Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa


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sino en todas las de la Península. Amparo, con su garganta tornátil gallardamente puesta sobre los redondos hombros, con los tonos de ámbar de su satinada, morena y suave tez, parecíale a Baltasar un puro aromático y exquisito, elaborado con singular esmero, que estaba diciendo: «Fumadme». Era imposible que desechase esta idea al contemplar de cerca el rostro lozano, los brillantes ojos, los mil pormenores que acrecentaban el mérito de tan preciosa regalía . Y para que la similitud fuese más completa, el olor del cigarro había impregnado toda la ropa de la Tribuna, y exhalábase de ella un perfume fuerte, poderoso y embriagador, semejante al que se percibe al levantar el papel de seda que cubre a los habanos en el cajón donde se guardan. Cuando por las tardes Baltasar lograba acercarse algún tanto a Amparo e inclinaba la cabeza para hablarle, sentíase envuelto en la penetrante ráfaga que se desprendía de ella, causándole en el paladar la grata titilación del humo de un rico veguero y el delicioso mareo de las primeras chupadas. Eran dos tentaciones que suelen andar aisladas y que se habían unido, dos vicios que formaban alianza ofensiva, la mujer y el cigarro íntimamente enlazados y comunicándose encanto y prestigio para trastornar una cabeza masculina.

      El día espiraba tranquilamente en aquella alameda, que en hora y estación semejante era casi un desierto. Sentáronse un rato Baltasar y la Tribuna en el parapeto del camino, protegidos por el silencio que reinaba en torno, y animados por la complicidad tácita del ocaso, del paisaje, de la serenidad universal de las cosas, que los sepultaba en profundo caimiento de ánimo, que relajaba sus fibras infundiéndoles blanda pereza muy semejante a la indiferencia moral. El sol languidecía como ellos; la naturaleza meditaba. Hasta la bahía se hallaba aletargada; un gallardo queche blanco se mantenía inmóvil; dos paquetes de vapor, con la negra y roja chimenea desprovista de su penacho de humo, dormitaban, y solamente un frágil bote, una cascarita de nuez, venía como una saeta desde la fronteriza playa de San Cosme, impulsado por dos remeros, y el brillo del agua, a cada palada, le formaba movible melena de chispas. Por donde no alcanzaban el último resplandor solar, las olas estaban verdinegras y sombrías; al Poniente, dorada red de movibles mallas parecía envolverlas.

      A medida que avanzaba la sombra, levantábase del mar una brisa fresca, que agitaba por instantes los picos del pañuelo de Amparo y los cabellos rubios de Baltasar, en los cuales se detenían las postreras luces del sol, haciendo de su cabeza una testa de oro. Presto la abandonaron sin embargo, y asimismo las montañas del horizonte empezaron a confundirse con el agua, mientras la concha blanca del caserío marinedino se destacaba aún, pero perdiéndose más cada vez, como si al ausentarse la claridad se llevase consigo el rosario de edificios y el encendido fulgor de los cristales en las galerías. Marineda, la Nautilia de los romanos, se envolvía en una clámide de tinieblas. En breve comenzaron a distinguirse algunas luces que oscilaban sobre la masa oscura de la población, y presto se cubrió toda ella de puntos lucientes como estrellas de oro en un celaje sombrío. La noche, que ya mostraba el cuerpo entero, era de esas lácteas, pero frías, en que el equinoccio de primavera se anuncia por no sé qué vaga trasparencia del cielo y del aire, y en modo alguno por la temperatura, que más bien parece recrudecerse. Baltasar y la muchacha, obligados quizá por el helado ambiente, se aproximaban el uno al otro, hablando no obstante de cosas indiferentes y poco importantes.

      —No, Bilbao no es más bonito... ni tampoco Santander, digan lo que quieran los santanderinos, que son muy patriotas. ¿Sabe usted lo que ha mejorado Marineda? ¿Y lo que está llamada a mejorar todavía? Esto crece a cada paso; vamos a tener barrios nuevos, magníficos, a la americana, ahí donde usted ve aquella lucecita... todo por ahí, a lo largo del baluarte.

      —¿Y Madrí? ¿Es mucho mejor que Marineda?—interrogó Amparo por decir algo, enrollando un cabo de su pañuelo.

      —¡Ah! Madrid, ya ve usted... al fin y al cabo, es la corte.... Sólo la calle de Alcalá....

      Este apacible diálogo encubría en Baltasar tempestuosos pensamientos; pero como no carecía de penetración y sabía que la muchacha era honrada, y orgullosa, y vivía de su trabajo, comprendió que no debía tratarla como a cualquier criatura abyecta, sino empezar mostrándole cierta deferencia y aun respeto, género de adulación a que es más sensible todavía la mujer del pueblo que la dama de alto copete, habituada ya a que todos le manifiesten cortesía y miramientos. Lisonjeó mucho a la Tribuna el ver que se habían con ella lo mismo que con las señoritas, y auguró bien del rendido galán. Mas tan luego como la noche cauta señoreó absolutamente el escenario, Baltasar creyó poder apoderarse a hurto de una mano morena, hoyosa y suave al tacto como la seda. Amparo pegó un respingo.

      —Estese usted quieto.... Y va de dos veces que se lo digo, caramba.

      —¿Por qué me trata usted así?—preguntó con pena fingida Baltasar, que en sus adentros renegaba de la virtud plebeya ¿Qué mal hay en...?

      —¿Por qué?—repitió Amparo con sumo brío—. Porque no me conviene a mí perderme por usted ni por nadie. ¡Sí que es uno tan bobo que no conozca cuando quieren hacer burla de uno! Esas libertades se las toman ustedes con las chicas de la Fábrica, que son tan buenas como cualquiera para conservar la conducta. ¿A que no hace usted esto con la de García, ni con las señoritas de la clase de usted?

      —¡Diantre!—pensó Baltasar—: no es boba.

      Y al punto, mudando de táctica, habló con gran rapidez, diciendo que estaba enamorado, pero de veras; que para él no había categorías, distinciones ni vallas sociales, encontrándose el amor de por medio; que Amparo era tanto como la más encopetada señorita, y que su desliz no provenía de falta de respeto, sino de sobra de cariño: todo lo cual acompañó con mil dulces e insinuantes inflexiones de voz. Amparo respondió estableciendo su credo y sus principios: ella no quería ser como otras chicas conocidas suyas, que por fiarse de un pícaro allí estaban perdidas: ella bien sabía lo que pasaba por el mundo, y cómo los hombres pensaban que las hijas del pueblo las daba Dios para servirles de juguete: lo que es ella, bien se había de librar de eso; bueno que se hablase un rato, en lo cual no hay malicia; pero ciertas libertades, no; ya podía saberlo el que se arrimase a ella. Baltasar juró y perjuró que su amor era de la más probada y acendrada pureza, y que sólo limpios e hidalgos propósitos cabían en él; y en el calor de la discusión, los dos interlocutores se volvieron a hallar sentados en el parapeto, y la mano antes esquiva se mostró más tratable, consintiendo que la prendiesen dos manos ajenas.

      —Hoy se casan los pajaritos—murmuró Baltasar después de un breve instante de silencio.

      —Día de la Candelaria.... Hoy se casan—repitió ella con turbada voz, sintiendo en la palma de la mano el calor de la diestra de Baltasar, que amorosamente la oprimía. Pero él fue discreto y no quiso abusar de la victoria, por temor de perder las ventajas adquiridas, y también porque empezaba a correr agudo frío en la solitaria alameda, y Amparo se levantó quejándose del relente y del aire, que cortaba como un cuchillo. Cruzáronse dos protestas de ternura, en voz baja, envueltas en el último apretón de manos, delante de la casa de la pitillera.

       —XXVIII— Consejera y amiga

      Alguna que otra vez volvía Amparo a visitar su antigua calle, por ver a los amigos que allí había dejado. Pocos días después del de la Candelaria sintió deseos de realizar una expedición hacia aquella parte. Halló todo en el mismo estado; el barbero, muy ocupado en descañonar a un sargento, la saludó jovialmente; a la puerta de su casa divisó a la señora Porreta tomando el fresco, o el sol, que ambas cosas faltaban dentro del tugurio de la comadrona, la cual hacía extraña y risible figura sentada en una silleta baja, y muy esparrancada; sus pies, calzados con zapatillas de orillo, miraban uno a Poniente y otro a Levante; tenía caídas las medias, por deficiencia de ligas sin duda; en el formidable hueco del regazo descansaban sus manos, y mientras una chiquilla encanijada, nieta suya, le peinaba las canas greñas y le hacía dos chichos tamaños como bellotas, la insigne matrona no perdía el tiempo, y calcetaba con diligencia manejando las metálicas agujas, que despedían vivos fulgores. Al ver a la Tribuna, se echó a reír con opaca risa.

      —Hola, chica... salú y fraternidá. ¿Cómo está tu madre? ¿Y la revolusión, cuándo la hasemos? ¿Cuándo me preclamas a mí