Benito Pérez Galdós

Tormento


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la cola y el engrudo, el tornillo y la punta de París, el papel de lija y el esmeril. Tenía herramientas de todas clases, y provisiones y pertrechos mil; y si se ofrecía manejar una aguja gorda para empalmar piezas de la alfombra, tampoco se quedaba atrás. Forraba soberanamente un mueble con telas viejas de otro mueble invalido ya y deshuesado. Al mismo tiempo, Bringas era hombre que no se desdeñaba, en día de apuro y de convidados, de ponerse en mangas de camisa y limpiar los cubiertos. Hacía el café en la cocina a estilo de gastrónomo, y si lo apuraban, se comprometía a poner un arroz a la valenciana que superara a las mejores obras de su digna esposa y de la cocinera de la casa.

      Era nuestro buen señor excelente y aun excelentísimo padre de familia. Su mujer, Doña Rosalía Pipaón, le había dado tres hijos. El primogénito, de quince años, era ya un bachillerazo muy engreído de su ciencia, y se le destinaba a estudiar Leyes, para seguir, de un modo más glorioso, las huellas burocráticas de su señor padre. Completaban la familia una niña de diez años y un niño de nueve, herederos de las gracias maternas. Porque la señora de Bringas era una dama hermosa, mucho más joven que su marido, que en edad la aventajaba como unos tres lustros. Su flaco era cierta manía nobiliaria, pues aunque los Pipaones no descendían de Íñigo Arista, el apellido materno de Rosalía, que era Calderón, la autorizaba en cierto modo para construir, aunque sólo fuese con la fantasía, un frondosísimo árbol genealógico. Observaciones precisas nos dan a conocer que Rosalía no carecía de títulos para afiliarse, por la línea materna, en esa nobleza pobre y servil que ha brillado en los cargos palatinos de poca importancia. Ella no recordaba, al sacar a relucir su abolengo, timbres gloriosos de la política o las armas, sino aquellos más bajos, ganados en el servicio inmediato y oscuro de la Real Persona. Su madre había sido azafata, su tío alabardero, su abuelo guardamangier, otros tíos segundos y terceros, caballerizos, pajes, correos, monteros, administradores de la cabaña de Aranjuez, etcétera, etc.

      Se explica que Rosalía añadiese a su segundo apellido la apostilla de la Barca; pero toda la ciencia heráldica del mundo no dará fundamento al trasiego y combinación que hacía llamándose, para que el nombre fuera redondo y sonante, Rosalía Pipaón de la Barca. Esto lo pronunciaba dando a su bonita y pequeña nariz una hinchazón enfática, rasgo físico que marcaba con infalible precisión lo mismo sus accesos de soberbia que las resoluciones de su bien templada voluntad.

      Para esta señora había dos cosas divinas: el Cielo, o mansión de los elegidos, y lo que en el mundo conocemos por el lacónico sustantivo de Palacio. En Palacio estaba su historia y también su ideal, pues aspiraba a que Bringas ocupase un alto puesto en la administración del Patrimonio y a tener casa en el piso segundo del regio alcázar. Cualquier frase, palabrilla o pensamiento contrarios a la superioridad omnímoda y permanente de la Casa Real entre todo lo creado por Dios y los hombres, ponía a la buena señora tan fuera de sí, que hasta su hermosura como que se eclipsaba y oscurecía; tanto era el ahuecamiento de la nariz bonita, tal la descomposición que la ira daba a sus rojos labios. Era Rosalía, para decirlo de una vez, una de esas hermosuras gordas, con semblante aniñado y facciones menudas, labradas y graciosas que prevalecen contra el tiempo y las penas de la vida. Su vigorosa salud, defendiéndola de los años, dábale una frescura que lo envidiarían otras que, a los veinticinco y con un solo parto, parece que han sido madres de un regimiento. Se había oído comparar tantas veces con los tipos de Rubens, que, por un fenómeno de costumbre y de asimilación, siempre que se nombraba al insigne flamenco, le parecía oír mentar a alguno de la familia... entiéndase bien, de la familia de Pipaón de la Barca.

      A principios de Noviembre, obligado Bringas, por las crecientes necesidades de la familia, a un aumento de local, se mudó de la casa de la calle de Silva, en que había vivido durante diez y seis años, a otra en lo más angosto de la Costanilla de los Ángeles. La mudanza de una casa en que había tan diversos objetos algunos de mérito, dos o tres cuadros buenos, bronces, espejos, guarda-brisas, y cortinajes riquísimos que eran despojos de la ornamentación de Palacio, no se hizo sin dificultades ni quebranto. Con mucha razón repetía Bringas la exacta frase de Franklin: «tres mudanzas equivalen a un incendio». Y se ponía nervioso y airado viendo tanta cosa rota, tanta rozadura, deterioros tan graves y en tanto número. La suerte era que allí estaba él para componerlo todo. Los carros estuvieron trasportando objetos desde las seis de la mañana hasta muy avanzada la noche. Los zafios y torpísimos ganapanes que hacen este servicio trataban los muebles sin piedad, y todo era gritos, esfuerzos, brutalidades de palabra y de obra. Mientras se verificaba la mudanza, Bringas desempeñaba por sí mismo funciones augustas, propias de un amo hacendoso y listo. Ayudado de dos personas de toda su confianza, esteraba y alfombraba toda la casa, porque no se fiaba de los estereros asalariados, que todo lo echan a perder y no van más que a salir del paso, haciendo mangas y capirotes. Después de bien sentadas las alfombras (ocupación que tiene la poca gracia de presentarnos a este dignísimo personaje andando en cuatro pies), se proponía colocar por sí mismo todos los muebles en su sitio, armar las camas de hierro, colgar todo lo que debía estar en las paredes, fijar lo útil, distribuir con arte y gracia lo decorativo. Esta tarea cansada y desesperante no se realiza nunca por completo en dos días ni en tres, pues aun después de que parece terminada, quedan restos insignificantes, que son tormento del aposentador en las jornadas sucesivas, y al fin de la fiesta siempre queda algo que no se coloca en la vida.

      Es quizás gran contrariedad que la primera vez que nos encaramos con este interesante matrimonio sea en día tan tumultuoso como el de una mudanza, en medio del desorden de una casa sin instalar y en el seno sofocante de polvorosa nube. No es culpa nuestra que la persona respetabilísima de D. Francisco Bringas resulte un tanto cómica al presentársenos dentro de un chaquetón viejo, con un gorro más viejo aún encasquetado hasta cubrir las orejas, la fisonomía desfigurada por el polvo, los pies en holgados pantuflos; a veces andando a gatas por encima de las alfombras para medir, cortar, ajustar; a veces subiéndose con agilidad en una silla, martillo en mano; ya corriendo por aquellos pasillos en busca de un clavo, ya dando gritos para que le tuvieran la escalera.

      Bringas usaba gafas de oro y se afeitaba totalmente. Una coincidencia feliz nos exime de hacer su retrato, pues bastan dos palabras para que todos los que lean esto se lo figuren y le puedan ver vivo, palpable y luminoso cual si le tuvieran delante. Era la imagen exacta de Thiers, el grande historiador y político de Francia. ¡Qué semejanza tan peregrina! Era la misma cara redonda, la misma nariz corva y el polo gris, espeso y con su copete piriforme, la misma frente ancha y simpática, la misma expresión irónica, que no se sabe si proviene de la boca o de los ojos o del copete, el mismísimo perfil de romano abolengo. Era también el propio talle, la estatura rechoncha y firme. No faltaba en Bringas más que el mirar profundo y todo lo que es de la peculiar fisonomía del espíritu; faltaba lo que distingue al hombre superior que sabe hacer la historia y escribirla, del hombre común que ha nacido para componer una cerradura y clavar una alfombra.

       Índice

      Rosalía, por su parte, rivalizaba aquel día en fecunda actividad con su sin par marido. Con un pañuelo liado a la cabeza, cubierto el cuerpo de ajadísima bata, trabajaba sin descanso ayudada de una amiga y de la criada de la casa. Perseguían las tres el polvo con implacable saña, y mientras una la emprendía a escobazos con el suelo, la otra azotaba los trastos con el zorro. La nube las envolvía y cegaba como el humo de la pólvora envuelve a los héroes de una batalla; mas ellas, con indomable bravura, despreciando al enemigo que se les introducía en los pulmones, se proponían no desmayar hasta expulsarle de la casa. Funcionaba después lo que un aficionado a las frases podría llamar la artillería del aseo, el agua, y contra esto no tenía defensa el sofocador enemigo. La moza convirtió en lago la cocina, y era de ver cómo lo vadeaba Rosalía, recogidas las faldas, y calzada con unas botas viejas de su marido. Maritornes, de rodillas, lavaba los baldosines, recogiendo con trapos el agua terrosa y espesa para exprimirla dentro de un cubo, mientras las otras dos fregoteaban los cacharros, haciendo un ruido de cencerrada que era la música de aquel áspero combate. La señora metía todo el brazo dentro de la tinaja para acicalar bien su cavidad oscura, y la amiga sacaba lustre al latón y al cobre con segoviana tierra y estropajo. Ver como del fondo general de suciedad