teníamos que hacer era atacar a los magos. Tow Sawyer me llamó palurdo.
–Hombre –dijo–, un mago puede llamar a un montón de genios, que te podrían hacer picadillo en medio minuto. Son igual de altos que árboles y cuadrados como armarios de tres cuerpos.
–Bueno –digo yo–, ¿qué pasa si conseguimos que algunos de esos genios nos ayuden a nosotros? ¿No podríamos vencer entonces a los otros?
–¿Cómo vas a conseguirlo?
–No sé. ¿Cómo lo consiguen ellos?
––Pues frotan una lámpara vieja de estaño o un anillo de hierro, y entonces llegan los genios, acompañados de truenos y rayos y de todo el humo del mundo y van y hacen todo lo que se les dice que hagan. Les resulta facilísimo arrancar de cuajo una torre y darle en la cabeza con ella a un superintendente de escuela dominical, o a cualquiera.
–¿Quién les obliga a hacer todo eso?
–Hombre, el que frota la lámpara o el anillo. Pertenecen al que frota la lámpara o el anillo y tienen que hacer lo que les diga. Si les dice que construyan con diamantes un palacio de cuarenta millas de largo y lo llenen de chicle, o de lo que tú quieras, y que traigan a la hija de un emperador de la China para casarte con ella, tienen que hacerlo, y además antes de que amanezca el día siguiente. Y encima tienen que transportar ese palacio por todo el país siempre que se lo diga uno, ¿comprendes?
–Bueno –dije yo–, creo que son idiotas por no quedarse con el palacio, en lugar de hacer todas esas bobadas. Y además, lo que es yo, si fuera uno de ellos me iría al quinto pino antes de dejar lo que tuviera entre manos para hacer lo que me dijese un tipo que estaba frotando una lámpara vieja de estaño.
–Qué cosas dices, Huck Finn. Pero si es que tendrías que ir cuando la frotase, quisieras o no.
–¡Cómo! ¿Si yo fuera igual de alto que un árbol y cuadrado como un armario de tres cuerpos? Bueno, está bien; iría, pero te apuesto a que ese hombre tendría que subirse al árbol más alto que hubiera en todo el país.
–Caray, es que no se puede hablar contigo, Huck Finn. Es como si no supieras nada de nada, como un perfecto idiota.
Me quedé pensando en todo aquello dos o tres días y después decidí probar, a ver si era verdad o no. Me llevé una lámpara vieja de estaño y un anillo de hierro al bosque y me puse a frotar hasta sudar como un indio, calculando que me construiría un palacio para venderlo; pero nada, no vino ningún genio. Entonces pensé que todo aquello no era más que una de las mentiras de Tow Sawyer. Supuse que él se creía lo de los árabes y los elefantes, pero yo no pienso igual que él. Aquello parecía cosa de la escuela dominical.
Capítulo 4
Bueno, pasaron tres o cuatro meses y ya estaba bien entrado el invierno. Había ido a la escuela casi todo el tiempo, me sabía las letras y leer y escribir un poco y me sabía la tabla de multiplicar hasta seis por siete treinta y cinco, y pensaba que nunca llegaría más allá aunque viviera eternamente. De todas formas, las matemáticas no me gustan mucho.
Al principio me fastidiaba la escuela, pero poco a poco aprendí a aguantarla. Cuando me cansaba demasiado me saltaba las clases, y la paliza que me daban al día siguiente me sentaba bien y me animaba. Así que cuanto más tiempo iba a la escuela, más fácil me resultaba. También me estaba empezando a acostumbrar a las cosas de la viuda, que ya no me molestaban tanto. El vivir en una casa y dormir en una cama me resultaba casi siempre molesto, pero antes de que empezara a hacer frío solía escaparme a dormir en el bosque, de forma que me valía de descanso. Me gustaban más las cosas de antes, pero también me estaban empezando a gustar las nuevas un poco. La viuda decía que yo progresaba lento pero seguro y que lo hacía muy bien. Dijo que no se sentía avergonzada de mí.
Una mañana por casualidad volqué el salero a la hora del desayuno. Pesqué un poco de sal en cuanto pude para tirarla por encima del hombro izquierdo y alejar la mala suerte, pero la señorita Watson se me adelantó para impedírmelo. Y me dice: «Quita esas manos, Huckleberry; ¡te pasas la vida ensuciándolo todo!» La viuda trató de excusarme, pero aquello no iba a alejar la mala suerte, y yo lo sabía. Después de desayunar me fui, preocupado y temblando, preguntándome dónde me iba a caer y qué iba a hacer. Hay formas de escapar a algunos tipos de mala suerte, pero esta no era una de ellas, así que no traté de hacer nada, sino que seguí adelante, muy desanimado y alerta a lo que pasaba.
Bajé por el jardín delantero y salté la puertecita por donde se pasa la valla alta. Había en el suelo una pulgada de nieve recién caída y vi las huellas de alguien. Venían de la cantera, se detenían ante la portezuela y después le daban la vuelta a la valla del jardín. Era curioso que no hubieran pasado después de haberse quedado allí. No lo entendía. En todo caso, resultaba extraño. Iba a seguirlas, pero primero me paré a examinarlas. Al principio no vi nada; después sí. En el tacón de la bota izquierda había una cruz hecha con clavos para que no se acercara el diablo.
En un segundo me levanté y bajé corriendo el cerro. De vez en cuando miraba por encima del hombro, pero no vi a nadie. Llegué a casa del juez Thatcher en cuanto pude. Me dijo:
–Pero, chico, estás sin aliento. ¿Has venido a buscar los intereses?
–No, señor –respondí–; ¿me los tiene usted?
–Ah, sí, anoche llegaron los del semestre: más de ciento cincuenta dólares. Para ti, toda una fortuna. Más vale que me dejes invertirlos con tus seis mil, porque si te los doy te los vas a gastar.
–No, señor –dije–. No quiero gastármelos. No los quiero para nada; y tampoco los seis mil. Quiero que se los quede usted; quiero dárselos a usted: los seis mil y todo.
Pareció sorprenderse. Era como si no lo pudiera comprender. Me dijo:
–Pero, ¿qué quieres decir, muchacho? -a lo que contesté:
–Por favor, no me pregunte nada. Se lo queda usted; ¿verdad?
–Bueno, no sé qué hacer. ¿Pasa algo?
–Por favor, quédeselo y no me pregunte nada... así no tendré que contar mentiras. Se lo pensó un rato y después dijo:
–¡Ah, ah! Creo que ya entiendo. Quieres venderme todos tus bienes; no dármelos. Eso es lo correcto.
Después escribió algo en un papel, que me leyó y que decía:
–Mira; verás que dice «por la suma convenida». Eso significa que te lo he comprado y te lo he pagado. Ten un dólar. Ahora fírmalo.
Así que lo firmé y me fui.
Jim, el negro de la señorita Watson, tenía una bola de pelo del tamaño de un puño que habían sacado del cuarto estómago de un buey, y hacía cosas de magia con ella. Decía que dentro había un espíritu que lo sabía todo. Así que aquella noche fui a verlo y le dije que había vuelto padre, porque había visto sus huellas en la nieve. Lo que quería saber yo era qué iba a hacer y dónde pensaba dormir. Jim sacó su bola de pelo y dijo algo por encima de ella, y después la levantó y la dejó caer al suelo. Cayó de un solo golpe y no rodó más que una pulgada. Jim volvió a probar una vez y otra vez, siempre lo mismo. Se arrodilló y acercó la oreja para escuchar. Pero nada; no quería hablar. Jim dijo que no hablaría si no le dábamos dinero. Le dije que tenía un viejo cuarto de dólar falso y liso que no valía nada porque se le veía un poco el cobre por debajo de la plata y nadie lo aceptaría, aunque no se le viera el cobre, porque estaba tan liso que se resbalaba y todo el mundo lo notaba (pensé no decirle nada del dólar que me había dado el juez). Le dije que era un dinero muy malo, pero que quizá la bola de pelo lo aceptaría, porque a lo mejor no entendía la diferencia. Jim lo olió, lo mordió, lo frotó y dijo que conseguiría que la bola de pelo creyese que era bueno porque iba a partir por la mitad una papa irlandesa cruda y a meter en medio la moneda y dejarla toda la noche, que a la mañana siguiente no se podría ver el cobre y ya no estaría tan resbaladiza, de forma que cualquiera del pueblo la aceptaría, conque más una bola de pelo. Bueno, yo ya sabía que