horror.

      —¡Usted es un animal! —le dijo durante el corte.

      Y después, dirigiéndose al director:

      —Sacame a este grosero de aquí, no estoy dispuesta... —y rompió en llanto.

      “Horror en el espectáculo —la voz sonaba dramática—. ¿Qué tienen en común las muertes de Casandra y Mora”. Pero las cosas no salieron como el productor las había imaginado y, cuando terminó la emisión, él ya sabía que los números del minuto a minuto no eran nada halagüeños. Con un país pendiente de la televisión, ellos apenas habían arañado los quince puntos.

      —Quince no está mal —le dijo con sonrisa suave la chupamedias de su asistente.

      Ni la miró. No estaba mal si Tato Beraja no hubiera hecho veintidós y el Inglés —¡el Inglés!—, que jamás soñó llegar a los dos dígitos, no les soplara la nuca con un increíble catorce cinco.

      Tato Beraja no lo merecía, si ni siquiera lo había pensado. Fue pura casualidad que la mina del escote, que nadie la conocía, dijese eso de que “cada una se gana la vida como puede”. Y al día siguiente una corista invitada dijo “por algo la habrán matado” y los números de Beraja se fueron a las nubes, pero fue nada más que suerte, porque él ni se lo había imaginado.

      —Es una inmundicia, no tiene vergüenza —le dijo la asistente chupamedias.

      No tiene vergüenza, ¡claro que no tiene vergüenza, y yo tampoco!, ¡la puta madre!

      Y el Inglés, ¡ese también la pegó!

      Tenía dos móviles y no pasaba nada, ni siquiera se movía la aguja del minuto a minuto. Pero justo cuando estaba haciéndole un reportaje a la madre de Casandra (la mina estaba destruida) llegó la Gorda Mesa, toda vestida de negro, el escote dejando ver media teta, el cabello hecho un nido y el rímel corrido. A los gritos entró. Que tenían los días contados, que la iban a matar a ella también. Y estalló en llanto. Eso no hubiese sido nada, segundos después profirió un alarido animal que saturó los micrófonos y cayó al piso presa de convulsiones. El Inglés se hizo el caballero y pidió al director volver al estudio mientras a la Gorda le daban un vaso con agua. Con esa suerte, cómo no iba a llegar a los catorce puntos.

      Y nosotros ¿qué hacíamos después de haber prometido horror en el espectáculo?: un reportaje al plomo del comisario Bermúdez.

      —No hay pruebas de que las muertes estén relacionadas —dijo el tipo.

      —Comisario, se dice que ambas murieron en circunstancias parecidas.

      —No puedo contestarle por el secreto de sumario.

      Y no hubo caso. Bueno, caso había, pero para eso, en vez del nabo que preguntaba tenía que haber estado un periodista inteligente, audaz, con sangre en las venas. Un animal carnívoro y no ese papanatas. “Se dice que ambas murieron en circunstancias parecidas”. ¡Desangradas!, estúpido; decí de-san-gra-das. Y secreto de sumario, las pelotas, yo te estoy diciendo lo que vos no podés decir. Pero no, el nabo tenía buenos modales, “se dice”, “circunstancias parecidas”. Un boludo.

      4

      El pibe se sentó a la barra y pidió un sándwich de salame y un fernet con Coca. Hacía una semana que no salía a la calle, en realidad solo había salido de su habitación para ir al baño y para abrir la heladera. El cabello lacio le caía hasta la línea del mentón, lucía bigote ralo de adolescente, pantalones raídos y un pulóver marrón que olía a cigarrillo.

      Mientras masticaba, miró por el canal que solía ver su madre a una mina que estaba fuera de sí. La mujer —enorme, gordísima— se cayó al piso y el conductor dijo que le darían unos minutos para que se repusiera, tras lo cual empezó a hablar con un tipo que, muy serio, explicó cómo se desangraba un cuerpo.

      Increíble. ¿Sería que la yerba le había pegado mal? ¡Cómo se desangra un cuerpo! Mejor bajar un poco, se dijo, y pidió otro de salame y otra Coca con fernet. Se enteró de que habían matado a otras dos mujeres y que por eso la mina pensaba que ahora iban por ella.

      Hacía años, cuando apenas tenía once, mientras contemplaba la ciudad desde la terraza de un edificio de veinte pisos, observando esos cuerpitos que abajo se movían con febril empeño, se había dicho que no veía lo que veía. Es que hasta ese momento había percibido la vida con ojos de niño, pero ahora sabía que nada era lo que parecía.

      Tenía once años y lo acababa de comprobar. Esa mañana había llegado de improviso, había abierto la puerta del departamento “A” del vigésimo y último piso, y había caminado por el pasillo para terminar viendo a su madre encima del hombre equivocado. El cabello revuelto, la piel blanca, pecosa y húmeda, las tetas al aire y la boca abierta gimiendo. Fue demasiado para sus once años, salió disparado y, sin saber adónde ir, había subido a la terraza.

      Mientras veía desde arriba a la gente, se dijo que la vida era un cubo perfecto. Perfectamente hueco, solo paredes de apariencia. ¿Quién, aunque no adolezca la ternura y la fragilidad de la pubertad, puede soportar semejante vacío?

      Quizás igual hubiese sido un drogadicto, no es cuestión de encontrarle excusas a todo. El descontrol nunca fue lo suyo, lo que buscaba era esa sensación increíble que a veces tenía de que el mundo se ralentaba hasta pausarse. Entonces lograba penetrar la apariencia, el carozo escondido ya no lo asustaba. Había probado casi todo y todo le parecía bien, pero no fueron los alcaloides ni los narcóticos, los estimulantes ni los opiáceos, sino el buen cannabis lo que sabía acercarlo a esa buscada lentitud.

      Pero ahora resultaba que no lo dejaban en paz. Que no podía fumarse un par de porros tranquilo sin que el canal que adoraba su madre quisiera instruirlo sobre cómo se desangra un cuerpo.

      ¡Esos sí que estaban locos!

      Salió del bar y caminó hacia la avenida; su madre, la muy puta de su madre, adoraba ese canal de mierda. A diez metros de la esquina se le ocurrió la idea. No medió búsqueda ni premeditación.

      Volvió sobre sus pasos y entró en un cyber, se sentó en una terminal, abrió el navegador y creó una casilla en Hotmail. Escribió un mensaje, el texto decía: “Son dos, pero es el mismo. Casandra Mora”. Y lo envió, primero a seis direcciones, después a otras seis. Doce personas lo recibieron. “Posdata: no se dejen engañar”.

      El primer correo fue dirigido a un sacerdote evangelista, una periodista de tevé, un cura dedicado al exorcismo, un ex ministro, una psicóloga y un productor discográfico. El segundo, a un arquitecto, un periodista gráfico, un semiólogo, una vidente, un psiquiatra y un filósofo.

      Al cura, al ex ministro, a la psicóloga, al sacerdote evangelista, a la periodista de tevé y al productor discográfico les llegó como spam y lo borraron sin leerlo. El filósofo había cambiado de correo y nunca se enteró. La vidente reprodujo el texto en un papel, que dobló cuidadosamente, para después borrar el mail. El semiólogo y el psiquiatra lo tiraron a la papelera sin abrirlo. El arquitecto lo leyó para luego borrarlo. El periodista gráfico, después de examinarlo, pensó que encargaría una nota sobre la truculencia. Lo imprimió al tiempo que atendía el teléfono; cuando cortó, tomó conciencia de que se le había hecho tarde y salió apresuradamente para una reunión. La hoja quedó olvidada en la impresora de la redacción.

      López abrió su correo. “De: miriamh, Para: llopez”. ¡Otra de su