«humanas» supuestamente universales.17
Como indica Watney, la pornografía y sus consumidores no han sido «convertidos» en un nuevo «demonio popular» por una prensa espontáneamente histérica (o por el feminismo). En vez de eso, la búsqueda de inspiración y placer fuera de la díada sagrada del matrimonio «siempre es, y siempre ha sido, construida como intrínsecamente monstruosa dentro de todo el sistema de imágenes fuertemente sobredeterminadas dentro de las cuales las nociones de “decencia”, “naturaleza humana” y demás se movilizan y transmiten por todo el circuito interno del mercado de los medios de comunicación de masas».18
Puede ser más fructífero pensar en el resurgimiento de la antipornografía dentro del omnipresente y cada vez más generalizado tropo de los «pánicos sexuales»,19 esas «volátiles batallas sobre la sexualidad» en las que los valores morales se transforman en acción política.20 Las situaciones de pánico sexual se basan en una fórmula diseñada para estructurar el debate de una cierta manera. Se establece un objetivo de la culpa, a través de su potencial de desestabilización de la sexualidad y prácticas normativas; y es posible que se amoneste a personas públicamente, pero de ser así esta amonestación sucede desde el contexto del autocontrol privado y constante de la desviación individual del ideal. El edificio de la heteronormatividad, y la estructura familiar que es su ideal, se presenta como constantemente amenazado (no solo desde el exterior y los refuseniks) sino «en todas partes, en todo momento».21 Por tanto, los pánicos sobre el sexo se alimentan de narrativas de peligro, enfermedad y perversión en las que todos «nosotros» somos susceptibles de que nos ocurra algo, y se fundamentan en la repetición de «lenguaje e imágenes sexuales evocadoras» que «nos» instan a estar siempre atentos, como parte de la comunidad y como individuo.22
A diferencia del debate académico que tiende a valorar una presentación lógica, calmada y racional, las situaciones en las que se dan los pánicos sexuales se basan en crear revuelo en la emoción pública, que se presenta luego como la auténtica «sede de la verdad y la ética».23 Sin embargo, aunque sugieren pasión y autenticidad, estas situaciones tienen un guión muy estricto. Obtienen su poder de la más amplia cultura emocional del sexo: «una mezcla afectivamente densa» de temor, excitación, vergüenza y miedo, que a menudo produce un arco emocional de «escándalo, furia y asco».24 También pueden provocar un «escalofrío de placer» para sus audiencias, que mezcla sociabilidad, excitación emocional, rectitud y «la emoción de la ira colectiva».25 La «narrativa intrínseca» de la amenaza a la sexualidad normativa e ideal y los momentos de pánico que la acompañan son peligrosos debido a su capacidad de «ejercer un efecto paralizador generalizado en el arte, la investigación científica, el activismo político y el periodismo», ya que «operan a favor del conservadurismo social y religioso», y porque son un «vehículo clave para consolidar poder político» para la derecha cristiana.26
En lo que sigue, no nos interesa tanto argumentar en contra de los análisis antiporno como explorar las maneras en las que dichos análisis conectan con las construcciones ubicuas de lo «apropiado», lo «natural», lo «decente», que apuntalan la sospecha de la pornografía como una amenaza a la sexualidad normativa y las relaciones «apropiadas». Al examinar así el feminismo antiporno, tenemos que reconocer las maneras en las que enmarca, denomina y delinea el «problema» de modo que puedan consumirlo los medios de comunicación de masas. El feminismo antiporno no es el único participante del discurso público sobre el sexo, la sexualidad y la pornografía: a él se une una amplia gama de periodistas, políticos y activistas que da forma a los límites dentro de los cuales debe debatirse, cómo debe debatirse, qué es una prueba aceptable y qué constituye el terreno del «problema». Atraer la atención a los puntos en los que hay consenso implica un reconocimiento de que los medios de comunicación de masas generalmente presentan el debate sobre la pornografía como batallas entre bandos contrarios donde lo más importante es el desacuerdo, más que el detalle de las pruebas aportadas. Tomemos como ejemplo el reciente debate en el periódico británico The Guardian entre Gail Dines y Anna Span titulado «Can Sex Films Empower Women?»27 («¿Pueden las películas de sexo empoderar a las mujeres»?). Este tipo de debate puede ofrecer equilibrio (ambas partes pueden aportar su punto de vista) pero esto no es tan importante como el espacio que se concede a los lectores para establecer qué es humanamente normal, corriente, y diario. No se presenta a ninguna de las contendientes como igual que los lectores —Dines es una investigadora feminista y Span una pornógrafa— así que se abre un espacio para que los individuos se orienten a sí mismos con respecto a la exposición del problema y entonces respondan al mismo en relación a la categoría moralmente construida de la heterosexualidad. Y aquí no nos referimos a la heterosexualidad como una orientación sexual, sino como «la norma», un ideal y una posición que ha de controlarse y protegerse. Debates como este eliminan cuestiones sobre los tipos de pornografías, sus orígenes y composición, su significado para las diferentes identidades y subjetividades sexuales, y en vez de eso centran la atención en lo que es seguro tolerar por el bien de las instituciones sociales a través de las cuales hombres, mujeres, niños y niñas corrientes viven sus vidas.
Sería poco honesto afirmar que el activismo antiporno obtiene mayor atención que cualquier otro enfoque, pues sí que hay espacios en los medios de comunicación para las opiniones plurales y divergentes sobre la pornografía. Del mismo modo, en los estudios sobre el porno elaborados por otros académicos feministas, por estudiosos gays, por investigadores interesados por las nuevas tecnologías y los nuevos medios de comunicación y por activistas sex-positive, sex-radical y a favor del trabajo sexual, podemos ver el inicio de unas narraciones sobre la historia, producción, distribución, consumo y significado de pornografías diversas. Pero en la mayor parte de los debates públicos los argumentos que no comienzan sospechando de la pornografía son relativamente invisibles, y el debate solo puede operar dentro de ciertos límites porque el terreno se ha circunscrito claramente en un marco de preocupación de la «narrativa intrínseca» de la sexualidad «natural». La postura pro-porno más visible en los debates públicos es, con diferencia, la de la libertad de expresión y el derecho del individuo a interactuar con la pornografía. Sin embargo, defender la pornografía como parte de la libertad de expresión no sirve de mucho para desafiar la presentación del porno como una forma específica en la que se degrada o subordina a las mujeres, o que es irreparablemente dañina para los niños que lo ven «demasiado pronto». Los argumentos que esgrimen la libertad de expresión simplemente requieren que los materiales sexualmente explícitos no se censuren para los adultos, y que en sociedades libres y democráticas la pornografía debe tolerarse. Pero esta tolerancia es siempre un logro inestable para cualquier grupo o interés minoritario, siempre abierto a una posible reevaluación o redefinición. Al argumentar haciendo referencia a la libertad de expresión, sus defensores a menudo ceden terreno al admitir que algunas formas de pornografía son de hecho horribles, dañinas y abominables y, por lo tanto, confirman el análisis básico de que hay algo intrínsecamente problemático sobre las formas culturales de la representación sexual y las personas que las buscan.
Por lo tanto, pese a que el feminismo antiporno ha sido ampliamente criticado por su falta de rigor teórico, su pobre base empírica y su fracaso a la hora de distinguir su postura de otras visiones muy conservadoras de la sexualidad y el género, sí que ha conservado un importante arraigo en las esferas académica y populista como una perspectiva que solo puede ser circumnavegada. A continuación, queremos mostrar las maneras en las que el feminismo antiporno contemporáneo rechaza cada vez más los terrenos académicos de análisis y debate mientras hace llamamientos al sentido común y a la inteligencia emocional, precisamente porque este es el terreno en el que sus argumentos arraigan mejor.
«Estamos aquí sentados con nuestro sentido común»: el mundo académico y el feminismo antiporno
En su análisis de las giras antiporno de los años ochenta y noventa, Eithne Johnson señaló el uso de presentaciones de diapositivas para crear espectáculos que «pretenden instruir al mismo tiempo que prometen excitar o aterrorizar a la audiencia».28 Las giras de conferencias eran un híbrido de atracción pornográfica y educativa que favorecía el tipo de conocimiento que descarta el aparato analítico de la investigación académica: esto es, el establecimiento de marcos teóricos y debates sobre metodología, contextualización,