Charlotte Bronte

Jane Eyre


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una niña astuta y maliciosa, pero ¿qué podía yo hacer para remediar esta impresión?

      «Nada puedo hacer», pensé, mientras luchaba por suprimir un sollozo y enjugaba algunas lágrimas, testimonio impotente de mi angustia.

      —La mentira es realmente un defecto odioso en un niño —dijo el señor Brocklehurst—, se aproxima a la falsedad, y todos los mentirosos tendrán su lugar en el fuego y el azufre del infierno. Sin embargo, se la vigilará, señora Reed. Hablaré con la señorita Temple y las profesoras.

      —Me gustaría que se la educara de acuerdo con sus expectativas —prosiguió mi benefactora—, para que sea útil y se mantenga humilde. En cuanto a las vacaciones: con su permiso, las pasará en Lowood.

      —Encuentro muy juiciosas sus decisiones, señora —respondió el señor Brocklehurst—. La humildad es una virtud cristiana, especialmente oportuna para las alumnas de Lowood. Por lo tanto, doy instrucciones para que sea cultivada con gran esmero. He estudiado la mejor manera de subyugar sus tendencias mundanas hacia el orgullo, y el otro día tuve una agradable prueba de mi éxito. Mi segunda hija, Augusta, fue a visitar la escuela con su madre, y a su vuelta exclamó: «Vaya, papá, ¡qué discretas y modestas son todas las chicas de Lowood, con su cabello recogido y sus largos delantales con las faltriqueras de hilo colgando, casi parecen las hijas de gente pobre!». «Miraron mi vestido y el de mamá como si nunca hubieran visto ropa de seda».

      —Apruebo totalmente ese estado de cosas —respondió la señora Reed—. Aunque hubiera buscado por toda Inglaterra, no habría encontrado un sistema más apropiado para una niña como Jane Eyre. La conformidad, señor Brocklehurst, defiendo la conformidad en todas las cosas.

      —La conformidad, señora, es la más importante de las obligaciones cristianas, y se observa en todas las disposiciones de la institución de Lowood: comida sencilla, ropa sin adornos, alojamiento sobrio, disciplinas espartanas. Tal es la norma de la casa y sus habitantes.

      —Muy bien, señor. Entonces ¿puedo contar con la admisión de la niña como alumna de Lowood, donde la educarán según su posición y expectativas?

      —Sí, señora, la colocaremos en ese jardín de plantas escogidas, y confío en que mostrará agradecimiento por el privilegio inestimable de haber sido elegida.

      —La enviaré allí tan pronto como sea posible, señor Brocklehurst, pues le aseguro que estoy ansiosa por librarme de una responsabilidad que se estaba haciendo demasiado fastidiosa.

      —No lo dudo, señora. Y ahora me despido de usted. Volveré a Lowood en una semana o dos; mi buen amigo, el archidiácono, no me permitirá dejarlo antes. Mandaré avisar a la señorita Temple que debe esperar a una nueva niña, para que no haya problemas con su llegada. Buenos días.

      —Adiós, señor Brocklehurst. Dé recuerdos de mi parte a la señora Brocklehurst y a su hija mayor, y a Augusta y Theodore, y al pequeño Broughton.

      —Así lo haré, señora. Niña, aquí tienes un libro que se llama La guía de los niños. Léelo piadosamente, en especial la parte que trata de «la historia de la muerte terriblemente repentina de Martha G…, una niña mala entregada a la falsedad y la mentira».

      Con estas palabras, el señor Brocklehurst me entregó un librito encuadernado, y, habiendo pedido su coche, se marchó.

      Nos quedamos a solas la señora Reed y yo. Pasaron en silencio algunos minutos; ella cosía y yo la observaba. En aquel entonces, la señora Reed debía de tener unos treinta y seis o treinta y siete años. Era una mujer de complexión robusta, cuadrada de hombros y con extremidades fuertes, no muy alta y corpulenta sin ser obesa. Tenía la cara algo grande con la mandíbula desarrollada y sobresaliente, la frente baja, la barbilla prominente, mientras que la boca y la nariz eran de formas regulares. Bajo las claras cejas brillaban unos ojos sin compasión; el cutis era oscuro y opaco y el cabello rubio. Tenía una constitución sana y nunca caía enferma. Era una administradora capaz e inteligente, que tenía totalmente bajo control su casa, sus propiedades y sus inquilinos. Solo sus hijos desafiaban y burlaban su autoridad. Vestía bien, con una presencia y un porte que realzaban sus ropas elegantes.

      Sentada en un taburete bajo, a unos metros de su sillón, observaba su figura y examinaba sus facciones. Sujetaba en la mano el librito que relataba la muerte fulminante de la mentirosa, que me había sido entregado como advertencia intencionada. Lo que acababa de suceder, lo que había dicho sobre mí la señora Reed al señor Brocklehurst y el tono de su conversación reciente me herían. Cada palabra que había oído pronunciar me había dolido vivamente, y una oleada de resentimiento me invadió.

      La señora Reed levantó la vista de su labor y sus ojos se fijaron en los míos, y, al mismo tiempo, sus dedos interrumpieron sus ligeros movimientos.

      —Sal de la habitación y vuelve al cuarto de los niños —me ordenó. Debió de encontrar insolente mi mirada, porque habló con una ira exacerbada que intentaba contener. Me levanté, me dirigí a la puerta; volví, crucé la habitación hasta la ventana y luego me acerqué a ella.

      Sentía la necesidad de hablar: me habían agraviado, y tenía que desquitarme, pero ¿cómo? ¿Qué fuerza tenía yo para vengarme de mi adversaria? Hice acopio de energía y me lancé con estas palabras:

      —No soy mentirosa. Si así fuera, diría que la quiero a usted. Pero le aseguro que no la quiero: me desagrada usted más que nadie en el mundo a excepción de John Reed. En cuanto a este libro sobre la mentirosa, puede usted dárselo a su hija Georgiana, puesto que ella es la que dice mentiras y no yo.

      Las manos de la señora Reed yacían quietas sobre su labor, sus ojos gélidos seguían fijos en los míos.

      —¿Qué más tienes que decir? —preguntó, con un tono más apropiado para hablar con un adversario adulto que con una niña.

      Su mirada y su voz despertaron en mí una gran antipatía. Con todo el cuerpo temblando, dominado por un nerviosismo incontrolable, proseguí:

      —Me alegro de que no sea pariente mía. En toda mi vida volveré a llamarle tía. Nunca vendré a visitarla cuando sea mayor, y si me preguntan si la quería o cómo me trataba usted, diré que solo pensar en usted me pone enferma y que me ha tratado con una crueldad despiadada.

      —¿Cómo te atreves a hablar así, Jane Eyre?

      —¿Que cómo me atrevo? ¿Cómo me atrevo, señora Reed? Porque es la verdad. Usted cree que no tengo sentimientos y que puedo vivir sin amor y bondad, pero no es así y no tiene usted compasión. Recordaré cómo me volvió a encerrar cruel y violentamente en el cuarto rojo, aunque desfallecía, me moría de pena, y gritaba: «¡Piedad, piedad, tía Reed!». Y me impuso ese castigo porque su hijo malvado me golpeó sin ningún motivo. A cualquiera que me lo pregunte, le contaré esto mismo. La gente cree que usted es una buena mujer, pero es mala y dura de corazón. ¡Usted sí que es falsa!

      Antes de acabar este discurso, mi alma empezó a ensancharse con la mayor sensación de libertad y triunfo que jamás había experimentado. Era como si se hubiera roto un lazo invisible, dejándome inesperadamente libre. Con razón me sentía así: la señora Reed parecía asustada, su labor se cayó de su regazo, levantó las manos, empezó a mecerse y torció la cara como si fuera a llorar.

      —Jane, estás equivocada, ¿qué te ocurre? ¿Por qué tiemblas de esta manera? ¿Quieres beber un poco de agua?

      —No, señora Reed.

      —¿Quieres alguna otra cosa? Te aseguro que quiero ser tu amiga.

      —No es verdad. Le ha dicho usted al señor Brocklehurst que tenía mal carácter, que era mentirosa. Yo me encargaré de que en Lowood todos sepan lo que es usted y lo que ha hecho.

      —Jane, no entiendes estas cosas. A los niños hay que corregirles los defectos.

      —La mentira no es uno de mis defectos —chillé con voz salvaje.

      —Pero eres apasionada, Jane, tienes que reconocerlo. Ahora vuelve al cuarto de los niños, querida, y échate un rato.

      —Yo