Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa


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la frente en la fría mesa de granito, rompió en convulsivos sollozos.

      —No grites, hija—murmuró Baltasar, aproximándose—. No llores... que pueden oírte y es un escándalo. Amparo, mujer, vamos, no hay motivo para esos gritos.

      La crisis fue corta. Levantose la oradora con los ojos encendidos, pero sin que una lágrima escaldase su mejilla morena. Indignada, miró a Baltasar y lo encontró sereno, inconmovible, con su fina y sonrosada tez y sus ojos garzos y trasparentes, en los cuales se reflejaba la luz del cielo sin comunicarles calor. Él quiso hacer dos o tres zalamerías a la muchacha para conjurar la tormenta; pero su ademán era violento, sus movimientos automáticos. Amparo lo rechazó, y se colocó por segunda vez delante de él en actitud agresiva.

      —Habla claro... ¿nos casamos o no?

      —Ahora no puede ser, ya te lo he dicho—contestó él sin perder su continente flemático.

      —¿Y cuándo?

      —¡Qué sé yo! El tiempo, el tiempo dirá. Pero has de tener calma, hija... un poco de calma.

      —Pues abur, hasta que me pagues lo que me debes—exclamó ella en voz vibrante, sin cuidarse de que la oyesen desde la casa o desde el camino los transeúntes—. Yo no soy más tu juguete, para que lo sepas: no me da la gana de andarme escondiendo, de ir con estas noches de frío a Aguasanta y a mil sitios así por darte gusto.

      Avanzó tres pasos más, y poniendo la mano en el hombro del oficial:

      —El día menos pensado...—pronunció—, cuando te vea en las Filas o en la calle Mayor... me cojo de tu brazo delante de las señoritas, ¿oyes?, y canto allí mismo, allí... todo lo que pasa. Y cuando venga la nuestra... o te hacemos pedazos, o cumples con Dios y conmigo. ¿Entiendes, falsario?

      Y en voz queda, con acento de religioso terror:

      —¿Tú no tienes miedo a condenarte? Pues si mueres así... más fijo que la luz, te condenas. Y si viene la federal... que Dios la traiga y la Virgen Santísima... te mato, ¿oyes?, para que vayas más pronto al infierno.

      Diciendo así, diole un empujón, y le volvió la espalda, saliendo con paso rápido, la frente alta, la mirada llameante, a pesar del peregrino desfallecimiento, de la desusada conmoción interior que le avisaba de que ahorrase tales escenas. Al salir la Tribuna, una ráfaga más fuerte desparramó por la mesa muchas hojas de vid, que danzaron un instante sobre la superficie de granito, y cayeron al húmedo suelo.

      —¿Lo hará?—meditó Baltasar a sus solas—. ¿Me vendrá a marear en público? Tengo para mí que no.... Estos genios vivos y prontos son del primer momento: pasado ese, se quedan como malvas. Quia... no lo hace. Sin embargo, me convendría salir de Marineda una temporada....

      Al pensar esto, miraba maquinalmente a las hojas secas, que valsaban con lánguido y desmayado ritmo.

      —Pero ¿y Josefina? Si las noticias de mamá son ciertas, no va a ser posible abandonar una proporción que tal vez no vuelva a encontrar en mi vida. ¡Qué mil diablos! Y esa chica era guapa.... ¡Lo que es guapa! ¡Qué tonterías! ¿Por qué se buscará uno estos conflictos? ¡Yo que tengo juicio para diez!

      Impaciente, tiró el cigarro que estaba concluyendo. Un átomo de fuego brilló entre las hojas, que crujieron encogiéndose, y a poco la colilla se apagó.

       —XXXIV— Segunda hazaña de la Tribuna

      Frío es el invierno que llega; pero las noticias de Madrid vienen calentitas, abrasando. La cosa está abocada, el italiano va a abdicar porque ya no es posible que resista más la atmósfera de hostilidad, de inquina, que le rodea. Él mismo se declara aburrido y harto de tanto contratiempo, de la grosería de sus áulicos, de la guerra carlista, del vocerío cantonal, del universal desbarajuste. No hay remedio, las distancias se estrechan, el horizonte se tiñe de rojo, la federal avanza.

      La Fábrica ha recobrado su Tribuna. Es verdad que esta vuelve herida y maltrecha de su primer salida en busca de aventuras; mas no por eso se ha desprestigiado. Sin embargo, los momentos en que empezó a conocerse su desdicha fueron para Amparo de una vergüenza quemante. Sus pocos años, su falta de experiencia, su vanidad fogosa, contribuyeron a hacer la prueba más terrible. Pero en tan crítica ocasión no se desmintió la solidaridad de la Fábrica. Si alguna envidia excitaba antaño la hermosura, garbo y labia irrestañable de la chica, ahora se volvió lástima, y las imprecaciones fueron contra el eterno enemigo, el hombre. ¡Estos malditos de Dios, recondenados, que sólo están para echar a perder a las muchachas buenas! ¡Estos señores, que se divierten en hacer daño! ¡Ay, si alguien se portase así con sus hermanas, con sus hijitas, quién los oiría y quién los vería echársele como perros! ¿Por qué no se establecía una ley para eso, caramba? ¡Si al que debe una peseta se la hacen pagar más que de prisa, me parece a mí que estas deudas aún son más importantes, demontre! ¡Sólo que ya se ve: la justicia la hay de dos maneras: una a rajatabla para los pobres, y otra de manga ancha, muy complaciente, para los ricos!

      Algunas cigarreras optimistas se atrevieron a indicar que acaso Sobrado se casaría, o por lo menos reconocería lo que viniese.

      —Sí, sí... ¡esperar por eso, papalanatas! ¡Ahora se estará sacudiendo la levita y burlándose bien!

      —No sabes... yo no quiero que ella lo oiga, ni lo entienda—decía la Comadreja a Guardiana—, pero ese descarado ya vuelve a andar tras de la de García.

      —¡Bribón!—exclamaba Guardiana—. ¡Y quién lo ve, tan juicioso como parece!

      —Pues conforme te lo digo.

      —Amparo tampoco debió hacerle caso.

      —Mujer, uno es de carne, que no es de piedra.

      —¿Se te figura a ti que a cada uno le faltan ocasiones?—replicó la muchacha—. Pues si no hubiese más que.... ¡Madre querida de la Guardia! No, Ana; la mujer se ha de defender ella. Civiles y carabineros no se los pone nadie. Y las chicas pobres, que no heredamos más mayorazgo que la honradez.... Hasta te digo que la culpa mayor la tiene quien se deja embobar.

      —Pues a mí me da lástima ella, que es la que pierde.

      —A mí también. Lástima, sí.

      Ya todo el mundo se la daba. ¡Quién hubiera reconocido a la brillante oradora del banquete del Círculo Rojo en aquella mujer que pasaba con el mantón cruzado, vestida de oscuro, ojerosa, deshecha! Sin embargo, sus facultades oratorias no habían disminuido; sólo sí cambiado algún tanto de estilo y carácter. Tenían ahora sus palabras, en vez del impetuoso brío de antes, un dejo amargo, una sombría y patética elocuencia. No era su tono el enfático de la prensa, sino otro más sincero, que brotaba del corazón ulcerado y del alma dolorida. En sus labios, la República federal no fue tan sólo la mejor forma de gobierno, época ideal de libertad, paz y fraternidad humana, sino período de vindicta, plazo señalado por la justicia del cielo, reivindicación largo tiempo esperada por el pueblo oprimido, vejado, trasquilado como mansa oveja. Un aura socialista palpitó en sus palabras, que estremecieron la Fábrica toda, máxime cuando el desconcierto de la Hacienda dio lugar a que se retrasase nuevamente la paga en aquella dependencia del Estado. Entonces pudo hablar a su sabor la Tribuna, despacharse a su gusto. ¡Ay de Dios! ¿Qué les importaba a los señorones de Madrid... a los pícaros de los ministros, de los empleados, que ellas falleciesen de hambre? ¡Los sueldos de ellos estarían bien pagados, de fijo! No, no se descuidarían en cobrar, y en comer, y en llenar la bolsa. ¡Y si fuesen los ministros los únicos a reírse del que está debajo! ¡Pero a todos los ricos del mundo se les daba una higa de que cuatro mil mujeres careciesen de pan que llevar a la boca!

      Y al decir esto, Amparo se incorporaba, casi se ponía de pie en la silla, a pesar de los enérgicos y apremiantes ¡sttt!, de la maestra, a pesar del inspector de labores, que no hacía un momento estaba asomado a la entrada del taller, silencioso y grave.

      —¡Qué cuenta tan larga...—proseguía la oradora, animándose al ver el mágico y terrible