región lumbar. No podía evitar pensar en la isla con esta forma anatómica, debido a las constantes referencias de Robinson a los brazos y las piernas.
Miguel seguía arrojando piedras y yo contemplaba el mar para evitar que él se cohibiera por mi presencia. El mar que rodeaba Robinson ejercía una fascinación especial, quizá porque se extendía por mil quinientos kilómetros antes de llegar a la oficina de correos más cercana. Fue solo algunos segundos después cuando advertí que Miguel había dejado de arrojar piedras y supuse que debía de estar acercándose. Recorrí la playa con la mirada, pero no pude ver signo alguno de él a pesar de que podía abarcarla toda con la vista. Una pequeña franja de vegetación crecía sobre los acantilados negros, pero era demasiado baja para esconder al niño, a menos que él se hubiese acostado en el suelo. Concluí que debía de estar echado cuerpo a tierra y decidí recorrer la playa, examinando muy de cerca la base de los acantilados. Llegué hasta el final, donde la roca negra se perdía en el mar, sin hallar rastro alguno de Miguel. Me sentí desconcertada, luego asustada. No veía ningún lugar donde podría haberse escondido, salvo el mar. Lo escruté con miedo, anhelando no ver una cabeza flotando fuera de mi alcance, pero no vi sino las olas que rompían contra las corrientes subterráneas y que podrían haber escondido cualquier cosa. En realidad, no pensaba que hubiese saltado al mar en los pocos momentos en que mis ojos se alejaron de él. Lo creí incapaz de semejante tontería. Estaba segura de que Miguel estaba a salvo en alguna parte, pero me perturbaba el hecho de no tener razón alguna para esta certeza. Por un momento, pensé que tal vez mis otros compañeros también habían desaparecido. Pensé que tal vez nunca habían existido, que Robinson y su casa eran el sueño de una muerta, que yo misma estaba muerta, como para entonces lo creía mi familia y lo habían informado los periódicos. Para alejar esas ideas de mi mente, pensé que lo primero que debía hacer era regresar a la casa de Robinson por la ruta más corta e informar de la desaparición del niño.
La ruta más rápida empezaba en el final de la playa donde yo me encontraba, aunque no era exactamente la más corta. Subía la montaña en zigzag, en una pendiente más suave que la del sendero que había usado en mi camino de ida. Llevaba veinte minutos subiendo cuando me topé con una granja derruida, con su molino de agua, sobre una pequeña meseta que asomaba a un arroyo que se filtraba por una estrecha quebrada. Se me ocurrió que los predecesores de Robinson, por más ermitaños que fuesen, habían hecho esfuerzos para cultivar cada uno de los espacios verdes de la isla. Más tarde, cuando vi las tupidas pasturas de la Pierna Oeste y del Brazo Sur, sentí una suerte de indignación porque su trabajo se había desperdiciado. Junto a la granja descubrí una cantidad de árboles de mango, todavía rebosantes de frutos, todos embarrados y descuidados. Era de allí de donde Robinson debía de haber recogido los pobres especímenes de mango que comíamos en el desayuno. No me pareció que los árboles fuesen a resistir mucho más.
Muchas veces, durante mi ascenso, me volví para escrutar la playa debajo y los arbustos montañeses que la rodeaban, en busca de algún signo de Miguel. Empecé a preocuparme seriamente, sobre todo porque tenía todos los motivos más obvios para preocuparme. Cuando llegué a la granja desierta, eché un último vistazo a mi alrededor, porque encima de esa meseta empezaba a formarse un cordón de nubes, como sucede a última hora de la tarde, y eso hacía imposible divisar la costa desde el lugar donde me hallaba. Decidí descansar de mi caminata durante diez minutos en esa meseta y di un paseo por el lugar, rodeando la casa y mirando hacia su interior por las ventanas abiertas. Giré el picaporte. La puerta estaba abierta. Entré y vi a Miguel junto a la chimenea ruinosa, apilando ramitas para hacer fuego. Tenía una lata con agua y otra con café.
—Hola —dije—. ¿Cómo llegaste aquí?
La pregunta pareció agradarle. Y, por eso, para agradarle más todavía, dije:
—Te vi en la playa. Aparté la mirada un momento y, cuando volví a mirar, te habías ido.
Hasta se rio al oír aquello.
—¿Cómo lo hiciste? —dije. Si hubiese trepado la montaña, lo habría visto. Pero debió de haber trepado la montaña y no lo vi.
—Hay una cueva secreta —dijo Miguel—, con un túnel.
—¿Dónde? Me gustaría verla.
Él negó con la cabeza.
—¿Robinson conoce esa cueva secreta?
—Sí. Pero no se la muestra a nadie.
Me dio una taza de hojalata con el café negro y caliente que había preparado.
—Robinson no le mostrará las cuevas. Solo me las muestra a mí.
—Oh, ¿hay más de una?
No respondió; ya había revelado demasiado.
—Está riquísimo —dije y, para no parecer condescendiente, agregué—: pero le vendría bien un poco de azúcar.
Hurgó en el bolsillo interior de su chaqueta leñadora y extrajo un paquetito de azúcar. Lo abrió, lo vació dentro de mi taza y lo revolvió con una ramita. Nos sentamos ante la chimenea y sorbimos el café. En ese momento deseaba estar en casa.
—Tengo que irme —dijo Miguel.
—Yo también —dije.
—No, espere un rato.
Pensé que se proponía visitar otras cuevas secretas y que no quería que yo descubriera el camino, de modo que dije:
—Está bien. Digamos unos diez minutos. ¿Suficiente?
—Bueno —dijo—, espere hasta que deje de llover.
Advertí que estaba lloviendo, no demasiado fuerte.
—Oh, ¿eso es todo? —dije—. Bueno, no me importa la lluvia.
—Va a mojar el impermeable de Robinson —señaló el muchacho.
No podía negarlo. Esperé hasta que dejó de llover y cuando salí alcancé a ver a Miguel, que atravesaba con agilidad el matorral que había encima de mí para regresar a la casa.
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