Emilio Salgari

Obras de Emilio Salgari


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terrible, Yáñez! ¡Qué carnicería! Todos murieron. Todos menos uno. ¡Yo! -¿Lamentas esa derrota?

      —No lo sé. ¡Sin la bala que me hirió acaso no habría conocido a la muchacha de los cabellos de oro! Bajó a la playa. Se detuvo, y con los brazos extendidos señaló el sitio donde se efectuó el terrible abordaje.

      —Los paraos están sepultados allí —dijo—. ¡Cuántos muertos contendrán todavía en sus despedazados cascos!

      Se sentó en un tronco y quedó sumido en profundos y tristes pensamientos.

      Yáñez se fue entre las peñas a buscar ostras. Encontró una tan gigantesca que apenas podía levantarla. Volvió junto a Sandokán, encendió fuego y la abrió.

      —¡Vamos, hermano, deja en paz a los muertos y ven a probar esta exquisita ostra!

      El almuerzo fue espléndido. La ostra contenía carne tierna y delicada, que calmó el apetito de los piratas. Terminada la comida, echaron a andar nuevamente. Durante algún tiempo siguieron su camino por la orilla derecha del riachuelo, y después entraron resueltamente por el medio de la floresta.

      Caía la noche cuando Sandokán se detuvo ante una larga senda.

      —Estamos cerca de la quinta —dijo con voz ahogada—. Este sendero conduce al parque.

      —¡Qué suerte, hermano! —exclamó Yáñez—. ¡Sigue adelante, pero cuidado con cometer locuras!

      Sandokán cargó la carabina y echó a andar por el sendero con tal rapidez que el portugués apenas podía seguirlo.

      —¡Mariana! ¡Amor mío! —exclamaba el pirata—. ¡No tengas miedo, ya estoy cerca de ti!

      En ese momento habría atacado a un regimiento entero por llegar pronto a la quinta. Nada le causaba miedo; la misma muerte no lo hubiera hecho retroceder.

      Sólo temía llegar tarde y no encontrar a la mujer tan intensamente amada, y esto lo hacía correr más y más, olvidando la prudencia.

      —¡Oye, loco del demonio! —gritaba Yáñez, que trotaba tras él—. ¡Espérame! ¡Párate, por mil cañonazos, o harás que reviente!

      —¡A la quinta! ¡A la quinta! —respondía Sandokán. No se detuvo hasta llegar a la empalizada del parque, más bien por esperar a su compañero que por prudencia o cansancio.

      —¡Uf! —exclamó el portugués—. ¿Tú crees que soy un caballo, para obligarme a correr de este modo? ¡La quinta no se escapará, te lo aseguro! Además, no sabes qué puede ocultarse detrás de esa empalizada.

      —¡No temo a los ingleses!

      —Ya lo sé, pero si te matan, no verás a tu Mariana.

      —No puedo quedarme aquí. ¡Tengo que verla!

      —¡Calma, hermanito! Obedéceme, o no lograrás lo que quieres.

      Le hizo una seña para que se callara y trepó como un gato hasta lo alto de la cerca, mirando al parque con atención.

      —Parece que no hay centinela —dijo—. ¡Entremos!

      Se dejó caer al otro lado. Sandokán hizo lo mismo y ambos fueron internándose con cautela por el parque; se escondían detrás de los arbustos y de la maleza y en el fondo de los surcos, con la vista fija en la casa, que apenas se distinguía a través de las tinieblas.

      Habían llegado a la distancia de un tiro de fusil cuando Sandokán se detuvo de pronto y empuñó la carabina.

      —¡Deténte, Yáñez! —murmuró.

      —¿Qué has visto?

      —Soldados delante de la casa.

      —¡Se enreda la madeja! —-dijo el portugués—. ¿Qué hacemos?

      —Si hay soldados, es señal que Mariana está ahí todavía.

      —Eso creo yo también.

      —Entonces, ¡ataquemos!

      —¿Estás loco? ¿Quieres que te fusilen? Nosotros somos dos y ellos veinte o treinta.

      —¡Pero es necesario que la vea! —exclamó Sandokán con ojos desorbitados.

      —Cálmate, cálmate —dijo Yáñez, cogiéndolo fuertemente por un brazo para impedirle hacer cualquier locura—. Cálmate y después la verás.

      —¿Cómo?

      —Esperemos a que sea más tarde.

      —¿Y después?

      —Tengo un plan. Échate ahí cerca, refrena los ímpetus de tu corazón, y no tendrás de qué arrepentirte.

      —Pero, ¿y los soldados?

      —¡Por Neptuno! ¡Supongo que se irán a dormir!

      —Tienes razón. Esperaré.

      Se tendieron detrás de un espeso matorral de arbustos y maleza, pero de modo que pudieran vigilar a los soldados, y esperaron el momento oportuno para poner en práctica los deseos de Sandokán.

      Pasaron cuatro horas, largas como siglos para el Tigre, hasta que por fin entraron los soldados a la casa y cerraron con estrépito la puerta.

      El Tigre hizo ademán de echarse adelante, pero el portugués lo contuvo en seguida y le dijo, mirándolo fijamente:

      —Dime, Sandokán, ¿qué quieres hacer esta noche?

      —¡Verla!

      —¿Crees que es fácil? ¿Encontraste el medio de hacerlo?

      —No, pero...

      —¿Sabe ella que estás aquí?

      —No.

      —Entonces es preciso llamarla.

      —Sí.

      —Y saldrán los soldados, porque no creo que sean sordos, y la emprenderán a tiros contra nosotros. Sandokán no contestó.

      —Ya ves, mi pobre amigo, que esta noche no puedes hacer nada.

      —¡Puedo trepar hasta su ventana!

      —¿No viste a un soldado emboscado cerca del pabellón?

      —¿Un soldado?

      —Sí, desde aquí se ve brillar el cañón de su carabina.

      —Entonces, ¿qué me aconsejas que haga?

      —¿Sabes qué parte del parque frecuenta Mariana?

      —Todos los días iba a bordar al kiosco chino.

      —¡Muy bien! ¿Dónde está el kiosco?

      —Muy cerca.

      —Llévame a él. Es preciso advertirle que estamos aquí.

      Por una vía lateral llegaron al kiosco. Era un lindo pabelloncito pintado de vivos colores que terminaba en una especie de cúpula de metal dorado, erizada de puntas y de dragones giratorios.

      En derredor había un bosquecillo de lilas y de grandes rosales de fuerte aroma.

      Yáñez y Sandokán, con las carabinas dispuestas por si había alguien dentro, se acercaron y entraron.

      No había nadie.

      Yáñez encendió un fósforo y sobre una mesa vio un cesto que contenía trozos de telas, hilos y sedas, y a su lado, una mandolina.

      —¿Son suyos estos objetos? —preguntó.

      —Sí —contestó Sandokán con infinita ternura—. ¡Aquí me juró amarme por la eternidad!

      Yáñez encontró una hoja de papel y, mientras Sandokán lo alumbraba con un fósforo, escribió