Miguel de Cervantes Saavedra

Novelas y teatro


Скачать книгу

que es famoso, y compuesto por un poeta de los del número, como capitán del batallón.

      Apenas hubo dicho esto, cuando casi todos los que en la rueda estaban dijeron a voces:

      --Cántale, Preciosa, y ves aquí mis cuatro cuartos.

      Y así granizaron sobre ella cuartos, que la vieja no se daba manos a cogerlos. Hecho, pues, su agosto, y su vendimia, repicó Preciosa sus sonajas, y al tono correntío y loquesco cantó el romance.

      Apenas lo acabó cuando del ilustre auditorio y grave senado que la oía, de muchas se formó una voz sola, que dijo:

      --¡Torna a cantar, Preciosica; que no faltarán cuartos como tierra!

      Más de docientas personas estaban mirando el baile y escuchando el canto de las gitanas, y en la fuga dél acertó a pasar por allí uno de los tinientes de la villa, y viendo tanta gente junta, preguntó qué era, y fuéle respondido que estaban escuchando a la Gitanilla hermosa, que cantaba. Llegóse el Tiniente, que era curioso, y escuchó un rato, y por no ir contra su gravedad, no escuchó el romance hasta la fin; y habiéndole parecido por todo extremo bien la Gitanilla, mando a un paje suyo dijese a la gitana vieja que al anochecer fuese a su casa con las gitanillas; que quería que las oyese dona Clara su mujer. Hizolo así el paje, y la vieja dijo que sí iria.

      Acabaron el baile y el canto y se fueron la calle adelante, y desde una reja llamaron unos caballeros a las gitanas. Asomóse Preciosa a la reja, que era baja, y vió en una sala muy bien aderezada y muy fresca muchos caballeros que, unos paseándose y otros jugando a diversos juegos, se entretenían.

      --¿Quiérenme dar barato, ceñores?--dijo Preciosa, que, como gitana, hablaba ceceoso, y esto es artificio en ellas; que no naturaleza.

      A la voz de Preciosa, y a su rostro, dejaron los que jugaban el juego, y el paseo los paseantes, y los unos y los otros acudieron a la reja por verla, que ya tenían noticia della, y dijeron:

      --Entren, entren las gitanillas; que aquí les daremos barato.

      --Caro sería ello--respondió Preciosa--si nos pellizcacen.

      --No, a fe de caballeros--respondió uno--; bien puedes entrar, niña, segura que nadie te tocará a la vira de tu zapato; no, por el hábito que traigo en el pecho.

      Y púsose la mano sobre uno de Calatrava.

      --Si tú quieres entrar, Preciosa--dijo una de las tres gitanillas que iban con ella--, entra enhorabuena; que yo no pienso entrar adonde hay tantos hombres.

      --Mira, Cristina--respondió Preciosa--: de lo que te has de guardar es de un hombre solo y a solas, y no de tantos juntos; porque antes el ser muchos quita el miedo y el recelo de ser ofendidas. Advierte, Cristinica, y está cierta de una cosa: que la mujer que se determina a ser honrada, entre un ejército de soldados lo puede ser. Verdad es que es bueno huír de las ocasiones; pero han de ser de las secretas, y no de las públicas.

      --Entremos, Preciosa--dijo Cristina--; que tú sabes más que un sabio.

      Animólas la gitana vieja, y entraron; y apenas hubo entrado Preciosa, cuando el caballero del hábito vió un papel que traía en el seno, y llegándose a ella se le tomó, y dijo Preciosa:

      --¡Y no me le tome, señor; que es un romance que me acaban de dar ahora, que aún no le he leído!

      --Y ¿sabes tú leer, hija?--dijo uno.

      --Y escribir--respondió la vieja--; que a mi nieta hela criado yo como si fuera hija de un letrado.

      Abrió el caballero el papel, y vió que venía dentro dél un escudo de oro, y dijo:

      --En verdad, Preciosa, que trae esta carta el porte dentro: toma este escudo que en el romance viene.

      --Basta--dijo Preciosa---, que me ha tratado de pobre el poeta. Pues cierto que es más milagro darme a mí un poeta un escudo que yo recebirle: si con esta añadidura han de venir sus romances, traslade todo el Romancero general, y envíemelos uno a uno; que yo les tentaré el pulso, y si vinieren duros, seré yo blanda en recebillos.

      Admirados quedaron los que oían a la Gitanica, así de su discreción como del donaire con que hablaba.

      Los que jugaban le dieron barato, y aun los que no jugaban. Cogió la hucha de la vieja treinta reales, y más rica y más alegre que una Pascua de Flores, antecogió sus corderas y fuése en casa del señor Teniente, quedando que otro día volvería con su manada a dar contento a aquellos tan liberales señores.

      Ya tenía aviso la señora doña Clara, mujer del señor Teniente, como habían de ir a su casa las gitanillas, y estábalas esperando como el agua de Mayo ella y sus doncellas y dueñas, con las de otra señora vecina suya, que todas se juntaron para ver a Preciosa; y apenas hubieron entrado las gitanas, cuando entre las demás resplandeció Preciosa como la luz de una antorcha entre otras luces menores; y así, corrieron todas a ella: unas la abrazaban, otras la miraban, éstas la bendecían, aquéllas la alababan. Doña Clara decía:

      --¡Este sí que se puede decir cabello de oro! ¡Estos sí que son ojos de esmeraldas!

      La señora su vecina la desmenuzaba toda, y hacía pepitoria de todos sus miembros y coyunturas. Y llegando a alabar un pequeño hoyo que Preciosa tenía en la barba, dijo:

      --¡Ay, qué hoyo! En este hoyo han de tropezar cuantos ojos le miraren.

      Oyó esto un escudero de brazo de la señora doña Clara, que allí estaba, de luenga barba y largos años, y dijo:

      --¡Por Dios, tan linda es la Gitanilla, que hecha de plata o de alcorza no podría ser mejor! ¿Sabes decir la buenaventura, niña?

      --De tres o cuatro maneras--respondió Preciosa.

      --Y ¿eso más?--dijo doña Clara---. Por vida del Tiniente, mi señor, que me la has de decir, niña de oro, y niña de plata, y niña de perlas, y niña de carbuncos, y niña del cielo, que es lo más que puedo decir.

      --Dénle, dénle la palma de la mano a la niña, y con que haga la cruz--dijo la vieja--, y verán qué de cosas les dice; que sabe más que un doctor de melecina.

      Echó mano a la faldriquera la señora Tenienta, y halló que no tenía blanca. Pidió un cuarto a sus criadas, y ninguna le tuvo, ni la señora vecina tampoco. Lo cual visto por Preciosa dijo:

      --Todas las cruces, en cuanto cruces, son buenas; pero las de plata o de oro son mejores; y el señalar la cruz en la palma de la mano con moneda de cobre sepan vuesas mercedes que menoscaba la buenaventura, a lo menos, la mía; y así, tengo afición a hacer la cruz primera con algún escudo de oro, o con algún real de a ocho, o, por lo menos, de a cuatro; que soy como los sacristanes: que cuando hay buena ofrenda, se regocijan.

      --Donaire tienes, niña, por tu vida--dijo la señora vecina.

      Y volviéndose al escudero, le dijo:

      --Vos, señor Contreras, ¿tendréis a mano algún real de a cuatro? Dádmele; que en viniendo el doctor mi marido os le volveré.

      --Sí tengo--respondió Contreras--; pero téngole empeñado en veinte y dos maravedís, que cené anoche; dénmelos; que yo iré por él en volandas.

      --No tenemos entre todas un cuarto--dijo doña Clara---, ¿y pedís veinte y dos maravedís? Andad, Contreras, que siempre fuistes impertinente.

      Una doncella de las presentes, viendo la esterilidad de la casa, dijo a Preciosa:

      --Niña, ¿hará algo al caso que se haga la cruz con un dedal de plata?

      --Antes--respondió Preciosa--se hacen las cruces mejores del mundo con dedales de plata, como sean muchos.

      --Uno tengo yo--replicó la doncella---; si éste basta, hele aquí, con condición que también se me ha de decir a mí la buenaventura.

      --¿Por un dedal tantas buenasventuras?--dijo la gitana vieja---. Nieta, acaba presto; que se