archivo municipal, se racionó, y volvió a salir... La columna tal perseguía activamente al cabecilla cual, y después de racionarse...».
«Ea—dijo sin acabar de leer—, vamos a racionarnos nosotros. El marqués no viene. Ya no se le espera más».
En esto entró Blas, el criado de Juan con la mesita, ya puesta, en que había de almorzar el enfermo. Poco después apareció Jacinta trayendo platos. Después de saludarla, Aparisi le dijo:
«Guillermina me ha dado un recado para usted... Hoy no hay odisea filantrópica a la parroquia de la chinche, porque anda en busca de ladrillo portero para cimientos. Ya tiene hecho todo el vaciado del edificio... y por poco dinero. Unos carros trabajando a destajo, otros de limosna, aquel que ayuda medio día, el otro que va un par de horas, ello es que no le sale el metro cúbico ni a cinco reales. Y no sé qué tiene esa mujer. Cuando va a examinar las obras, parece que hasta las mulas de los carros la conocen y tiran más fuerte para darle gusto... Francamente, yo que siempre creí que el tal edificio no era factible, voy viendo...
«Milagro, milagro» apuntó D. Baldomero en marcha hacia el comedor.
—¿Y tú?—preguntó Juan a su consorte al quedarse solos—. ¿Almuerzas aquí o allá?
—¿Quieres que aquí? Almorzaré en las dos partes. Dice tu mamá que te estoy mimando mucho.
—Toma, golosa—le dijo él alargándole un pedazo de tortilla en el tenedor.
Después de comérselo, la Delfina corrió al comedor. Al poco rato volvió riendo.
«Aquí te tengo reservada esta pechuga de calandria. Toma, abre la boquita, nena».
La nena cogió el tenedor, y después de comerse la pechuga, volvió a reír.
—¡Qué alegre está el tiempo!
—Es que ha llegado el marqués, y desde que se sentó en la mesa empezaron Aparisi y él a tirotearse.
—¿Qué han dicho? —Aparisi afirmó que la Monarquía no era factible, y después largó un ipso facto, y otras cosas muy finas.
Juan soltó la carcajada. «El marqués estará furioso».
—Come en silencio, meditando una venganza. Te contaré lo que ocurra. ¿Quieres pescadilla?, ¿quieres bistec?
—Tráeme lo que quieras con tal que vengas pronto.
Y no tardó en volver, trayendo un plato de pescado.
«Hijo de mi vida, le mató».
—¿Quién?
—El marqués a Aparisi... le dejó en el sitio.
—Cuenta, cuenta. —Pues de primera intención soltole a su enemigo un delirium tremens a boca de jarro, y después, sin darle tiempo de respirar, un mane tegel fare. El otro se ha quedado como atontado por el golpe. Veremos con lo que sale.
—¡Qué célebre! Tomaremos café juntos—dijo Santa Cruz—. Vente pronto para acá. ¡Qué coloradita estás!
—Es de tanto reírme. —Cuando digo que me estás haciendo tilín...
—Al momento vuelvo... Voy a ver lo que salta por allá. Aparisi está indignado con Castelar, y dice que lo que le pasa a Salmerón es porque no ha seguido sus consejos...
—¡Los consejos de Aparisi! —Sí, y al marqués lo que le tiene con el alma en un hilo es que se levante la masa obrera.
Volvió Jacinta al comedor, y el último cuento que trajo fue este:
«Chico, si estás allí te mueres de risa. ¡Pobre Muñoz! El otro se ha rehecho y le está soltando unos primores... Figúrate. Ahora está contando que ha visto un proyectil de los que tiran los carcas, y el fusil Berdan... No dice agujeros, sino orificios. Todo se vuelve orificios, y el marqués no sabe lo que le pasa...».
No pudo seguir, porque entró Muñoz, fumando un gran puro, a saludar al enfermo.
«Hola, Juanín... ¿Estamos exclaustrados?... ¿Y qué es?... ¿coriza? Eso es bueno, y cuando la mucosa necesita eliminar, que elimine... En fin, yo me...». Iba a decir me largo; pero al ver entrar a Aparisi (tal creyeron Jacinta y su marido), dijo: «me ausento».
A eso de las tres, marido y mujer estaban solos en el despacho, él en el sillón leyendo periódicos, ella arreglando la habitación que estaba algo desordenada. Barbarita había salido a comprar. El criado anunció a un hombre que quería hablar con el señor joven.
—Ya sabes que no recibe—dijo la señorita, y tomando de manos de Blas una tarjeta que este traía leyó: José Ido del Sagrario, corredor de publicaciones nacionales y extranjeras.
—Que entre, que entre al instante —ordenó Santa Cruz, saltando en su asiento—. Es el loco más divertido que puedes imaginar. Verás cómo nos reímos... Cuando nos cansemos de oírle, le echamos. ¡Tipo más célebre...! Le vi hace días en casa de Pez, y nos hizo morir de risa.
Al poco rato entró en el despacho un hombre muy flaco, de cara enfermiza y toda llena de lóbulos y carúnculas, los pelos bermejos y muy tiesos, como crines de escobillón, la ropa prehistórica y muy raída, corbata roja y deshilachada, las botas muertas de risa. En una mano traía el sombrero que era un claque del año en que esta prenda se inventó, el primogénito de los claques sin género de duda, y en la otra un lío de carteras-prospectos para hacer suscriciones a libros de lujo, las cuales estaban tan sobadas, que la mugre no permitía ver los dorados de la pasta. Impresionó penosamente a la compasiva Jacinta aquella estampa de miseria en traje de persona decente, y más lástima tuvo cuando le vio saludar con urbanidad y sin encogimiento, como hombre muy hecho al trato social.
«Hola, Sr. de Ido... ¡cuánto gusto de verle!—le dijo Santa Cruz con fingida seriedad—. Siéntese, y dígame qué le trae por aquí».
—Con permiso... ¿Quiere usted Mujeres célebres?
Jacinta y su marido se miraron. —O Mujeres de la Biblia—prosiguió Ido, enseñando carteras—. Como el Sr. de Santa Cruz me dijo el otro día en casa del Sr. de Pez que deseaba conocer las publicaciones de las casas de Barcelona que tengo el honor de representar... ¿O quiere usted Cortesanas célebres, Persecuciones religiosas, Hijos del Trabajo, Grandes inventos, Dioses del Paganismo...?
-iv-
Basta, basta, no cite usted más obras ni me enseñe más carteras. Ya le dije que no me gustan libros por suscrición. Se extravían las entregas, y es volverse loco... Prefiero tomar alguna obra completa. Pero no tenga prisa. Estará usted cansado de tanto correr por ahí. ¿Quiere tomar una copita?
—Muchísimas gracias. Nunca bebo.
—¿No?, pues el otro día, cuando nos vimos en casa de Joaquín, decía este que estaba usted algo peneque... se entiende, un poco alegre...
—Perdone usted, Sr. de Santa Cruz —replicó Ido avergonzado—. Yo no me embriago; no me he embriagado jamás. Algunas veces, sin saber cómo ni por qué, me entra cierta excitación, y me pongo así, nervioso y como echando chispas... me pongo eléctrico. ¿Ven ustedes?... ya lo estoy. Fíjese usted, Sr. D. Juan, y observe cómo se me mueve el párpado izquierdo y el músculo este de la quijada en el mismo lado. ¿Lo ve usted...?, ya está la función armada. Francamente, así no se puede vivir. Los médicos me dicen que coma carne. Como carne y me pongo peor. Ea, ya estoy como un muelle de reloj... Si usted me da su permiso me retiro...
—Hombre, no, descanse usted. Eso se le pasará. ¿Quiere usted un vaso de agua?
Jacinta sintió que no le dejase marchar, porque la idea de que el