Charlotte Bronte

Jane Eyre


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      —Hace mucho tiempo, vivía con mamá, pero ya está con la Virgen. Mamá me enseñaba a bailar y a cantar y recitar versos. Venían muchos caballeros y señoras a ver a mamá, y yo bailaba para ellos y me sentaba en sus regazos y les cantaba, me gustaba mucho. ¿Quiere usted que le cante ahora?

      Como había terminado de desayunar, le di permiso para dar una muestra de sus habilidades. Se bajó de la silla y vino a sentarse en mis rodillas. Luego, juntando las manos recatadamente, sacudiéndose los rizos y alzando los ojos al techo, empezó a cantar una canción de alguna ópera. Era la canción de una señora abandonada, que, lamentando la perfidia de su amante, hace acopio de orgullo y pide a su doncella que la vista con sus mejores joyas y galas, decidida a enfrentarse con el traidor en un baile y demostrarle, con su comportamiento alegre, lo poco que la ha afectado su abandono.

      El tema no parecía muy adecuado para una cantante tan joven, pero supongo que la gracia de la exhibición estribaba en oír las palabras de amor y celos cantadas con los gorjeos de una niña. Esta gracia era de muy mal gusto, o, por lo menos, así me lo pareció a mí.

      Adèle cantó su cancioncita bastante afinada con la inocencia de su edad. Una vez terminada, se bajó de mi regazo de un salto y dijo:

      —Ahora, mademoiselle, le recitaré un poco de poesía.

      Adoptando una pose adecuada, comenzó a recitar La Ligue des Rats, fable de La Fontaine. Se puso a recitar la pieza poniendo mucho cuidado en la puntuación y la entonación, con voz flexible y gestos apropiados, muy poco en consonancia con su edad, que demostraban que la habían aleccionado con mucho esmero.

      —¿Fue tu madre quien te enseñó esa pieza? —le pregunté.

      —Sí, y ella solía decirlo de esta manera: «Qu’avez vous donc? lui dit un de ces rats; parlez!»[7]. Me hacía levantar la mano para recordarme que alzara la voz para marcar la interrogación. ¿Quiere que baile algo para usted?

      —No, ya es suficiente. Pero, después de irse tu mamá con la santísima Virgen, como tú dices, ¿con quién vivías?

      —Con madame Frédéric y su marido. Ella cuidaba de mí, pero no es pariente mía. Creo que es pobre, porque su casa no era tan bonita como la de mamá. No pasé mucho tiempo allí, porque el señor Rochester me preguntó si quería venir a vivir con él a Inglaterra y dije que sí. Es que conozco al señor Rochester más tiempo que a madame Frédéric y siempre se ha portado bien conmigo y me ha comprado bonitos vestidos y juguetes. Pero ha faltado a su palabra, ya que me ha traído a Inglaterra pero él ha vuelto allí ahora y nunca lo veo.

      Después de desayunar, Adèle y yo nos retiramos a la biblioteca que, según parece, el señor Rochester había dado instrucciones que utilizáramos como aula. La mayoría de los libros estaban bajo llave tras unas puertas de cristal, pero había una estantería abierta que contenía todo lo que pudiera hacer falta para los trabajos elementales, además de varios tomos de literatura ligera, poesía, biografias, libros de viaje, alguna novela romántica, y algunos más. Supongo que él había considerado que una institutriz no necesitaría más para su uso personal, y, de hecho, eran más que suficientes de momento. Comparados con las lecturas exiguas que había conseguido juntar en Lowood, parecían ofrecerme copioso esparcimiento e información. También había un piano nuevo bien afinado, un caballete y dos globos terráqueos.

      Mi alumna resultó ser bastante dócil aunque poco aplicada, por no estar acostumbrada a ninguna clase de tarea constante. Pensé que sería poco aconsejable constreñirla demasiado al principio, así que, después de hablar largo rato con ella y hacer que aprendiera un poco, a mediodía la dejé regresar con su niñera, y yo decidí ocuparme hasta la hora de cenar en hacer unos bocetos para usarlos con ella.

      Cuando subía la escalera para recoger mi carpeta y mis lápices, me llamó la señora Fairfax:

      —Ya han acabado las clases de la mañana, supongo —se hallaba en una habitación cuyas puertas plegables estaban abiertas, adonde me dirigí cuando me habló. Era un aposento grande y elegante, con sillas y cortinas de color morado, una alfombra turca, paredes recubiertas de paneles de nogal, un gran ventanal con vidriera y un techo alto bellamente tallado. La señora Fairfax estaba quitando el polvo de unos magníficos jarrones de espato morado que se encontraban sobre el aparador.

      —¡Qué habitación tan bella! —exclamé al mirar alrededor, ya que nunca antes había visto nada tan impresionante.

      —Sí, es el comedor. Acabo de abrir la ventana para dejar paso al aire y al sol, porque todo se pone terriblemente húmedo en las habitaciones que se utilizan poco. Aquel salón parece una cripta.

      Y señaló un gran arco enfrente de la ventana, que, igual que esta, llevaba unas cortinas teñidas de morado recogidas con cintas. Subiendo por dos anchos peldaños, me asomé y creí estar en un lugar encantado, por el esplendor de lo que vieron mis ojos inexpertos. No obstante, solo se trataba de un salón muy bonito con un camarín dentro, todo cubierto de blancas alfombras, que daban la impresión de estar esparcidas de guirnaldas de flores; los techos estaban decorados con molduras de uvas y hojas de parra, que contrastaban fuertemente con los sofás y otomanas carmesí y los adornos de cristal de Bohemia de la repisa de la chimenea de mármol de Paros, que también eran rojos como el rubí; entre las ventanas, grandes espejos reflejaban esta mezcla de nieve y fuego.

      —¡Qué ordenadas mantiene usted estas habitaciones, señora Fairfax! —dije—. Sin polvo ni fundas en los muebles; si no fuera por el aire frío, se diría que están habitadas.

      —Lo que ocurre, señorita Eyre, es que, aunque las visitas del señor Rochester son infrecuentes, son siempre repentinas e inesperadas, y como he visto que le molesta encontrarlo todo envuelto y que su llegada produzca un revuelo de actividad, he pensado que es mejor tener las habitaciones siempre dispuestas.

      —¿Es un hombre exigente y escrupuloso el señor Rochester?

      —No especialmente, pero tiene los gustos y los hábitos de un hombre, y espera que las cosas se hagan según sus deseos.

      —¿Usted lo aprecia? ¿Lo aprecian todos?

      —Desde luego, y siempre se ha respetado a su familia por aquí. Casi todas las tierras de la zona, hasta donde alcanza la vista, han pertenecido a los Rochester desde tiempos inmemoriales.

      —Pero, olvidándonos de sus tierras, ¿usted lo aprecia? ¿Lo quiere la gente por sí mismo?

      —Yo, personalmente, no tengo motivos para no apreciarlo y tengo entendido que sus colonos lo consideran un patrón justo y generoso, pero nunca ha vivido mucho entre ellos.

      —Pero ¿no tiene sus rarezas? En fin, ¿qué clase de carácter tiene?

      —Oh, tiene un carácter intachable, supongo. Puede que sea un poco raro. Ha viajado mucho y ha visto mucho mundo, creo. Diría que es inteligente, pero he hablado poco con él.

      —¿De qué modo es raro?

      —No lo sé, es difícil de describir: no es nada concreto, pero se nota al hablar con él. Nunca sabe una si habla en serio o en broma, si está contento o descontento. No se le entiende muy bien, por lo menos yo no lo entiendo, pero no importa, porque es muy buen patrón.

      No pude sacar más detalles de la señora Fairfax sobre su amo y el mío. Hay personas que no tienen idea de describir a una persona, o de observar y señalar los puntos a destacar en un personaje o una cosa, y era evidente que la buena señora pertenecía a esta clase. Mis preguntas la hacían cavilar, pero no pude sacar nada en claro. A sus ojos, el señor Rochester era el señor Rochester, un caballero, un terrateniente y nada más. No buscaba más allá, y estaba claro que le sorprendía mi deseo de tener una idea más concreta de su identidad.

      Cuando salimos del comedor, me propuso enseñarme el resto de la casa, y la seguí escaleras arriba y escaleras abajo, admirándolo todo a nuestro paso, porque estaba todo bien distribuido y armonioso. Me parecieron especialmente hermosas las grandes habitaciones de la parte delantera. Algunos aposentos del tercer piso, aunque oscuros y de techo bajo, eran interesantes