trenes. No necesita darse el madrugón... a no ser que su ternura conyugal sea tan viva....
Lucía bajó la frente y se le encendió la faz, como si un hierro hecho ascua le aproximasen. Al entrar en el hotel, la dueña se acercó a ellos; su sonrisa, avivada por la curiosidad, era aún más complaciente y obsequiosa que antes. Les explicó que había olvidado un requisito: preguntar el nombre del señor y de la señora y su país, para apuntarlo en la lista de viajeros.
—Ignacio Artegui, madame de Miranda, españoles—declaró Artegui.
—Si el señor tuviese una tarjeta—osó decir la hostelera.
Artegui entregó el pedazo de cartulina, y la fondista se deshizo en cortesías y cumplimientos, cual si implorase perdón por aquella fórmula.
—Hará usted—ordenó Ignacio—que al esperar mañana al tren de España, pregunten por monsieur Aurelio Miranda.... ¡no se olvide usted! que le digan que madame está aquí en este hotel, sin novedad, y que le aguarda.... ¿Entendido?
— Parfait —contestó la francesa.
Diéronse las buenas noches Lucía y Artegui en el umbral de sus respectivos cuartos. Lucía, al desnudarse, vio sobre la mesa los paquetes de sus compras de ropa blanca. Se mudó con delicia, y acostose creyendo dormir como una bienaventurada, a semejanza de la noche anterior. Mas no gozó de tan regalado reposo, sino de un sueño inquieto y desigual. Acaso la novedad del lecho, su propia blandura, hicieron en Lucía el efecto que suelen hacer en las personas habituadas a la vida monástica, de quienes se puede decir con paradójica exactitud que la comodidad les incomoda.
—VI—
Al despertar a Lucía con un bol de café con leche, diole la camarera, por primer noticia, la de que monsieur Miranda no había venido en el tren de España. Saltó del lecho, y se vistió en un decir Jesús, tratando de reanudar sus dispersos recuerdos, y mirando la habitación con la sorpresa que suelen los que, no habiendo viajado nunca, amanecen en lugar desacostumbrado y nuevo. Miró al reloj de sobremesa: eran las ocho. Salió al pasillo, y tecleó suaves golpecitos en la puerta del cuarto de Artegui.
Estaba éste en mangas de camisa, terminando sus operaciones de tocador, y al oír que llamaban, enjugose aprisa manos y rostro, se echó por los hombros la americana y fue a abrir.
—Don Ignacio... buenos días. ¿Estorbo?
—No por cierto. Entre usted, si gusta.
—¿Está usted vestido ya?
—O poco menos.
—¿Sabe usted que no vino el señor de Miranda?
—Ya me lo han advertido.
—¿Qué me dice usted de eso? ¿No es una cosa muy rara?
Ignacio no contestó. Comenzaba, en efecto, a parecerle algo y aun algos extraña la conducta de aquel recién casado, que así abandonaba a su mujer la noche de novios, dejándola en un vagón de ferrocarril. Por fuerza algún incidente desagradable, imprevisto, había ocurrido al Miranda incógnito, cuyo destino, por singular caso, influía así en el suyo de cuarenta y ocho horas acá.
—Voy—dijo—a telegrafiar a todas partes, a las principales estaciones de la línea, a Alsasua, a.... ¿quiere usted que telegrafíe a León, a su padre de usted?
—¡Dios nos libre!—exclamó Lucía—; capaz es de tomar el tren para venir a buscarme, y de ahogarse en el camino con el asma... y con el disgusto. No, no.
—De todas suertes, voy a dar los pasos..
Y Artegui embutió los brazos en los de su americana, y echó mano al sombrero.
—¿Va usted a salir?—preguntó Lucía.
—¿Quiere usted algo más?
—¿Sabe usted... sabe usted que ayer era sábado y que hoy es domingo?
—Así suele suceder todas las semanas—contestó Artegui con afable burla.
—No me entiende usted.
—Pues explíquese. ¿Qué se le ocurre?
—¿Qué se me ha de ocurrir sino ir a misa como todo el mundo?
—¡Ah!—exclamó Artegui. Y después añadió—: Pues es cierto. Y quiere usted....
—Que usted me acompañe. No he de ir sola a misa, me parece.
Sonriose Artegui una vez más, y la niña reparó cuán de perlas caía la sonrisa en aquel rostro, apagado y tétrico de ordinario. Era como la aurora cuando pinta de rosa los pardos montes; como el rayo del sol cuando rasga los crespones de un día brumoso. Vivían los ojos, vivían las mejillas sumidas y pálidas, renacía la juventud en aquel semblante marchito por tribulaciones misteriosas, y empañado por perpetuos celajes obscuros.
—Debía usted estar siempre risueño, Don Ignacio—exclamó Lucía—. Aunque—añadió reflexionando—del otro modo se parece usted más a usted.
Artegui, risueño y solícito, le ofreció el brazo, pero ella no quiso cogerse. Al llegar a la calle anduvo muy callada, con los ojos bajos, echando de menos la protectora sombra del negro velo de su manto de encaje, que le cubría las mejillas, dándole tan modesto porte, cuando en León cruzaba bajo las bóvedas medio derruidas y llenas de andamiaje de la catedral. La de Bayona le pareció linda como un dije de filigrana; pero no pudo oír en ella tan devotamente la misa: se lo estorbaba la pulcritud esmerada del templo, semejante a caja primorosa; los colores vivos de las figuras neobizantinas pintadas sobre oro en el crucero, o la novedad de aquel coro descubierto, de aquel tabernáculo aislado y sin retablo, el moverse de los reclinatorios, el circular de las alquiladoras de sillas. Parecíale estar en un templo de culto diverso del que ella profesaba. Una Virgen blanca, con filetes de oro en el manto, que presentaba el divino infante en una de las capillas de la nave, la tranquilizó algo. Allí rezó buena porción de salves, deshojó las rosas sangrientas del rosario, los místicos lirios de la letanía. Salió del templo con ligero paso y alegre corazón. Lo primero que vio a la puerta fue a Artegui, contemplando con interés la gótica forma de la portada.
—Ya he puesto cantidad de telegramas a las diversas estaciones, señora—dijo descubriéndose cortésmente al verla—. En especial a la más importante, Miranda de Ebro. Me he tomado la libertad de firmar con su nombre de usted.
—Gracias... pero ¿qué? ¿no oyó usted misa? exclamó la niña mirándole atenta al rostro.
—No, señora. Vengo, como le he dicho a usted, de la oficina de telégrafos—contestó él evasivamente.
—Pues dese usted prisa si quiere alcanzarla. En este mismísimo instante salía el sacerdote revestido....
Contrajose levemente la faz de Artegui.
—No oigo misa—repuso entre grave y chancero—. A menos que usted manifestase formal empeño... en cuyo caso....
—¡No oír misa!—pronunció la niña, y veló sus pupilas el asombro, y turbose toda—. ¿Y por qué no oye usted misa? ¿No es usted cristiano?
—Supongamos que no lo fuese—balbució él muy quedo, como reo que confiesa su crimen ante el juez, y meneando melancólicamente la cabeza.
—¡Pues qué es usted.... Dios mío!
Y Lucía cruzó acongojada las manos.
—Lo que el Padre Urtazu llamaría... un incrédulo.
¡Ah!—gritó ella con ímpetu—. El Padre Urtazu diría que son unos malvados los incrédulos todos.
—Pudiera añadir el Padre Urtazu que todavía son más infelices.
—Es verdad—replicó Lucía trémula aún, como arbusto sacudido por el cierzo—. Es verdad: todavía más infelices. El Padre Urtazu no diría, de seguro, otra cosa. ¡Y tan infelices como son! ¡Madre mía