Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa


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tenía la boca llena de engrudo, según se le pegaban las palabras a la lengua! Así discurría Amparo, mientras bajaba hacia la Puerta del Castillo, defendida todavía, como in illo tempore , por su puente levadizo y sus cadenas rechinantes.

      Al propio tiempo subían unas señoras, con las cuales se cruzó la cigarrera. Iban casi en orden hierático; delante las niñas de corto, entre quienes descollaba Nisita, ya espigada, provista de una gran pelota; luego el grupo de las casaderas, Josefina García, Lola Sobrado, luciendo sus mantillas y sus colas recientes; los flancos de este pelotón los reforzaban Baltasar y Borrén, y como Baltasar no se había de poner al ladito de su hermana, tocábale ir cerca de Josefina. Cerraban la marcha la viuda de García y doña Dolores, ésta carilarga y erisipelatosa de cutis, la viuda sin tocas ni lutos, antes muy empavesada de colores alegres.

      Los destellos del sol poniente, muriendo en las aguas de la bahía, alumbraron a un tiempo a Baltasar y a Amparo, haciendo que mutuamente se viesen y se mirasen. El mancebo, con su bigote blondo, su pelo rubio, su tez delicada y sanguínea, el brillo de sus galones que detenían los últimos fulgores del astro, parecía de oro; y la muchacha, morena, de rojos labios, con su pañuelo de seda carmesí, y las olas encendidas que servían de marco a su figura, semejaba hecha de fuego. Ambos se miraron en un instante, instante muy largo, durante el cual se creyeron envueltos en la irradiación de una atmósfera de luz, calor y vida. Al dejar de contemplarse, fuese que el esplendor del ocaso es breve y se extingue luego, fuese por otras causas íntimas y psicológicas, imaginaron que sentían un hálito frío y que empezaba a anochecer. Oyose la palabra ronca de Borrén el inaguantable.

      —¿La has visto?

      —¿A quién?—balbució el teniente Baltasar, que fingía considerar con suma atención la punta de sus botas, por no encontrarse con la ojeada investigadora de Josefina.

      —¿A la chiquilla del barquillero... a la cigarrera?

      —¿Cuál? ¿Era esa que pasaba?—contestó al fin aceptando la situación.

      —Sí, hombre, ésa.... ¿Qué tal? ¿Tengo buen ojo?

      —Yo también la conocí—pronunció Josefina, cuya voz de tiple ascendía al tono sobreagudo.

      —A mí no me ha saludado...—añadió Borrén—. No me conoció tal vez... y eso que yo la metí en la Granera... yo la recomendé. ¡Bien dije siempre que había de ser una chica preciosa! Lo que es de otra cosa no entenderé, hombre; pero de ese género.... ¿Qué les pareció a ustedes?

      —¿A mí?—murmuró Josefina entre dientes y con agresivo silbido de vocales—. No me pregunte usted, Borrén.... Esas mujeres ordinarias me parecen todas iguales, cortadas por el mismo patrón. Morena... muy basta.

      —¡Ave María, Josefina!—dijo escandalizada Lola Sobrado—. No tuviste tiempo de verla: es hermosa y reúne mucha gracia. Fíjate otra vez en ella... si vuelve a pasar, te daré al codo.

      —No te molestes... no merece la pena; es el tipo de una cocinera como todas las de su especie.

      Baltasar hallaba incómoda la conversación y buscaba un pretexto para cambiarla. Atravesaban por delante de un campo cubierto de hierba marchita, especie de landa estéril cercada por lienzos de muralla de las fortificaciones. Había allí una parada de borricos de alquiler, que aguardaban pacíficamente, con las orejas gachas, a sus acostumbrados parroquianos, mientras los burreros y espoliques, sentados en el malecón, jugaban con sus varas, departían amigablemente, y picando con la uña un cigarro de a cuarto, abrumaban a ofrecimientos a los transeúntes.

      —¿Un burro, señorito? ¿Un burro precioso? ¿Un burro mejor que los caballos? ¿Vamos a Aldeaparda? ¿Vamos a la Erbeda?

      Acercose Baltasar a las niñas de corto, y dijo a Nisita:

      —¿Una vuelta por el campo?

      A la chiquilla se la encandilaron los ojos, y soltando la pelota, echó los brazos al teniente con sonrisa zalamera. Baltasar la aupó, colocándola sobre los lomos de un asnillo, que aún tenía puestas jamugas de dorados clavos. Y tomando la vara de manos del alquilador, comenzó a arrear... «¡Arre, burro!, ¡arre!, ¡arre!, ¡arre!, ¡arre!».

      Amparo, al llegar a la entrada de las Filas , sintió detrás de sí una respiración anhelosa y como el trotar de una acosada alimaña montés, y casi al mismo tiempo emparejó con ella Chinto, sudoroso y jadeante. La perseguida se volvió desdeñosamente, fulminando al perseguidor una mirada de despide—huéspedes.

      —¿Para qué corres así, majadero?—díjole en desabrido tono—. ¿Si creerás que me escapo? Cuidado que....

      —Allí...—contestó él echando los bofes, tal era su sobrealiento...—allí... porque no te vinieses sin compaña... allí... ¡yo me entretuve con el vapor de la Habana, que salía... más bonito, conchas!, ¡humo que echaba! ¿Por dónde viniste que no te vi?

      —Por donde me dio la gana, ¡repelo! Y ya te aviso que no me vuelvas a pudrir la sangre con tus compañías.... ¿Soy yo aquí alguna niña pequeña? Anda a vender barquillos, que ahí en el paseo hay quien compre, y en la Fábrica maldito si sacas un real en toda la tarde....

       —VIII— La chica vale un Perú

      Mal que le pese a Josefina y a todas las señoritas de Marineda, las profecías de Borrén se han cumplido. No se equivoca un inteligente como él al calificar una obra maestra. Sucede con la mujer lo que con las plantas. Mientras dura el invierno, todas nos parecen iguales; son troncos inertes; viene la savia de la primavera, las cubre de botones, de hojas, de flores, y entonces las admiramos. Pocos meses bastan para trasformar al arbusto y a la mujer. Hay un instante crítico en que la belleza femenina toma consistencia, adquiere su carácter, cristaliza por decirlo así. La metamorfosis es más impensada y pronta en el pueblo que en las demás clases sociales. Cuando llega la edad en que invenciblemente desea agradar la mujer, rompe su feo capullo, arroja la librea de la miseria y del trabajo, y se adorna y aliña por instinto.

      El día en que «unos señores» dijeron a Amparo que era bonita, tuvo la andariega chiquilla conciencia de su sexo: hasta entonces había sido un muchacho con sayas. Ni nadie la consideraba de otro modo: si algún granuja de la calle le recordó que formaba parte de la mitad más bella del género humano, hízolo medio a cachetes, y ella rechazó a puñadas, cuando no a coces y mordiscos, el bárbaro requiebro. Cosas todas que no le quitaban el sueño ni el apetito. Hacía su tocado en la forma sumaria que conocemos ya; correteaba por plazas, caminos y callejuelas; se metía con las señoritas que llevaban alguna moda desusada, remiraba escaparates, curioseaba ventaneros amoríos, y se acostaba rendida y sin un pensamiento malo.

      Ahora... ¿quién le dijo a ella que el aseo y compostura que gastaba no eran suficientes? ¡Vaya usted a saber! El espejo no, porque ninguno tenían en su casa. Sería un espejo interior, clarísimo, en que ven las mujeres su imagen propia y que jamás las engaña. Lo cierto es que Amparo, que seguía leyéndole al barbero periódicos progresistas, pidió el sueldo de la lectura en objetos de tocador. Y reunió un ajuar digno de la reina, a saber: un escarpidor de cuerno y una lendrera de boj; dos paquetes de horquillas, tomadas de orín; un bote de pomada de rosa; medio jabón aux amandes amères , con pelitos de la barba de los parroquianos, cortados y adheridos todavía; un frasco, casi vacío, de esencia de heno, y otras baratijas del mismo jaez. Amalgamando tales elementos logró Amparo desbastar su figura y sacarla a luz, descubriendo su verdadero color y forma, como se descubre la de la legumbre enterrada al arrancarla y lavarla. Su piel trabó amistosas relaciones con el agua, y libre de la capa del polvo que atascaba sus poros finos, fue el cutis moreno más suave, sano y terso que imaginarse pueda. No era tostado, ni descolorido, ni encendido tampoco; de todo tenía, pero con su cuenta y razón, y allí donde convenía que lo tuviese. La mocedad, la sangre rica, el aire libre, las amorosas caricias del sol, habíanse dado la mano para crear la coloración magnífica de aquella tez plebeya. La lisura de ágata de la frente; el bermellón de los carnosos labios; el ámbar de la nuca, el rosa trasparente del tabique de la nariz; el terciopelo castaño del lunar que travesea en la comisura