Mark Twain

Las aventuras de Huckleberry Finn


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–dije–; voy sólo a descansar un rato y luego seguir. La oscuridad no me da miedo.

      Dijo que no me dejaría marcharme solo pero que su marido llegaría más tarde, quizá dentro de una hora y media, y le diría que me acompañase. Después se puso a hablar de su marido y de sus parientes río arriba y de sus parientes río abajo y de que antes vivían mucho mejor y que no sabían si no se habían equivocado al venir a nuestro pueblo, en lugar de conformarse con seguir como estaban, y así sucesivamente, hasta que temí haberme equivocado pensando que ella me iba a dar noticias de lo que pasaba en el pueblo, pero luego se puso a hablar de padre y del asesinato y ahí sí que estaba yo dispuesto a dejar que siguiera dándole al chisme. Me contó cómo Tom Sawyer y yo habíamos encontrado los doce mil dólares (sólo que ella dijo que eran veinte) y toda la historia de padre, y lo malo que era y lo malo que era yo y por fin llegó a la parte en que me asesinaban, y yo dije:

      –¿Quién fue? En Hookerville se ha hablado mucho de todas esas cosas, pero no sabemos quién fue el que mató a Huck Finn.

      –Bueno, supongo que aquí hay montones de gente que querrían saber quién le mató. Algunos dicen que fue el viejo Finn en persona.

      –No ... ¿eso dicen?

      –Al principio era lo que creían todos. Nunca sabrá lo cerca que estuvo de que lo lincharan. Pero enseguida cambiaron de opinión y decidieron que lo hizo un negro fugitivo que se llama Jim.

      –Pero si él...

      Me callé. Calculé que era mejor no decir nada. Siguió hablando y no se dio cuenta de que yo la había interrumpido:

      –El negro se escapó la misma noche que murió Huck Finn. Así que ahora ofrecen una recompensa por él: trescientos dólares. También hay una recompensa por el viejo Finn: doscientos dólares. Fíjate que vino al pueblo la mañana después del asesinato y lo denunció, y se fue con los otros a buscarlo en el transbordador e inmediatamente va y se marcha. Enseguida querían lincharlo, pero fíjate que ya había desaparecido. Bueno, al día siguiente se enteraron de que había huido el negro y de que nadie lo había visto desde las diez de la noche del asesinato. Así que entonces ofrecieron una recompensa por él, ya entiendes, y cuando estaban todos convencidos al día siguiente vuelve el viejo Finn y se fue llorando al juez Thatcher a pedir dinero para buscar al negro por todo Illinois. El juez le dio algo y aquella noche se emborrachó y se quedó hasta después de medianoche con dos desconocidos de muy mal aspecto y después se fue con ellos. Bueno, desde entonces no ha vuelto ni lo esperan hasta que esto se haya pasado un poco, porque ahora la gente piensa que mató a su hijo y arregló las cosas para que todo el mundo se creyera que lo habían hecho unos ladrones y así podría llevarse el dinero de Huck sin tener que molestarse mucho tiempo con un pleito. La gente dice que no sería nada raro en él. Bueno, calculo que es muy listo. Si no vuelve en un año no le pasará nada. No se le puede probar nada, ya sabes; para entonces las cosas estarán más tranquilas y podrá marcharse con el dinero de Huck sin ningún problema.

      –Sí, calculo que sí, señora. No creo que tenga problemas. ¿La gente ya no cree que lo hiciera el negro?

      –Ah, no, no todos. Muchos creen que fue él. Pero al negro lo van a agarrar muy pronto y a lo mejor le meten miedo para que lo cuente.

      –Pero, ¿todavía lo están buscando?

      –Bueno, ¡sí que eres inocente! ¿Te crees que nacen trescientos dólares en los árboles todos los días? Algunos creen que el negro no ha ido muy lejos. Y yo tampoco... Pero no se lo he dicho a nadie. Hace unos días estaba yo hablando con un par de viejos que viven al lado en la cabaña de troncos y dijeron que casi nadie va a esa isla de allá que llaman la isla de Jackson. «¿Y ahí no vive nadie?», pregunto yo. «No, nadie», dicen. Yo no dije más, pero he estado pensándolo. Estaba casi segura de que había visto humo por allí, hacia la punta de la isla, hacía un día o dos, así que me digo: «A lo mejor el negro está escondido ahí; en todo caso», digo yo, «merece la pena buscar en esa isla». Desde entonces no he visto más humo, así que a lo mejor se ha ido, si es que era él; pero mi marido va a ir a verlo, con otro. Tuvo que ir río arriba, pero volvió hoy y se lo dije en cuanto llegó hace dos horas.

      Me había puesto tan nervioso que no podía estarme quieto. Tenía que hacer algo con las manos, así que saqué una aguja de la mesa y me puse a enhebrarla. Me temblaban las manos y lo hice muy mal. Cuando la mujer dejó de hablar levanté la mirada y me estaba mirando muy curiosa y sonriendo un poco. Dejé la aguja y el hilo y puse cara de interés –y la verdad es que estaba interesado– y dije:

      –Trescientos dólares es un montón de dinero. Ojalá que lo tuviera mi madre. ¿Va a ir allí su marido esta noche?

      –Ah, sí. Ha ido a la parte alta del pueblo con el hombre que te he dicho, a buscar un bote y ver si les prestan otra escopeta. Van a cruzar después de medianoche.

      –¿No verían mejor si esperasen hasta que fuera de día?

      –Sí. Y, ¿no vería también mejor el negro? Después de medianoche lo más probable es que esté dormido, y se pueden meter por el bosque y buscar su hoguera mejor si está oscuro, si es que tiene una hoguera.

      –No se me había ocurrido.

      La mujer me seguía mirando muy curiosa y yo no me sentía nada cómodo. Y después de un momento me pregunta:

      –¿Cómo habías dicho que te llamabas, guapa?

      –M ... Mary Williams.

      No sé por qué pero no me parecía haber dicho que era Mary antes, así que no levanté la vista... Me parecía que había dicho que era Sarah, así que me sentí como acorralado y tenía miedo de que a lo mejor se me notara. Tenía ganas de que la mujer dijera algo más; cuanto más tiempo pasaba callada más incómodo me sentía. Pero entonces dice:

      –Guapa, creí que al llegar habías dicho que te llamabas Sarah.

      –Ay, sí, señora, es verdad. Sarah Mary Williams. Me llamó Sarah de primer nombre. Algunos me llaman Sarah y otros Mary.

      –Ah, ¿eso es lo que pasa?

      –Sí, señora.

      Ya me estaba sintiendo mejor, pero con ganas de marcharme de allí de todas maneras. Todavía no me atrevía a levantar la mirada.

      Bueno, la mujer se puso a hablar de lo difíciles que estaban los tiempos y lo pobres que eran y cómo corrían las ratas por todas partes, como si la casa fuera de ellas, y de esto y de aquello, y me empecé a sentir más tranquilo. Tenía razón en lo de las ratas. A cada rato se veía una que asomaba el hocico por un agujero en un rincón. Dijo que tenía que tener cosas a mano para tirárselas cuando estaba sola, porque si no, no la dejaban en paz. Me enseñó una barra de plomo retorcido en forma de nudo y dijo que en general tenía buena puntería, pero que hacía uno o dos días se había dislocado un brazo y no sabía si ahora podía apuntar bien. Esperó una oportunidad y enseguida le tiró la barra a una rata, pero le falló por mucho y dijo, «¡ay!», que le dolía mucho el brazo. Entonces me pidió que probara yo con la siguiente. Yo quería marcharme antes de que volviera su viejo, pero claro que no lo dije. Agarré la barra y a la primera rata que asomó el hocico se la tiré, y de haberse quedado donde estaba no se habría sentido nada bien. Dijo que yo tiraba de primera y que calculaba que a la siguiente le daría. Se levantó a buscar la barra y la trajo y también una madeja de lana con la que quería que la ayudara yo. Levanté las dos manos y ella me puso la madeja y siguió hablando de cosas suyas y de su marido. Pero se interrumpió para decir:

      –Sigue atenta a las ratas. Más vale que tengas la barra a mano, en el regazo.

      Así que me echó el trozo de plomo al regazo justo en aquel momento y yo apreté las piernas para acogerlo y ella siguió hablando. Pero sólo un minuto o así. Después me quitó la madeja y me miró a los ojos y me dijo muy amable:

      –Vamos, ahora dime cómo te llamas de verdad.

      – ¿C...cómo, señora?

      –¿Cómo te llamas de verdad? ¿Bill o Tom, o Bob? ¿Cómo te