Emilio Salgari

Obras de Emilio Salgari


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a sus pies con los brazos extendidos hacia ella—, no me rechaces, no te asustes! Fue la fatalidad la que me convirtió en pirata. Los hombres de tu raza no tuvieron piedad conmigo, que no les había hecho mal alguno. Me arrojaron al fango desde las gradas de un trono, me quitaron mi reino, asesinaron a mi madre, a mis hermanos, a mis hermanas. Me empujaron a los mares. No soy pirata por robar, sino que lo soy como justiciero, soy el vengador de mi familia y de mis súbditos, nada más. Si quieres, recházame, y me alejaré para siempre de estos lugares para no causarte miedo nunca más.

      —¡No, Sandokán, no te rechazo, porque te amo demasiado!

      —¡Me amas todavía! ¡Repítelo, repítelo!

      —Sí, Sandokán, te amo, y ahora más que ayer.

      El pirata la estrechó contra su pecho. Una alegría infinita iluminaba su rostro.

      —¡Mía! ¡Eres mía! —exclamó con una felicidad inenarrable.

      —¡Llévame lejos, a una isla cualquiera, pero donde pueda quererte sin peligro ni ansiedades!

      —Si quieres, te llevaré a una isla lejana cubierta de flores, donde no oigas hablar de Labuán ni yo de Mompracem. A una isla encantada donde podrán vivir enamorados el terrible pirata y la hermosa Perla de Labuán. ¿Quieres, Mariana?

      —¡Sí, si tú quieres, iré contigo! Pero ahora te amenaza un grave peligro, tal vez se trama una traición contra ti.

      —Lo sé —exclamó Sandokán-, pero no la temo.

      —Te pido que te marches, Sandokán.

      —¡Marcharme! ¡Si no tengo miedo!

      —Huye, Sandokán, mientras sea tiempo. Temo que te suceda una desgracia. Mi tío no ha salido por capricho; debe haberlo llamado el baronet William Rosenthal, que probablemente te ha reconocido. ¡Por favor, parte, vuelve a tu isla ahora! ¡Ponte a salvo antes de que una tempestad caiga sobre tu cabeza!

      En lugar de obedecer, Sandokán cogió a la joven y la levantó en los brazos. Su rostro tenía ahora otra expresión: le brillaban los ojos, las sienes le latían con furia y sus labios se entreabrían mostrando los dientes.

      Un instante después se arrojó como una fiera a través del parque, saltando los arroyos y la cerca. No se detuvo hasta llegar a la playa, por la cual vagó largo tiempo sin saber qué hacer. Cuando decidió regresar, ya había caído la noche y salía la luna.

      Apenas llegó a la quinta, preguntó por el lord, pero le informaron que no había vuelto.

      Fue al saloncito y allí estaba Mariana, arrodillada ante una imagen, con el rostro inundado de lágrimas.

      —¡Adorada Mariana! —exclamó el pirata—. ¿Lloras por mí? ¿Porque soy el Tigre de la Malasia, el hombre odiado por tus compatriotas?

      —¡No, Sandokán! ¡Tengo miedo! ¡Huye de aquí, pronto!

      —Yo no tengo miedo. El Tigre de la Malasia no ha temblado nunca y...

      Se interrumpió. En el parque resonaba el galope de un caballo.

      —¡Mi tío! ¡Huye, Sandokán! —exclamó Mariana.

      —¡Yo! ¡Yo!

      En ese momento entraba lord James, grave, con mirada torva, y vestido con el uniforme de capitán de marina.

      —Si yo hubiera sido un hombre de su especie —dijo con desdén—, antes de pedir hospitalidad a un enemigo me hubiera dejado matar por los tigres del bosque. ¡Es usted un pirata y un asesino!

      —¡Señor -exclamó Sandokán, dispuesto a vender cara su vida-, no soy un asesino, soy un justiciero! -¡No quiero una palabra más! ¡Salga de mi casa! Sandokán lanzó una larga mirada a Mariana, que había caído al suelo medio desvanecida y con paso lento, la mano en la empuñadura del kriss, alta la cabeza, fiera la mirada, salió del saloncito y descendió la escalera, ahogando con un poderoso esfuerzo los latidos furiosos de su corazón y la emoción profunda que lo dominaba.

      En cuanto llegó al parque se detuvo y desnudó el kriss, cuya hoja brilló a los rayos de la luna.

      A trescientos pasos se extendía una fila de soldados que, con la carabina en la mano, se disponían a hacer fuego sobre él.

      R

      En otros tiempos Sandokán, aun cuando se viera casi desarmado frente a un enemigo cincuenta veces más poderoso, no habría dudado un instante en arrojarse sobre las puntas de las bayonetas para abrirse paso. Pero ahora que amaba, que sabía que era correspondido y que quizás lo seguía ella con la vista y llena de ansiedad, no quiso cometer una locura que pudiera costarle la piel a él, y a ella, sabe Dios cuántas lágrimas.

      Sin embargo, era preciso abrirse paso para llegar al bosque y luego al mar, su único asilo seguro.

      Volvió a subir la escalera sin que los soldados lo hubieran visto y entró de nuevo al saloncito con el kriss en la mano.

      Todavía estaba allí el lord; la joven había desaparecido.

      —Señor —dijo Sandokán acercándosele—, si yo le hubiese dado hospitalidad, si le hubiera llamado mi amigo y hubiera descubierto después que era un enemigo, le habría indicado la puerta, pero no le hubiera tendido una cobarde emboscada. Ahí abajo, en el camino que debo recorrer, hay cincuenta o cien hombres dispuestos a fusilarme. Mande que se retiren y que me dejen el paso libre.

      —¿Es decir que el invencible Tigre tiene miedo? —preguntó el lord con fría ironía.

      —¡Miedo yo! Por supuesto que no, milord. Pero aquí no se trata de combatir, sino de asesinar a un hombre.

      —¡No me importa! ¡Salga de mi casa, o si no...

      —Milord, no me amenace, porque el Tigre sería capaz de morder la mano que lo curó.

      —¡Entonces nos veremos los dos, Tigre de la Malasia! —gritó el lord y desenvainó el sable.

      —¡Ya sabía que intentaba asesinarme a traición! ¡Vamos, milord, ábrame paso o me arrojo sobre usted!

      En lugar de obedecer, lord James tomó una trompeta de caza y lanzó una aguda nota.

      —¡Ya es tiempo, asesino, que caigas en nuestras manos! —dijo—. ¡Dentro de pocos minutos estarán aquí los soldados y a las veinticuatro horas te ahorcarán!

      Sandokán lanzó un sordo rugido. De un salto se apoderó de una silla y se subió a la mesa, con las facciones contraídas y una feroz sonrisa en sus labios.

      En ese instante resonó fuera otra trompeta, y en el corredor la voz de Mariana que gritaba desesperada:

      —¡Sandokán, huye!

      El pirata levantó la silla y la arrojó con toda su fuerza contra el lord, que cayó al suelo. Rápido como el rayo, Sandokán se le fue encima con el kriss en alto.

      —¡Mátame, asesino! —gritó el inglés.

      El pirata le ató fuertemente brazos y piernas con su propia faja. En seguida le quitó el sable y se lanzó al corredor.

      —¡Aquí estoy, Mariana!

      Ella se precipitó en sus brazos y lo llevó a su habitación.

      —¡Sandokán, he visto soldados! -sollozó-. ¡Dios mío, estás perdido!

      —Todavía no, ya verás como escapo de los soldados.

      La llevó hacia la ventana y la contempló un instante a la luz de la luna.

      —Mariana —dijo—, júrame que serás mi esposa.

      —Te lo juro por la memoria de mi madre.

      —¿Me esperarás?