de Santa Cruz y Arnaiz se trataban con amistad casi íntima, y además tenían vínculos de parentesco con los Trujillos. La mujer de don Baldomero I y la del difunto Arnaiz eran primas segundas, floridas ramas de aquel nudoso tronco, de aquel albardero de la calle de Toledo, cuya historia sabía tan bien el gordo Arnaiz. Las dos primas tuvieron un pensamiento feliz, se lo comunicaron una a otra, asombráronse de que se les hubiera ocurrido a las dos la misma cosa... «ya se ve, era tan natural...» y aplaudiéndose recíprocamente, resolvieron convertirlo en realidad dichosa. Todos los descendientes del extremeño aquel de los aparejos borricales se distinguían siempre por su costumbre de trazar una línea muy corta y muy recta entre la idea y el hecho. La idea era casar a Baldomerito con Barbarita.
Muchas veces había visto la hija de Arnaiz al chico de Santa Cruz; pero nunca le pasó por las mientes que sería su marido, porque el tal, no sólo no le había dicho nunca media palabra de amores, sino que ni siquiera la miraba como miran los que pretenden ser mirados. Baldomero era juicioso, muy bien parecido, fornido y de buen color, cortísimo de genio, sosón como una calabaza, y de tan pocas palabras que se podían contar siempre que hablaba. Su timidez no decía bien con su corpulencia. Tenía un mirar leal y cariñoso, como el de un gran perro de aguas.
Pasaba por la honestidad misma, iba a misa todos los días que lo mandaba la Iglesia, rezaba el rosario con la familia, trabajaba diez horas diarias o más en el escritorio sin levantar cabeza, y no gastaba el dinero que le daban sus papás. A pesar de estas raras dotes, Barbarita, si alguna vez le encontraba en la calle o en la tienda de Arnaiz o en la casa, lo que acontecía muy pocas veces, le miraba con el mismo interés con que se puede mirar una saca de carbón o un fardo de tejidos. Así es que se quedó como quien ve visiones cuando su madre, cierto día de precepto, al volver de la iglesia de Santa Cruz, donde ambas confesaron y comulgaron, le propuso el casamiento con Baldomerito. Y no empleó para esto circunloquios ni diplomacias de palabra, sino que se fue al asunto con estilo llano y decidido. ¡Ah, la línea recta de los Trujillos...!
Aunque Barbarita era desenfadada en el pensar, pronta en el responder, y sabía sacudirse una mosca que le molestase, en caso tan grave se quedó algo mortecina y tuvo vergüenza de decir a su mamá que no quería maldita cosa al chico de Santa Cruz... Lo iba a decir; pero la cara de su madre pareciole de madera. Vio en aquel entrecejo la línea corta y sin curvas, la barra de acero trujillesca, y la pobre niña sintió miedo, ¡ay qué miedo! Bien conoció que su madre se había de poner como una leona, si ella se salía con la inocentada de querer más o menos. Callose, pues, como en misa, y a cuanto la mamá le dijo aquel día y los subsiguientes sobre el mismo tema del casorio, respondía con signos y palabras de humilde aquiescencia. No cesaba de sondear su propio corazón, en el cual encontraba a la vez pena y consuelo. No sabía lo que era amor; tan sólo lo sospechaba. Verdad que no quería a su novio; pero tampoco quería a otro. En caso de querer a alguno, este alguno podía ser aquel.
Lo más particular era que Baldomero, después de concertada la boda, y cuando veía regularmente a su novia, no le decía de cosas de amor ni una miaja de letra, aunque las breves ausencias de la mamá, que solía dejarles solos un ratito, le dieran ocasión de lucirse como galán. Pero nada... Aquel zagalote guapo y desabrido no sabía salir en su conversación de las rutinas más triviales. Su timidez era tan ceremoniosa como su levita de paño negro, de lo mejor de Sedán, y que parecía, usada por él, como un reclamo del buen género de la casa. Hablaba de los reverberos que había puesto el marqués de Pontejos, del cólera del año anterior, de la degollina de los frailes, y de las muchas casas magníficas que se iban a edificar en los solares de los derribados conventos. Todo esto era muy bonito para dicho en la tertulia de una tienda; pero sonaba a cencerrada en el corazón de una doncella, que no estando enamorada, tenía ganas de estarlo.
También pensaba Barbarita, oyendo a su novio, que la procesión iba por dentro y que el pobre chico, a pesar de ser tan grandullón, no tenía alma para sacarla fuera. «¿Me querrá?» se preguntaba la novia. Pronto hubo de sospechar que si Baldomerito no le hablaba de amor explícitamente, era por pura cortedad y por no saber cómo arrancarse; pero que estaba enamorado hasta las gachas, reduciéndose a declararlo con delicadezas, complacencias y puntualidades muy expresivas. Sin duda el amor más sublime es el más discreto, y las bocas más elocuentes aquellas en que no puede entrar ni una mosca. Mas no se tranquilizaba la joven razonando así, y el sobresalto y la incertidumbre no la dejaban vivir. «¡Si también le estaré yo queriendo sin saberlo!» pensaba. ¡Oh!, no; interrogándose y respondiéndose con toda lealtad, resultaba que no le quería absolutamente nada. Verdad que tampoco le aborrecía, y algo íbamos ganando.
Y en este desabridísimo noviazgo pasaron algunos meses, al cabo de los cuales Baldomero se soltó y despabiló algo. Su boca se fue desellando poquito a poco hasta que rompió, como un erizo de castaña que madura y se abre, dejando ver el sazonado fruto. Palabra tras palabra, fue soltando las castañas, aquellas ideas elaboradas y guardadas con religiosa maternidad, como esconde Naturaleza sus obras en gestación. Llegó por fin el día señalado para la boda, que fue el 3 de Mayo de 1835, y se casaron en Santa Cruz, sin aparato, instalándose en la casa del esposo, que era una de las mejores del barrio, en la plazuela de la Leña.
-iv-
A los dos meses de casados, y después de una temporadilla en que Barbarita estuvo algo distraída, melancólica y como con ganas de llorar, alarmando mucho a su madre, empezaron a notarse en aquel matrimonio, en tan malas condiciones hecho, síntomas de idilio. Baldomero parecía otro. En el escritorio canturriaba, y buscaba pretextos para salir, subir a la casa y decir una palabrita a su mujer, cogiéndola en los pasillos o donde la encontrase. También solía equivocarse al sentar una partida, y cuando firmaba la correspondencia, daba a los rasgos de la tradicional rúbrica de la casa una amplitud de trazo verdaderamente grandiosa, terminando el rasgo final hacia arriba como una invocación de gratitud dirigida al Cielo. Salía muy poco, y decía a sus amigos íntimos que no se cambiaría por un Rey, ni por su tocayo Espartero, pues no había felicidad semejante a la suya. Bárbara manifestaba a su madre con gozo discreto, que Baldomero no le daba el más mínimo disgusto; que los dos caracteres se iban armonizando perfectamente, que él era bueno como el mejor pan y que tenía mucho talento, un talento que se descubría donde y como debe descubrirse, en las ocasiones. En cuanto estaba diez minutos en la casa materna, ya no se la podía aguantar, porque se ponía desasosegaba y buscaba pretextos para marcharse diciendo: «Me voy, que está mi marido solo».
El idilio se acentuaba cada día, hasta el punto de que la madre de Barbarita, disimulando su satisfacción, decía a esta: «Pero, hija, vais a dejar tamañitos a los Amantes de Teruel». Los esposos salían a paseo juntos todas las tardes. Jamás se ha visto a D. Baldomero II en un teatro sin tener al lado a su mujer. Cada día, cada mes y cada año, eran más tórtolos, y se querían y estimaban más. Muchos años después de casados, parecía que estaban en la luna de miel. El marido ha mirado siempre a su mujer como una criatura sagrada, y Barbarita ha visto siempre en su esposo el hombre más completo y digno de ser amado que en el mundo existe. Cómo se compenetraron ambos caracteres, cómo se formó la conjunción inaudita de aquellas dos almas, sería muy largo de contar. El señor y la señora de Santa Cruz, que aún viven y ojalá vivieran mil años, son el matrimonio más feliz y más admirable del presente siglo. Debieran estos nombres escribirse con letras de oro en los antipáticos salones de la Vicaría, para eterna ejemplaridad de las generaciones futuras, y debiera ordenarse que los sacerdotes, al leer la epístola de San Pablo, incluyeran algún parrafito, en latín o castellano, referente a estos excelsos casados. Doña Asunción Trujillo, que falleció en 1841 en un día triste de Madrid, el día en que fusilaron al general León, salió de este mundo con el atrevido pensamiento de que para alcanzar la bienaventuranza no necesitaba alegar más título que el de autora de aquel cristiano casamiento. Y que no le disputara esta gloria Juana Trujillo, madre de Baldomero, la cual había muerto el año anterior, porque Asunción probaría ante todas las cancillerías celestiales que a ella se le había ocurrido la sublime idea antes que a su prima.
Ni los años, ni las menudencias de la vida han debilitado nunca