sombras de tristeza te cubren siempre?
Hamlet.—Al contrario, señor: estoy demasiado á la luz.
Gertrudis.—Mi buen Hamlet, no así tu semblante manifieste aflicción; véase en él que eres amigo de Dinamarca: ni siempre con abatidos párpados busques entre el polvo á tu generoso padre. Tú lo sabes, común es á todos; el que vive debe morir, pasando de la naturaleza á la eternidad.
Hamlet.—Sí, señora, á todos es común.
Gertrudis.—Pues si lo es, ¿por qué aparentas tan particular sentimiento?
Hamlet.—¿Aparentar? No, señora, yo no sé aparentar. Ni el color negro de este manto, ni el traje acostumbrado en solemnes lutos, ni los interrumpidos sollozos, ni en los ojos un abundante río, ni la dolorida expresión del semblante, junto con las fórmulas, los ademanes, las exterioridades de sentimiento, bastarán por sí solos, mi querida madre, á manifestar el verdadero afecto que me ocupa el ánimo. Estos signos aparentan, es verdad, pero son acciones que un hombre puede fingir... Aquí (tocándose el pecho), aquí dentro tengo lo que es más que apariencia: lo restante no es otra cosa que atavíos y adornos del dolor.
Claudio.—Bueno y laudable es que tu corazón pague á un padre esa lúgubre deuda, Hamlet; pero no debes ignorarlo: tu padre perdió un padre también, y aquél perdió el suyo. El que sobrevive limita la filial obligación de su obsequiosa tristeza á un cierto término; pero continuar en interminable desconsuelo es una conducta de obstinación impía. Ni es natural en el hombre tan permanente afecto, que anuncia una voluntad rebelde á los decretos de la Providencia, un corazón débil, un alma indócil, un talento limitado y falto de luces. ¿Será bien que el corazón padezca, queriendo neciamente resistir á lo que es y debe ser inevitable? ¿á lo que es tan común como cualquiera de las cosas que más á menudo hieren nuestros sentidos? Este es un delito contra el cielo, contra la muerte, contra la naturaleza misma; es hacer una injuria absurda á la razón, que nos da en la muerte de nuestros padres la más frecuente de sus lecciones, y que nos está diciendo desde el primero de los hombres hasta el último que hoy espira: «mortales, ved aquí vuestra irrevocable suerte.» Modera, pues, yo te lo ruego, esa inútil tristeza; considera que tienes un padre en mí, puesto que debe ser notorio al mundo que tú eres la persona más inmediata á mi trono, y que te amo con el afecto más puro que puede tener á su hijo un padre. Tu resolución de volver á los estudios de Witemberga es la más opuesta á nuestro deseo, y antes bien te pedimos que desistas de ella, permaneciendo aquí estimado y querido á vista nuestra, como el primero de mis cortesanos, mi pariente y mi hijo.
Gertrudis.—Yo te ruego, Hamlet, que no vayas á Witemberga: quédate con nosotros. No sean vanas las súplicas de tu madre.
Hamlet.—Obedeceros en todo será siempre mi primer conato.
Claudio.—Por esa afectuosa y plausible respuesta quiero que seas otro yo en el imperio danés. Venid, señora. La sincera y fiel condescendencia de Hamlet ha llenado de alegría mi corazón. En aplauso de este acontecimiento no celebrará hoy Dinamarca festivos brindis, sin que lo anuncie á las nubes el cañón robusto, y el cielo retumbe muchas veces á las aclamaciones del rey, repitiendo el trueno de la tierra. Venid.
ESCENA V
HAMLET
¡Oh, si esta demasiado sólida masa de carne pudiera ablandarse y liquidarse disuelta en lluvia de lágrimas, ó el Todopoderoso no asestara el cañón contra el homicida de sí mismo! ¡Oh Dios! ¡oh Dios mío! ¡Cuán fatigado ya de todo, juzgo molestos, insípidos y vanos los placeres del mundo! Nada, nada quiero de él: es un campo inculto y rudo, que sólo abunda en frutos groseros y amargos. ¡Que esto haya llegado á suceder á los dos meses que él ha muerto!... No, ni tanto; aun no há dos meses. Aquel excelente rey que fué, comparado con éste, como con un sátiro, Hiperión; tan amante de mi madre, que ni á los aires celestes permitía llegar atrevidos á su rostro. ¡Oh cielo y tierra!... ¿para qué conservo la memoria? Ella, que se le mostraba tan amorosa como si en la posesión hubieran crecido sus deseos. Y no obstante, en un mes... ¡ah! no quisiera pensar en esto. ¡Fragilidad, tú tienes nombre de mujer! En el corto espacio de un mes, y aun antes de romper los zapatos con que, semejante á Niobe, bañada en lágrimas, acompañó el cuerpo de mi triste padre... sí, ella, ella misma... ¡Cielos! una fiera, incapaz de razón y discurso, hubiera mostrado aflicción más durable. Se ha casado, en fin, con mi tío, hermano de mi padre; pero no más parecido á él, que yo lo soy á Hércules. En un mes... enrojecidos aún los ojos con el pérfido llanto, se casó. ¡Ah delincuente precipitación, ir á ocupar con tal diligencia un lecho incestuoso! Ni esto es bueno, ni puede producir bien. Pero hazte pedazos, corazón mío, que mi lengua debe reprimirse.
ESCENA VI
HAMLET, HORACIO, BERNARDO, MARCELO
Horacio.—Buenos días, señor.
Hamlet.—Me alegro de verte bueno... ¿Es Horacio, ó me he olvidado de mí propio?
Horacio.—El mismo soy, y siempre vuestro humilde criado.
Hamlet.—Mi buen amigo, yo quiero trocar contigo ese título que te das. ¿A qué has venido de Witemberga?... ¡Ah, Marcelo!
Marcelo.—Señor.
Hamlet.—Mucho me alegro de verte con salud también. Pero, la verdad, ¿a qué has venido de Witemberga?
Horacio.—Señor... deseos de holgarme.
Hamlet.—No quiera oir de boca de tu enemigo otro tanto; ni podrás forzar mis oídos á que admitan una disculpa que te ofende. Yo sé que no eres desaplicado. Pero dime, ¿qué asuntos tienes en Elsingor? Aquí te enseñaremos á ser gran bebedor antes que te vuelvas.
Horacio.—He venido á ver los funerales de vuestro padre.
Hamlet.—No se burle de mí, por Dios, señor condiscípulo. Yo creo que habrás venido á las bodas de mi madre.
Horacio.—Es verdad: ¡como se han celebrado inmediatamente!
Hamlet.—Economía, Horacio, economía. Aun no se habían enfriado los manjares cocidos para el convite del duelo, cuando se sirvieron en las mesas de la boda... ¡Oh! yo quisiera haberme hallado en el cielo con mi mayor enemigo, antes que haber visto aquel día. ¡Mi padre!... me parece que veo á mi padre.
Horacio.—¿En dónde, señor?
Hamlet.—Con los ojos del alma, Horacio.
Horacio.—Alguna vez le ví. Era un buen rey.
Hamlet.—Era un hombre tan cabal en todo, que no espero hallar otro semejante.
Horacio.—Señor, yo creo que le ví anoche.
Hamlet.—¿Le viste? ¿A quién?
Horacio.—Al rey vuestro padre.
Hamlet.—¿Al rey mi padre?
Horacio.—Prestadme oído atento, suspendiendo un rato vuestra admiración, mientras os refiero este caso maravilloso, apoyado con el testimonio de estos caballeros.
Hamlet.—Sí, por Dios, dímelo.
Horacio.—Estos dos señores, Marcelo y Bernardo, le habían visto dos veces hallándose de guardia, como á la mitad de la profunda noche. Una figura semejante á vuestro padre, armado según él solía de piés a cabeza, se les puso delante, caminando grave, tardo y majestuoso por donde ellos estaban. Tres veces pasó de esta manera ante sus ojos, que oprimía el pavor, acercándose hasta donde ellos podían alcanzar con sus lanzas; pero débiles y casi helados con el miedo, permanecieron