Vicente Blasco Ibanez

Los enemigos de la mujer


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luego hizo un gesto de resolución.

      —Debo hablar con entera confianza. El profesor nos decía hace poco lo que gana: unas quinientas pesetas al mes; menos que cualquier empleado del Casino. Yo voy á ser franco igualmente. Vivo en el Hotel de París: Atilio Castro no puede estar alojado en otra parte: debe conservar sus amistades. Pero paso grandes apuros muchas semanas para pagar mi cuarto, y como en malos restoranes, en bodegones italianos, cuando no me convidan. La cama me cuesta tres ó cuatro veces más que la mesa. Las tardes malas, en que pierdo hasta la última ficha, me contento con un emparedado de jamón á crédito en el bar del Casino. Yo soy de la escuela de un jugador de Madrid al que llamábamos «el maestro», y que nos decía: «Jóvenes, el dinero se ha hecho para jugar: y lo que quede, para comer.»

      —Y sin embargo, tú amas la buena mesa—dijo el príncipe.

      Las lamentaciones de Castro tomaron una gravedad cómica. Con la guerra se habían olvidado las buenas costumbres. Nadie tenía casa; todos vivían en el hotel, y las escaseces del momento servían de pretexto para que los dueños de los «Palaces» lujosos diesen comidas de figón, escasas y malas. Un convite sólo servía para engañar el hambre.

      —Hace muchos meses, tal vez años, que no he comido como hoy, y eso que me he sentado á las mesas de todos los grandes hoteles de la Costa Azul. Ya no creía que existiesen en el mundo pollos como los que nos han servido. Los consideraba pájaros de ensueño, aves mitológicas.

      El coronel sonrió, inclinando la cabeza como si recibiese un elogio.

      —¿Y tú, Spadoni—siguió preguntando el príncipe—, vives bien?

      —Alteza... yo... yo...—dijo el músico balbuceando ante la repentina pregunta.

      Castro intervino para sacarle adelante.

      —El amigo Spadoni, como pianista, encuentra siempre mesa franca en las «villas» de unas cuantas señoras valetudinarias y melómanas que habitan en Cap-Martin. Le convidan también con frecuencia unos ingleses de Niza. Tampoco tiene que preocuparse de pagar hotel. Dispone de toda una «villa», grande, elegante, bien amueblada, que le dan como sepulturero.

      Novoa hizo un movimiento de asombro al oir esto.

      —Así es—continuó Atilio—. Disfruta de una casa magnífica, á cambio de guardar una tumba.

      —¡Oh, señor profesor!... No le haga caso—gimió el músico con una expresión de víctima.

      —Pero á todas estas ventajas—siguió diciendo Castro—une un terrible inconveniente: es más jugador que yo. En el Casino tiene un mote: «el señor del 5». No juega otro número. Todo lo que pilla lo pone al 5, y lo pierde. Yo soy «el señor del 17», y me va tan mal como á él... Además, tiene á sus amigos los ingleses. ¡Unos tipos! Todos los días vienen de Niza en un landó de dos caballos, y como si no tuviesen bastante con el juego del Casino, se colocan una tabla forrada de verde sobre las rodillas y sacan la baraja. ¡Jugar al poker ante el paisaje de la Cornisa, que las gentes vienen á ver de todas las partes del mundo!... Y nuestro artista, cuando hace el cuarto con los dos ingleses y una vieja miss, pierde ante el Mediterráneo, dorado por la puesta de sol, todo lo que le ha producido algún concierto en Cannes ó en Monte-Carlo.

      Spadoni intentó hablar, pero se contuvo viendo que el príncipe se dirigía á Novoa.

      —A usted no le pregunto: conozco su situación. Vive en el viejo Mónaco, en la casa de un empleado del Museo, y su alojamiento no debe ser gran cosa. Además, como decía Atilio, gana usted mucho menos que un croupier del Casino.

      Y mirando á sus convidados, añadió:

      —Lo que yo quiero proponerles es que vivan conmigo. La invitación resulta egoísta, no lo oculto. Pienso permanecer aquí hasta que se restablezca la tranquilidad de Europa y la vida vuelva á ser agradable. Sólo con mi coronel, acabaríamos por odiarnos los dos. Ustedes me acompañarán en mi agujero.

      Quedaron los tres estupefactos por la inesperada proposición. Novoa fué el primero en recobrar la palabra.

      —Príncipe, usted apenas me conoce. Nos vimos por primera vez hace tres días... No sé si debo...

      Le interrumpió el príncipe con voz algo seca y un ademán imperioso de hombre acostumbrado á no admitir objeciones.

      —Nos conocemos hace muchos años; nos conocemos toda la vida.

      Luego añadió con un tono halagador:

      —No es gran cosa lo que ofrezco. La servidumbre resulta escasa. No hay más criados que mi viejo ayuda de cámara y esos dos monigotes italianos que ha podido reclutar el coronel. Todo el resto del servicio lo hacen mujeres... Pero aun así, nuestra vida será agradable. Nos aislaremos del mundo, que está loco; no hablaremos de la guerra. Llevaremos una existencia plácida y cómoda, como en aquellas abadías que durante la Edad Media fueron frescos oasis de tranquilidad y de estudio en medio de violencias y matanzas. Comeremos bien; el coronel me responde de ello. La biblioteca del yate está aquí: al vender el buque ordené á don Marcos que la instalase en el último piso. El amigo Novoa va á encontrar libros que tal vez no conoce. Cada uno hará lo que quiera; monjes libres, sin otra obligación que la de acudir á la hora de refectorio. Y si «el señor del 5» ó «el señor del 17» quieren dar una vuelta por el Casino, podrán hacerlo, y alguien se encargará de llenarles los bolsillos. Hay que dar algo al vicio, ¡qué diablo! Sin los vicios, la vida no valdría la pena de ser vivida.

      Un silencio de aprobación acogió estas palabras del dueño de Villa-Sirena.

      —Lo único que exijo—continuó el príncipe después de una larga pausa—es que vivamos solos, entre hombres. ¡Nada de mujeres! La mujer debe quedar excluída de nuestra existencia en común.

      El pianista abrió los ojos con asombro; Castro se removió en su asiento; Novoa se quitó los lentes con un gesto maquinal de sorpresa, volviendo en seguida á montarlos en su nariz.

      Hubo otro silencio.

      —Eso que propones—dijo al fin Atilio sonriendo—me recuerda una comedia de Shakespeare. ¡Nada de mujeres! Y el protagonista acaba por casarse.

      —La conozco—contestó el príncipe—; pero no acostumbro á ajustar mi vida á las comedias, ni creo en sus enseñanzas. Puedo asegurarte que no me casaré, aunque con ello desmienta á Shakespeare y al rey francés de cuya crónica sacó el argumento de su obra.

      —Pero lo que pretendes es absurdo—prosiguió Castro—. Yo no sé lo que pensarán los demás, ¡pero impedirme á mí que...!

      Y con el gesto completó su protesta.

      Después, al ver que el príncipe había quedado pensativo, añadió:

      —¡Cómo se conoce que estás harto!... Has conseguido en tu vida cuanto deseaste, y ahora quieres imponernos...

      El príncipe, como si no le hubiese escuchado durante su ensimismamiento, le interrumpió:

      —Ya que no puedes vivir sin eso... ¡sea! No tengo empeño en martirizarte. Continúa siendo esclavo de una necesidad que es obra más de la imaginación que del deseo. Ahora que conozco verdaderamente la vida, me asombro de que los hombres hagan tantas necedades por el descubrimiento y posesión de treinta centímetros de piel oculta. Puedes satisfacer tu fantasía cuando gustes... pero ¡nada de mujeres!

      Los tres oyentes se miraron con asombro, y hasta el coronel, que se mantenía impasible siempre que hablaba su señor, mostró en sus ojos cierta sorpresa. ¿Qué quería decir el príncipe?...

      —Tú no ignoras, Atilio, lo que es una mujer. En la mayor parte de los pueblos de la tierra sólo existen hembras: jóvenes y viejas, pero no hay mujeres. La mujer, la verdadera mujer, es un producto artificial de las civilizaciones maduras, algo como las flores de invernadero, de una belleza complicada y perversa. Sólo en las grandes ciudades que llegan á ser decadentes, porque no pueden ir más allá, se encuentra á la mujer.