Trujillos, el cual venía ya trabado con los Arnaiz de Madrid y con los Bonillas de Cádiz, formando una maraña cuyos hilos no es posible seguir con la vista.
Aún hay más. D. Pascual Muñoz, dueño de un acreditadísimo establecimiento de hierros en la calle de Tintoreros, progresista de inmenso prestigio en los barrios del Sur, verdadera potencia electoral y política en Madrid, casó con una Moreno de no sé qué rama, emparentada con Mendizábal y con Bonilla, de Cádiz. Su hijo, que después fue marqués de Casa-Muñoz, casó con la hija de Albert, el que daba la cara en las contratas de paños y lienzos con el Gobierno. Eulalia Moreno, hija también del D. Pascual y hermana del actual marqués, se unió a D. Cayetano Villuendas, rico propietario de casas, progresista rancio. Dejamos sueltos estos cabos para tomarlos más adelante.
Los Samaniegos, oriundos, como los Morenos, del país de Mena también son ciento y la madre. Ya sabemos que la hija segunda de Gumersindo Arnaiz, hermana de Jacinta, casó con Pepe Samaniego, hijo de un droguista arruinado de la Concepción Jerónima... Hay muchos Samaniegos en el comercio menudo, y leyendo el instructivo libro de los rótulos de tiendas, se encuentra la Farmacia de Samaniego en la calle del Ave María (cuyo dueño era el marido de Castita Moreno), y la Carnicería de Samaniego en la de las Maldonadas. Sin rótulo hay un Samaniego prestamista y medio curial, otro cobrador del Banco, otro que tiene tienda de sedas en la calle de Botoneras y, por fin, varios que son horteras en diferentes tiendas. El Samaniego agente de Bolsa es primo de estos.
La hija mayor de Gumersindo Arnaiz se casó con Ramón Villuendas, ya viudo con dos hijos, célebre cambiante de la calle de Toledo, la casa de Madrid que más trabaja en el negocio de moneda. Un hermano de este casó con la hija de la viuda de Aparisi, dueño de la camisería en que fue dependiente Pepe Samaniego. El tío de ambos, D. Cayetano Villuendas, progresistón y riquísimo casero, era el esposo de Eulalia Muñoz, y su gran fortuna procedía del negocio de curtidos en una época anterior a la de Céspedes. Ya se ató el cabo que quedara pendiente poco ha.
Ahora se nos presentan algunos ramos que parecen sueltos y no lo están. ¿Pero quién podrá descubrir su misterioso enlace con los revueltos y cruzados vástagos de esta colosal enredadera? ¿Quién puede indagar si Dámaso Trujillo, el que puso en la Plaza Mayor la zapatería Al ramo de azucenas, pertenece al genuino linaje de los Trujillos antes mencionados? ¿Cuál será el averiguador que se lance a poner en claro si el dueño de El Buen gusto, un tenducho de mantas de la calle de la Encomienda, es pariente indudable de los Villuendas ricos? Hay quien dice que Pepe Moreno Vallejo, el cordelero de la Concepción Jerónima, es primo hermano de D. Manuel Moreno-Isla, uno de los Morenos que atan perros con longaniza; y se dice que un Arnaiz, empleado de poco sueldo, es pariente de Barbarita. Hay un Muñoz y Aparisi, tripicallero en las inmediaciones del Rastro, que se supone primo segundo del marqués de Casa-Muñoz y de su hermana la viuda de Aparisi; y por fin, es preciso hacer constar que un cierto Trujillo, jesuita, reclama un lugar en nuestra enredadera, y también hay que dársele al Ilustrísimo Obispo de Plasencia, fray Luis Moreno-Isla y Bonilla. Asimismo lleva en su árbol el nombre de Trujillo, la mujer de Zalamero, subsecretario de Gobernación; pero su primer apellido es Ruiz Ochoa y es hija de la distinguida persona que hoy está al frente de la banca de Moreno.
Barbarita no se trataba con todos los individuos que aparecen en esta complicada enredadera. A muchos les esquivaba por hallarse demasiado altos; a otros apenas les distinguía por hallarse muy bajos. Sus amistades verdaderas, como los parentescos reconocidos, no eran en gran número, aunque sí abarcaban un círculo muy extenso, en el cual se entremezclaban todas las jerarquías. En un mismo día, al salir de paseo o de compras, cambiaba saludos más o menos afectuosos con la de Ruiz Ochoa, con la generala Minio, con Adela Trujillo, con un Villuendas rico, con un Villuendas pobre, con el pescadero pariente de Samaniego, con la duquesa de Gravelinas, con un Moreno Vallejo magistrado, con un Moreno Rubio médico, con un Moreno Jáuregui sombrerero, con un Aparisi canónigo, con varios horteras, con tan diversa gente, en fin, que otra persona de menos tino habría trocado los nombres y tratamientos.
La mente más segura no es capaz de seguir en su laberíntico enredo las direcciones de los vástagos de este colosal árbol de linajes matritenses. Los hilos se cruzan, se pierden y reaparecen donde menos se piensa. Al cabo de mil vueltas para arriba y otras tantas para abajo, se juntan, se separan, y de su empalme o bifurcación salen nuevos enlaces, madejas y marañas nuevas. Cómo se tocan los extremos del inmenso ramaje es curioso de ver; por ejemplo, cuando Pepito Trastamara, que lleva el nombre de los bastardos de D. Alfonso XI, va a pedir dinero a Cándido Samaniego, prestamista usurero, individuo de la Sociedad protectora de señoritos necesitados.
-iii-
Los de Santa Cruz vivían en su casa propia de la calle de Pontejos, dando frente a la plazuela del mismo nombre; finca comprada al difunto Aparisi, uno de los socios de la Compañía de Filipinas. Ocupaban los dueños el principal, que era inmenso, con doce balcones a la calle y mucha comodidad interior. No lo cambiara Barbarita por ninguno de los modernos hoteles, donde todo se vuelve escaleras y están además abiertos a los cuatro vientos. Allí tenía número sobrado de habitaciones, todas en un solo andar desde el salón a la cocina. Ni trocara tampoco su barrio, aquel riñón de Madrid en que había nacido, por ninguno de los caseríos flamantes que gozan fama de más ventilados y alegres. Por más que dijeran, el barrio de Salamanca es campo... Tan apegada era la buena señora al terruño de su arrabal nativo, que para ella no vivía en Madrid quien no oyera por las mañanas el ruido cóncavo de las cubas de los aguadores en la fuente de Pontejos; quien no sintiera por mañana y tarde la batahola que arman los coches correos; quien no recibiera a todas horas el hálito tenderil de la calle de Postas, y no escuchara por Navidad los zambombazos y panderetazos de la plazuela de Santa Cruz; quien no oyera las campanadas del reloj de la Casa de Correos tan claras como si estuvieran dentro de la casa; quien no viera pasar a los cobradores del Banco cargados de dinero y a los carteros salir en procesión. Barbarita se había acostumbrado a los ruidos de la vecindad, cual si fueran amigos, y no podía vivir sin ellos.
La casa era tan grande, que los dos matrimonios vivían en ella holgadamente y les sobraba espacio. Tenían un salón algo anticuado, con tres balcones. Seguía por la izquierda el gabinete de Barbarita, luego otro aposento, después la alcoba. A la derecha del salón estaba el despacho de Juanito, así llamado no porque este tuviese nada que despachar allí, sino porque había mesa con tintero y dos hermosas librerías. Era una habitación muy bien puesta y cómoda. El gabinetito de Jacinta, inmediato a esta pieza, era la estancia más bonita y elegante de la casa y la única tapizada con tela; todas las demás lo estaban con colgadura de papel, de un arte dudoso, dominando los grises y tórtola con oro. Veíanse en esta pieza algunas acuarelas muy lindas compradas por Juanito, y dos o tres óleos ligeros, todo selecto y de regulares firmas, porque Santa Cruz tenía buen gusto dentro del gusto vigente. Los muebles eran de raso o de felpa y seda combinadas con arreglo a la moda, siendo de notar que lo que allí se veía no chocaba por original ni tampoco por rutinario. Seguía luego la alcoba del matrimonio joven, la cual se distinguía principalmente de la paterna en que en esta había lecho común y los jóvenes los tenían separados. Sus dos camas de palosanto eran muy elegantes, con pabellones de seda azul. La de los padres parecía un andamiaje de caoba con cabecera de morrión y columnas como las de un sagrario de Jueves Santo. La alcoba de los pollos se comunicaba con habitaciones de servicio, y le seguían dos grandes piezas que Jacinta destinaba a los niños... cuando Dios se los diera. Hallábanse amuebladas con lo que iba sobrando de los aposentos que se ponían de nuevo, y su aspecto era por demás heterogéneo. Pero el arreglo definitivo de estas habitaciones vacantes existía completo en la imaginación de Jacinta, quien ya tenía previstos hasta los últimos detalles de todo lo que se había de poner allí cuando el caso llegara.
El comedor era interior, con tres ventanas al patio, su gran mesa y aparadores de nogal llenos de finísima loza de China, la consabida sillería de cuero claveteado, y en las paredes papel imitando roble, listones claveteados también, y los bodegones al óleo, no malos, con la invariable raja de sandía, el conejo muerto y unas ruedas de merluza que