poniendo por fondo las ruinas del castillo.
Ocupaba la fortaleza todo el horizonte. Comenzaba por un torreón de piedra rojiza, cuadrado, con matacanes en la parte alta y saeteras estrechas y ventanas enrejadas en la baja.
El sol poniente solía dorar esta torre al caer de la tarde, y le daba un color de miel.
El torreón se unía con lienzos de paredes amarillentas, almenadas, con otra torre que se prolongaba hasta el mar, dejando cubos y baluartes y cortinas de piedra entre ellos. A un nivel más bajo, rodeando la fortaleza, había una muralla blanca, moderna, con garitas redondas y troneras que limitaba el camino de ronda.
Desde la parte alta del castillo a la contraescarpa bajaba la colina formando gradas de anfiteatro y taludes de tierra, cortados en diagonal y en zig-zag por los muros de poca altura de los traveses.
En estos taludes, cuyas trincheras estaban muy mal conservadas, brotaban toda clase de hierbas: aquí había un jardincito con unos cuantos rosales y un almendro; allá, unas plantas de viña. Arriba, arriba, se veía el follaje de un laurel del mirador de la coronela...
El huerto de la casa era triste; reinaban allí el silencio y la sombra; los naranjos altos subían en busca de sol, y un limonero mostraba en sus ramas limones marchitos, atados a ellas con bramantes. La luz clara y diáfana de las mañanas, la reverberación cegadora del mediodía y de las primeras horas de la tarde, el ambiente tibio del anochecer, el silencio, el ruido de agua en la acequia cercana, sumían a Thompson en una gran delicia.
En tanto el acuarelista se ocupaba de sus dibujos y de sus manchas, el Capitán iba al puerto y quería preparar su viaje en seguida.
En la fonda de la Marina había cuatro oficiales y algunas otras personas de menos importancia. Entre estos oficiales, el que se consideraba, no se sabía por qué, con más derechos, era el teniente de artillería Eguaguirre. Eguaguirre tenía el mejor cuarto y pagaba como los demás. Algunos intentaron protestar de esta distinción injustificada; pero Eguaguirre siguió siendo el hombre mimado de la casa.
El teniente tuvo, al llegar a Ondara, dos desafíos, que produjeron una gran emoción en la ciudad. En el primero hirió gravemente a su adversario en el cuello; en el segundo le dieron una estocada en el pecho que le obligó a estar en la cama cerca de un mes.
La patrona trataba a Eguaguirre con gran consideración. Los demás oficiales de la fonda no se atrevían a tutearle como a sus camaradas.
Juan Eguaguirre era poco querido.
Su impertinencia, su frialdad, su tendencia al malhumor, su manera de hablar con desprecio de los hombres y de las mujeres le hacían antipático.
Era Eguaguirre alto, moreno, esbelto, de nariz fuerte y bien dibujada, ojos negros, bigote corto, patillas pequeñas; el pelo, bastante largo, con un mechón sobre la frente. Eguaguirre tenía una gran elegancia; los ademanes, siempre fáciles y académicos. Vestido de uniforme, parecía un personaje. Al contemplarle por primera vez, se veía que era un orgulloso, un conquistador que se creía digno de todo.
Esta seguridad de algunos hombres, que convencen con su ademán de que tienen más derechos que los demás, la poseía él en grado sumo. Cuando Eguaguirre entraba en algún sitio, sobre todo donde hubiera mujeres, era el primero; sentía la convicción de su valer, que llegaba a comunicar a los otros.
Por lo que se contaba, Eguaguirre había tenido disgustos en su infancia, cuando vivía con su tío el coronel del mismo apellido que fué encausado durante la primera reacción de Fernando VII.
Eguaguirre era puntilloso, de un amor propio exagerado, que disimulaba con afectada indiferencia.
El orgullo es, sin duda, planta que crece en las razas viejas y en los pueblos en ruina. La vanidad es sentimiento de países más jóvenes y con más ilusiones. El orgullo es lo que queda a las razas y castas caídas.
Eguaguirre era de una antigua familia acomodada de Navarra, cuya casa y cuyos bienes habían desaparecido.
Al encontrarse en la mesa de la fonda de la Marina, Eguaguirre y el Capitán se sintieron hostiles.
El Capitán habló a Eguaguirre en tono ligero, cosa que al oficialito produjo enorme asombro.
No sólo hizo esto, sino que al segundo día el Capitán comenzó a interrogarle.
—¿Es usted sobrino del coronel Eguaguirre?—le dijo.
Eguaguirre no contestó.
—¿Si es usted sobrino del coronel Eguaguirre?—volvió a preguntar el Capitán.
—¿Por qué me lo pregunta usted?
—Por nada, por saberlo.
—¿Es que yo le pregunto a usted quién es, ni quiénes son sus parientes, por curiosidad?
—No; pero puede usted preguntármelo. Yo le contestaré si me parece.
Eguaguirre miró con una sorpresa creciente al Capitán. El tono ligero de éste le produjo verdadera estupefacción.
Eguaguirre esperó a que terminara la comida, y acercándose al Capitán le preguntó de un modo frío y seco:
—¿Qué tenía usted que decirme del coronel Eguaguirre?
—Yo, nada. Que es un valiente y un buen liberal.
—¿Lo dice usted como censura?
—No; al contrario.
La mano derecha del Capitán hizo entonces el signo de reconocimiento de la masonería escocesa, al cual contestó el teniente.
—Sabía que era usted amigo o enemigo—dijo Eguaguirre—, que no era usted persona indiferente.
—Somos hermanos—replicó el Capitán.
—Dígame usted qué quiere usted hacer aquí para que le ayude.
—Mi amigo Thompson y yo—dijo el Capitán—volvemos de Grecia, donde hemos estado en compañía de lord Byron. A la altura de este puerto tuvimos que desembarcar y salir de la polacra siciliana donde íbamos por imposición de los marineros, que habían supuesto que Thompson, el enfermo y yo estábamos los tres apestados. Respecto a nuestros proyectos, Thompson quiere marchar a España, y yo pienso ir a Marsella, luego a Burdeos y trasladarme a Méjico.
—Creo—repuso Eguaguirre—que lo que más le conviene a usted es ir a Valencia.
—No; no me entusiasma esa idea. El Angel Exterminador tiene muchos agentes en esas ciudades del litoral mediterráneo.
—Sí, es verdad—dijo Eguaguirre estremeciéndose y mirando a derecha e izquierda—. Entonces tendrá usted que esperar un laúd que vaya directamente a un puerto de Francia.
Tras de una larga conversación a solas, Eguaguirre intimó con el Capitán. Thompson, en cambio, nunca simpatizó con el oficial de artillería. Este era aficionado a dar largos paseos a caballo. Thompson prefería ir a pescar.
El Capitán, buen jinete, comenzó a acompañar a Eguaguirre en sus paseos a caballo por los alrededores de Ondara. Muchas veces se cruzaban con otros militares jóvenes, y también con frecuencia con una damita rubia y pequeña que, vestida de amazona y montada en un caballo tordo, marchaba muy esbelta y elegante.
—Es la coronela—dijo Eguaguirre al verla por primera vez yendo en compañía del Capitán—. Es mísis Hervés.
—¿Inglesa?
—Mixta, hija de un militar inglés y de una española.
—¿Pero casada con un español?
—Sí; con el gobernador del castillo.
Otros muchos días se cruzaron con la coronela.
El Capitán llegó a creer que entre la angloespañola y Eguaguirre había algo, y que sus saludos fríos y corteses escondían