nos interpela con algún cuestionamiento o nos desafía a desatar un nudo (simbólicamente hablando) que para él ha sido imposible desatar. En ese momento nos ponemos el disfraz de súper-héroe marinero y dejamos ver que los nudos son cosa del día a día para nosotros. Bueno. No quiero generalizar, pero en algunas situaciones, incluyendo las descriptas en estas páginas, nos encontramos un poco lejos de eso. No lo digo porque no seamos expertos, ni capaces, sino más bien porque en algunas oportunidades las situaciones que se nos presentan y que de primera mano parecen fáciles de resolver, suelen complejizarse más y más a medida que nos sumergimos en el proceso y comenzamos a detectar esas variables que desconocíamos hasta el momento, como ser: nuestras propias limitaciones, el entorno, las personas, sus costumbres, su cultura, sus relaciones, sus egos, sus miedos, sus debilidades, etc. por citar algunos ejemplos. En ese instante nos damos cuenta que además del disfraz de súper-héroe marinero, vamos a tener que aprender a usar el disfraz de empático, el de gran escucha, el de conciliador, el de flexible, el de autoritario y en algún caso el de distraído también. Son esos los momentos donde nos desafiamos, donde nos damos cuenta que no lo sabíamos todo, donde nos damos cuenta que sabíamos muy poco... Esa oportunidad define lo que puede ser nuestro éxito o nuestro fracaso, según la cantidad de disfraces de superhéroe que lleguemos a vestir, cuáles de ellos usemos, e inclusive en qué orden los vestiremos.
Gustavo en este libro nos detalla cómo fue creando su camino, sus éxitos y sus fracasos, sus errores y sus aciertos. Nos muestra también algunas de las variables ocultas que no conocía hasta que comenzó con cada proceso, qué actitudes tuvo que tomar en cada caso, como una palabra o un comentario tuvo un significado y un protagonismo distinto al que se le quiso dar originalmente. Muestra que a medida que pasó el tiempo fue aprendiendo, fue “haciendo”, se arriesgó a tomar nuevos retos, a poner en práctica en cada uno de ellos lo aprendido en el anterior y a intentar (no siempre con éxito) no cometer los mismos errores del pasado.
En síntesis, en estas páginas, el autor, de una manera muy clara, nos deja ver que siempre se está aprendiendo, que en ese aprendizaje va a haber tristes derrotas, también dulces victorias, que se puede agregar valor a lo que a uno le apasiona en base a las experiencias transitadas y que siempre debemos tener una percha vacía en nuestro armario de competencias para el momento en que se necesite un disfraz de súperhéroe distinto al que habitualmente usamos.
Gastón Bellomo
Profesional de Relaciones Laborales, con 22 años de trayectoria en el área de
Recursos Humanos de empresas nacionales e internacionales, con grandes dotaciones de personal y altamente sindicalizadas.
A lo largo de su trayectoria lideró el área de RRHH en empresas de diferentes rubros: Construcción (Helport SA), Supermercadismo (Auchan SA), Peajes (Caminos del Paraná – Corredor Americano), Petróleo (Unitec Energy), Biocombustibles (Unitec Bio SA), Retail Argentina – Ecuador y Uruguay
(Interbaires SA), Industria de la madera (Zeni SA), Logística USA –Latam y Caribe (OCASA), entre otras.
Entre sus principales logros se destacan: El start-up del área en empresas de
Argentina y del exterior, la reingeniería en los procesos del sector, la puesta en marcha de los planes de desarrollo del capital humano, la creación de sistemas de incentivos y remuneraciones variables destinada a las áreas comerciales, el liderazgo en la estrategia de las relaciones laborales y la puesta en valor del área a través de nuevas tecnologías y procesos paperless.
Introducción
Nadie sabe por qué cosas de la vida uno empieza queriendo algo y después se da cuenta cuando lo tiene que eso no era. Algo así me pasó al momento de elegir la carrera de psicología.
Recuerdo que tenía 12 años y, sumergido en la pileta del Club Banco Provincial, al que íbamos con mis amigos todos los días, se me ocurrió que estudiar el cerebro humano sería una buena idea. Pero como siempre fui muy impresionable, medicina no era la mejor opción. Ahí apareció la idea de convertirme en un profesional de la salud mental desde otro lugar. Desde un lugar más oral diríamos.
Así fue que en el año 1996, y luego de que mi familia pudiese sortear un par de obstáculos económicos, comencé mi carrera en la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de Rosario.
Mi ilusión y expectativa máxima era atender pacientes. ¡Oh, el diván, la pipa y las intelecciones sofisticadas!
Y las materias confirmaban mucho mi elección. Me sentía a gusto entre la filosofía socrática; los sueños y las histéricas de Freud y más adelante, acercarme al genio de Lacan. Este último, probablemente uno de los autores más crípticos y enigmáticos del Siglo XX. Él, se me ofrecía como el Libro de las Verdades. Eso oculto a lo que si uno accede, le permitirá domeñar los misterios del pensamiento humano…
Cursando el cuarto de los seis años que implica la carrera, un amigo me da la oportunidad de comenzar a trabajar junto a él en su negocio familiar: una cochera con lavadero en el centro de Rosario. Conociendo mis necesidades (Julieta, mi hija, estaba por nacer) lo acepté presuroso.
Sin lugar a dudas que este hecho, más que sumergirme me hundió en la lógica del empleo. Piénsese que mis experiencias laborales previas eran nulas. Y perteneciendo a una familia de clase media, de golpe verme enjuagando barro de los coches, fue todo un impacto.
Recuerdo que en más de una oportunidad, mientras agarraba con fuerza la manguera del compresor para que no se me escapara, pensaba en qué diría mi abuelo si me viese haciendo eso. Y las opciones que se me venían a la cabeza eran 2. Una, estaría orgulloso de mí. Y la otra: “Hubiese preferido que sólo estudiases, querido”. Vale la aclaración que mi abuelo siempre fue un referente para mí, en tanto, además de haberlo querido mucho, fue el primer entrepreneur[1] que conocí. Al día de hoy, no tengo una clara respuesta de qué hubiera dicho; pero sí estoy seguro que el saldo de aprendizaje que me dejó tal ocupación, aún lo sigo aprovechando. Y creo que lo haré de por vida.
Yendo a esa época, durante muchas mañanas lluviosas en las que las tareas escaseaban justamente por tales condiciones climáticas, debatíamos con Diego (compañero de facultad, también) respecto de la teoría lacaniana y nuestra futura inserción como psicólogos.
Y nuestras posiciones eran casi tan variables como la meteorología misma. A veces, parecíamos los mismísimos escuderos de Lacan. Otras, lo defenestrábamos por ser un erudito que no aportaba nada a la clínica, y por ende, tampoco era útil para paliar el sufrimiento humano.
Graciosos resultaban ciertos dichos de esa época. Por ejemplo: “Yo, para ser panelista de TV, tengo que cobrar un montón de plata”[2] o bien algunas referencias al caso del Hombre de los Lobos[3] para explicar algunos de nuestros padeceres. Y también citábamos mucho a Dora[4], cuando se trataba de dar cuenta de algún fallido encuentro amoroso con una mujer.
Más allá de estos debates de un vuelo intelectual tan elevado como antipráctico, lo más jugoso de mi experiencia en el lavadero fue el primer contacto directo con la relación de dependencia, lo que implicaba entre otras cosas el hecho de tener que lidiar con mis jefes, compañeros y con los usuarios. Respecto de estos últimos, a decir verdad en esa etapa nuestra competencia en “Orientación al Cliente” dejaba mucho que desear. Los lavados eran francamente mejorables si bien, hay que reconocerlo, lográbamos cordiales vínculos con aquellos que nos confiaban su coche.
Sin lugar a dudas que para poder luego hablar de todas las consecuencias que tiene el trabajo en sentido amplio, resulta indispensable haber experimentado varias de sus implicancias. Es decir, hoy en día cuando doy capacitaciones o diseño alguna