no es sólo fórmula de buena crianza para evitar la propia ponderación, sino confidencia íntima de un hombre que ha corrido mucho pero sin asiento ni rumbo seguro. Pues, además de tantear la carrera de escritor, cultivando tan diversos géneros literarios, empeñó su tiempo en otras profesiones. En su larga vida (muere cumplidos los ochenta y uno) residió muchos años fuera de España—en Nápoles, Lisboa, Río, Dresde, Moscú, Francfort, Washington, Bruselas, Viena—, con cargos diplomáticos que le confería o retiraba el Gobierno según estuviese regido por amigos o enemigos políticos. Y él quiso y logró intervenir activamente en la política, como diputado en varias legislaturas, y aun llegó a Subsecretario de Estado, pero por muy poco tiempo y al favor de la Revolución de Septiembre de 1868, tan gloriosa como fugaz. Tenía, además, algo de hacienda propia, heredada, en tierras de Córdoba, con lo que a veces salía de apuros y otras se veía envuelto en obligaciones. Casó ya cuarentón con una joven a la que doblaba en edad y cuyo carácter resultó poco acordado a sus gustos. «Mi casa—escribe a un amigo—es el rigor de las desdichas. No me ha valido la posición que aquí tengo (de embajador, en Lisboa), los dineros, tal vez más de lo conveniente, que gasto, ni nada, para que mi mujer esté alegre y satisfecha y no me muela.... En suma, yo estoy archifastidiado. No se case usted nunca. Razón tuvo la Iglesia católica en establecer el celibato para los clérigos, y clérigos somos usted y yo» (Valera se dirigía a Menéndez Pelayo). Su vida fue, pues, movediza, con paréntesis y alternativas, y a los giros de la biografía personal hay que sumar los grandes cambios que en la sociedad española le tocó presenciar y compartir, desde el siniestro Fernando VII—nació en 1824—a las frivolidades de don Alfonso XIII—muere en 1905—. Sufrió, además, algunos pesares acerbos: la muerte de su hijo primogénito y predilecto, cuando él estaba lejos y solo, en Washington; el caso de una distinguida joven americana tan perdidamente enamorada, cuando él tenía cumplidos los sesenta años, que se suicidó al abandonar Valera aquellas tierras. Y, sin embargo, creo difícil hallar en toda la literatura castellana un autor que pueda ofrecer tantas páginas risueñas, divertidas y penetradas por un amor a la vida que anega las desventuras y limitaciones inevitables en una comprensión optimista que, al cabo, valora más la complacencia en lo realmente existente que en los defectos y ausencias que se echan de menos. No es que don Juan Valera fuese hombre bondadoso y contentadizo; por el contrario, sus dotes de crítico, su inteligencia penetrante e irónica fueron superlativas, aunque embozadas, porque el tiempo que le tocó vivir lo requería. Pero siempre el panfilismo—el «amor a todo»—, como él decía, sobrenada en sus páginas. Y principalmente en su labor, tardía, de novelista.
Las novelas de Valera aparecen en dos etapas. En la primera, en los cinco años que median entre 1874 y 1879, se publican Pepita Jiménez, Las ilusiones del doctor Faustino, El comendador Mendoza, Pasarse de listo y Doña Luz, en una racha de excepcional intensidad; tenía Valera por entonces entre cincuenta y cincuenta y cinco años, y en la dedicatoria que antepuso a El comendador Mendoza figuran las confidencias que cité al comienzo. De haber continuado a ese aire, don Juan Valera hubiese escrito tanto como Galdós—el más grande de los novelistas españoles, y no sólo en cantidad—y su vida y su obra serían otras. Mas, a pesar del esfuerzo del autor y de la benévola aceptación del público, las cuentas domésticas no cuadraban, se acentuaba la «escasez de metales preciosos» y, al amparo de otra oportunidad, Valera volvió a la diplomacia. Son los años de Lisboa, Washington, Bruselas, Viena. En Viena cumplirá los setenta años, pero al siguiente sale Sagasta y entra Cánovas al Gobierno, y Valera se considero obligado a dimitir del que sería su último cargo. Vuelto a Madrid, de nuevo se pone seguidamente a escribir, o a dictar al amanuense cuando pierde la vista, y continuará sin tregua hasta el fin de sus días. En esta última etapa, su primer libro será, precisamente, Juanita la Larga (1895); luego Genio y figura (1897) y Morsamor (1899), además de componer otros varios libros, y aun otra novela, de edición póstuma e inacabada, Elisa la malagueña.
Las novelas fueron, pues, frutos tardíos en la vida de Valera y resultado de dos etapas distantes y relativamente breves. Sin embargo, su inspiración no procedía de factores azarosos ni circunstanciales. En rigor, y salvando las excepciones que lo confirman, cabe decir que una y otra vez Valera escribió y reescribió principalmente una sola novela, la biografía de un determinado tipo de mujer, situada en un ambiente que no procede de experiencias en tierras y con gentes extrañas, ni siquiera en Madrid, sino el de su tierra natal, la ciudad de Cabra, y el municipio próximo de Doña Mencía; en ambos lugares es donde sus padres tenían alguna propiedad y él pasó en ellos su infancia y mocedad. Luego los visitó poco, pero abrigó siempre el propósito de retirarse a Cabra solo y con sus libros, a escribir y leer, y ocupar así sus postrimerías. Unas estancias con ocasión de la vendimia, en torno al año 72, debieron refrescarle emociones y sucesos vividos, y de ese renacimiento de impresiones añejas salió precisamente la primera racha de sus novelas. Para la segunda bastaron los recuerdos. Otro elemento se reitera igualmente en sus novelas: el amor, difícil, entre el varón bastante maduro y la mujer todavía en agraz.
Entre las páginas más felices de Valera figuran las que título La cordobesa, descripción y análisis precioso de la mujer de su tierra. Pues bien, el héroe de sus novelas es precisamente una serie de cordobesas a las que vemos vivir en el marco andaluz y lugareño que les presta sus gracias y sus límites. Las novelas de Valera están llenas de detalles, sin duda observados en la realidad, y no sólo detalles de objetos y lugares, sino de gentes y aun personas reales. Sin embargo, Valera, al explayarse en el plano teórico, solía insistir en los ilimitados fueros de la fantasía y en la postura del arte por el arte. Frente al naturalismo zolesco y frente a otros realismos más castizos, estimaba que la novela no ha de recluirse en lo verosímil ni contener una intención moralizante. Mediante esas afirmaciones amparaba, además, a sus propias novelas, en las que presumía de libre invención y libres de tesis. Pero, aludiendo en particular a Juanita la Larga, escribía: «No sé si este libro es novela o no. Lo he escrito con poquísimo arte, combinando recuerdos de mi primera mocedad y aun de mi niñez, pasada en tal o cual lugar de la provincia de Córdoba. A fin de tener libre campo en que fingir una acción, no determino el lugar en que la acción pasa e invento uno, dándole nombre supuesto; pero yo creo que los usos y costumbres, los caracteres, las pasiones y hasta los lances de mi relato han podido suceder, naturalmente, y tal vez han sucedido, siendo yo, en cierto modo, más bien historiador fiel y veraz que novelista rico de imaginación y de inventiva. Si no fuese porque ahora está muy de moda este género de novelas, copia exacta de la realidad y no creación del espíritu poético, yo daría poquísimo valor a mi obra. No lo tiene tampoco porque trate de demostrar una tesis metafísica, psicológica, social, política o religiosa. Juanita la Larga no propende a demostrar ni demuestra cosa alguna. Su mérito, si lo tuviese, ha de estar en que divierta.» Y todavía agrega: «Mi libro puede considerarse como un espejo o reproducción fotográfica de nombres y de cosas de la provincia en que yo he nacido.» Es decir, que, al cabo, en esta obra de plena madurez, reconoce el predominio de la vena realista, pero mantiene que en ella no pretende demostrar nada oculto ni reservado.
Y, sin embargo, la aventura reiteradamente encarnada en ese determinado tipo de mujer que Valera, se complace en describir y animar constituye, a mi entender, una tesis y su viviente demostración. Contra el pesimismo y el determinismo propios del naturalismo, Valera nos mostrará un mundo en el que la libre decisión y el optimismo alcanzan el triunfo. Todas sus heroínas tienen algo grave—a los ojos de la sociedad de su tiempo—que hacerse perdonar. Y lo que Valera nos muestra es, por así decirlo, de lo que es capaz una mujer si tiene resolución y buenas hechuras. Pobreza extrema y vileza de nacimiento cierran el horizonte de Juanita, hija de Juana la Larga, y le prohíben, por ejemplo, vestirse de seda, mas se trata de una criatura indómita y... el lector va a verla actuar por sí mismo en las páginas que siguen, y no debo adelantarle las sorpresas que le esperan. Pero Valera profesaba ciertamente la religión del arte, y esa y otras tesis se hacen casi invisibles tras las peripecias de los personajes y la prosa admirable que constituye su sobrehaz y su atractivo.
Es opinión compartida—a la que, en esta oportunidad, me sumo—que Juanita la Larga es la mejor entre las novelas que escribió Valera. La multiplicidad de los personajes con relieve en la trama, sin mengua del protagonismo de la heroína; las sucesivas transformaciones de la situación, que sin interrupción