Ahora bien, hay que tener en cuenta que aquí nos encontramos con una dificultad a la que no se enfrenta la química: una sociedad no puede ser manipulada en un laboratorio mediante reactivos químicos, ni puede ser observada con ningún microscopio. Marx no puede, por ejemplo, introducir una especie de reactivo químico que separe aquello que en la sociedad moderna es puramente mercado, de todas aquellas otras cosas que aparecen mezcladas con él. Esto no implica que haya que hacer con ella nada distinto a lo que la química comienza haciendo con cualquier sustancia que se proponga estudiar (analizarla); simplemente indica que aquí nos encontramos con una dificultad especial. Aquí no contamos con instrumentos científicos, ni con reactivos químicos; la facultad de abstraer tiene que hacer las veces de los unos y los otros.
Pero, en realidad, eso de que la facultad de abstraer pueda suplir con éxito la carencia de instrumental científico no tendrá nada de extraño. En 1965, cuando Althusser y su seminario comienzan a «leer El capital», hacía ya tiempo que Bachelard había acostumbrado a la epistemología a comprender que un instrumento científico no es otra cosa que un «teorema cosificado», pura «teoría materializada». Un concepto no es, tal como ya se nos muestra en los diálogos socráticos de Platón, sino una especie de sistema de compuertas que obligan al diálogo a «dejar la palabra a la cosa», a centrarse en ella, impidiendo que las distintas opiniones de los interlocutores hagan lo que la opinión siempre hace inevitablemente, «irse por las ramas», operar un constante cambio de tema inconfesado e inapreciable y, sobre todo, incontrolado e incontrolable. Allí donde el objeto que se pretende estudiar se muestra inerte y dócil, como, por ejemplo, el carbonato cálcico o el cloruro de sodio, es posible que los conceptos se materialicen en ciertos instrumentales que, más que nada, o al menos en primer término, sirven para impedir que el investigador se vaya por las ramas hablando de sí mismo, cuando de lo que se trata es de volcar objetivamente la atención en la cosa y sólo en la cosa en cuestión. Se aplican determinados reactivos y es la sal la que se descompone en cloro y sodio, mostrando ella misma los elementos simples de los que se compone. Ahora bien, para que los reactivos y los microscopios puedan ser aplicados a cualquier realidad natural, la comunidad científica ha tenido que trabajar mucho previamente y lo ha hecho en el terreno puramente teórico.
Un ejemplo de Bachelard puede ilustrar este punto muy significativamente: se trata de hacer un experimento sobre la combustión del carbono, es decir, en cierto sentido, se trata de un fenómeno de lo más común. Si vemos un tronco consumirse en una chimenea, las miradas se quedarán por unos momentos fijas en el chisporrotear de las llamas: unos a lo mejor empezarán a acordarse de la Navidad y de que siempre volvían a casa de su madre por Navidad; otros empezarán a hablar de si arde mejor el roble o la encina y de si su abuelo, que era leñador, trabajó de resinero por largas temporadas; seguro que hay alguno que se acuerda de Heráclito frente a la chimenea, invitando a pasar a sus huéspedes e indicando que «aquí también hay dioses»; y puede que se empiece entonces a hablar de Dios o de la gramática griega. La combustión del carbono también es un tema del que podría ocuparse el Ministerio de Economía, reuniendo a grandes industriales que discutan sobre el precio del carbón y la productividad de las centrales nucleares. Ahora bien, en el laboratorio, se trata por entero de otra cosa; se trata de cortocircuitar todos estos «cambios de tema» incontrolados y de obligarse a hablar de la combustión del carbono en exclusiva. No hay otra manera de conseguirlo que estableciendo una especie de ley del silencio, al mismo tiempo que se encuentran los medios de brindar ese silencio a la cosa, para que ésta se muestre por sí misma en él, cosa que ella, precisamente, no lograba hacer en el galimatías de voces anterior: «Se trata de obtener un pequeño filamento de carbono puro, tan puro como se pueda» y luego de estudiar su combustión «en una atmósfera de oxígeno puro».
Pero, ¿a qué presión? A la presión de un milésimo de milímetro. Ahora bien, si ustedes reflexionan sobre ello, cuando un químico o un físico les habla de una presión de un milésimo de milímetro, ¡cuánto ha trabajado ya! ¡No es con la ley de Mariotte y Gay Lussac que se puede comprender la fineza, la precisión, la suma de técnicas que debe lograr una presión de un milésimo de milímetro! Entonces, para estudiar ese mecanismo de la combustión del carbono, ven ustedes lo que es preciso: estamos ante sabios que exigen un diploma de pureza para el carbono, un diploma de pureza para el oxígeno y un control de presión extremadamente fino. [...] Aquí estamos ante una ampollita. ¿Y qué hay ante esta ampollita? Toda una sociedad de físicos. Pertenecen por lo menos a tres clases: hay químicos, físicos y cristalógrafos [...] van a cooperar tres culturas imbuidas de racionalismo[7].
Si se piensa bien, se verá que es la comunidad científica en su conjunto la que constituye el instrumento material necesario para encerrar la combustión del carbono en esa ampollita: su instrumental de laboratorio no es más que una especie de sistema sensorial artificial, amasado con pura teoría, para librarse de los sentidos en su trato con las cosas. Y a eso, y no a lo que entendemos habitualmente por tal, es a lo que las «ciencias positivas» llaman «experiencia». La ciencia trabaja la experiencia construyendo sistemas minuciosamente cerrados. La sistematicidad científica que permite a todos estos sabios entenderse y cooperar no tiene otro objeto que el de tener la seguridad de que aquello de lo que se trata es de la combustión del carbono y no de ninguna otra cosa[8]. Se espera, sin duda, que los resultados teóricos sirvan para aclarar muchas otras realidades, pero sólo en la medida en que en ellas sea igualmente posible aislar lo que tienen o dejan de tener de combustión. Canguilhem, comentando a Bachelard, escribió: «La ciencia piensa con sus aparatos, no con los órganos de los sentidos»[9]. Y, en efecto, así como lo que se espera de cualquier proposición científica es que no trate más que de lo que dice tratar, un aparato de investigación se define por las perturbaciones que impide, por la técnica de su aislamiento, por la seguridad que ofrece de que pueden despreciarse influencias bien conocidas, en una palabra, por el hecho de que encierra un sistema cerrado. Un instrumento «es un conjunto de pantallas, de estuches, de inmovilizadores, que conservan el fenómeno encerrado»[10]. Por el contrario, Bachelard muestra muy gráficamente cómo, por ejemplo, en la alquimia de la electricidad, supuestamente basada en un constante experimentar, los experimentos en cuestión se basaban en un constante «cambio de tema»: se decía que se iba a hablar de las propiedades eléctricas de la plata y el zinc, pero no había ningún concepto que rigiera esa observación; se gustaba y se olía, rastreando débiles descargas en las papilas gustativas u olfativas; de esta manera, se planteaba el problema «más entre la nariz y la boca que entre la plata y el zinc».
Una observación que no ha sido categorizada previamente por la facultad de abstracción navega inevitablemente en todos los vicios que Platón nos enseñó a diagnosticar en la opinión. De ahí que Bachelard comience La formación del espíritu científico con la siguiente declaración de principios: «La ciencia se opone en absoluto a la opinión. Si en alguna cuestión particular debe legitimar la opinión, lo hace por razones distintas de las que fundamentan la opinión; de manera que la opinión, de derecho, jamás tiene razón. La opinión piensa mal; no piensa; traduce necesidades en conocimientos. Al designar a los objetos por su utilidad, se prohíbe conocerlos. Nada puede fundarse en la opinión: ante todo es necesario destruirla»[11].
Así pues, eso de que la «facultad de abstraer» haga las veces de los reactivos y microscopios no tiene nada de sorprendente, pues, al fin y al cabo, unos y otros no son más que «abstracciones cosificadas». Es, sin duda, una limitación que respecto al «continente historia» no podamos cosificar nuestros conceptos, pues, ciertamente, esto suele ser algo muy útil para tenerlos definidos con claridad y para impedir que confundamos unas cosas con otras. Pero esto lo único que significa es que, en el continente historia, es mucho más difícil asegurarse de que no se nos mezclan distintos temas escondidos en la misma palabra (sin que podamos, una vez introducida la confusión, distinguir cuándo hablamos de un tema y cuándo hablamos de otro). La naturaleza no se queja al ser introducida en un laboratorio. Una sociedad, en