de un ático valorado en doce millones de dólares.
No debería haberlo hecho, de verdad.
Pero… había pasado los últimos dos años haciendo todo lo que debía hacer. ¿Y adónde me había llevado eso?
Aquí, maldita sea. A esta situación, con resaca y en el paro, sentada en un apartamento asqueroso. Quizá había llegado la hora de hacer todo lo que no debía, para variar. Agarré el teléfono y mi dedo se detuvo sobre el botón de rellamada durante unos instantes.
«A la mierda».
Nadie lo sabría. Podía ser divertido vestirme como si fuera una mujer rica y fingir que venía del Upper West Side para satisfacer mi curiosidad y conocer a aquel hombre. No había nada de malo en ello.
Al menos, no se me ocurría nada. «Pero ya sabes lo que dicen de la curiosidad y el gato…».
Llamé.
—Hola. Soy Charlotte Darling. Llamo para confirmar la cita con Reed Eastwood…
Capítulo 3
Charlotte
—Puede dar una vuelta o quedarse aquí en el vestíbulo, lo que prefiera. El señor Eastwood todavía está con la cita anterior, pero no debería tardar.
Al parecer, hacía falta más de una persona para enseñar un ático de lujo. Por allí no solo estaba Reed Eastwood, sino también una azafata cuyo cometido era recibirme y entregarme un folleto de papel resplandeciente sobre la propiedad.
—Gracias —le dije, antes de que desapareciese.
Me quedé en el vestíbulo, sosteniendo mi bolso de color verde intenso de Kate Spade, que había encontrado en la sección de rebajas de T. J. Maxx, con la creciente sensación de que había cometido un grave error.
Debía recordarme por qué estaba allí. ¿Qué tenía que perder? Absolutamente nada. Mi vida era un desastre y, al menos, aquella visita satisfaría mi curiosidad por el autor de la nota azul; después, podría olvidarme de todo. Solo quería saber qué había sido de él, de los dos. Tras eso, seguiría con mi vida.
Treinta minutos después, seguía esperando. Oí una conversación apagada al otro lado del vestíbulo, pero aún no había visto salir a nadie.
Entonces me llegó a los oídos el sonido de unos pasos a lo largo del suelo de mármol.
El corazón se me aceleró y volvió a calmarse al ver a la azafata acompañando a una pareja de aspecto acomodado a través del vestíbulo, hacia la salida. Ni rastro de Reed Eastwood.
La mujer, que sostenía un perrito blanco, me sonrió antes de que los tres desaparecieran en el ascensor.
¿Dónde estaba?
Durante un instante, pensé que se había olvidado de mí por completo. El silencio reinaba en aquel lugar. ¿Habría una salida en la parte trasera? Aunque quizá debería haberme quedado en el vestíbulo, decidí pasear un poco y llegué hasta una enorme biblioteca.
Todo el espacio estaba forrado de paneles de manera oscura y masculina. Las estanterías abiertas cubrían todas las paredes, desde el suelo hasta el techo. A mis pies había una alfombra persa que probablemente costaba más de lo que yo ganaba en un año.
El olor de los libros era embriagador. Me acerqué a una de las estanterías y agarré el primero que me llamó la atención: Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain. Recordaba que me habían hablado acerca de aquel libro en el colegio, hacía mil años, pero ni por asomo me acordaba de qué iba.
—Es la primera gran novela americana, aunque depende de a quién se lo pregunte.
Mi cuerpo se estremeció al oír su voz profunda y penetrante. Era una de esas voces que te traspasan por completo.
Me llevé la mano al pecho y me volví.
—Me ha asustado.
—¿Creía que estaba sola?
Al verlo, me quedé helada por completo. Reed Eastwood era tan oscuro e intimidaba tanto como aquella habitación. Con solo una mirada suya, las rodillas empezaron a temblarme. Era incluso más alto de lo que había imaginado y llevaba lo que, sin duda, era un traje hecho a medida. De verdad. Le sentaba de muerte y envolvía su torso como un guante. También llevaba pajarita y tirantes; en cualquier otro hombre, aquello me habría parecido ridículo, pero en él, con aquellos músculos y pectorales, resultaba increíblemente sexy.
Estaba en el umbral de la biblioteca, observándome con una carpeta en la mano. Pensé que era un poco maleducado, pero lo cierto es que no tenía la menor idea de cómo debía comportarse uno en esas circunstancias. ¿No era habitual que un agente inmobiliario saludara a un cliente? ¿O que se disculpara por el retraso?
—¿Lo ha leído? —Su voz volvió a hacerme vibrar.
—¿Qué?
—El libro que tiene en la mano. Las aventuras de Huckleberry Finn.
—Oh. Vaya… Sí. Creo que sí… En la escuela, hace muchos años.
Me estremecí cuando se acercó a mí al tiempo que me observaba con escepticismo, como si supiera que le había mentido. Me sentí inquieta. Sus ojos parecían de chocolate negro, eran de un oscuro color marrón. Y mientras me escudriñaban, los pezones se me erizaron.
—¿Por qué ha cogido ese libro en concreto?
—Por el lomo —contesté, con toda franqueza.
—¿El lomo?
—Sí. Es negro y rojo y combina bien con el resto de la sala. Destaca… Me ha llamado la atención.
Su boca se curvó en una ligera sonrisa, casi cínica, aunque no rio. Parecía que me estuviera estudiando. Su intensidad hacía que tuviera ganas de echar a correr. Mi idea alocada había quedado en un segundo plano. No se parecía en nada al hombre que había imaginado, el que había escrito aquella dulce nota azul.
No había venido para aquello.
—Bueno, al menos es sincera, supongo. —Ladeó la cabeza—. ¿No?
Para entonces, ya estaba sudando.
—¿Qué?
—Sincera.
Lo dijo como si me retara.
Me aclaré la garganta.
—Sí.
Se acercó y tomó el libro de mis manos. Sus dedos rozaron los míos y el ligero contacto fue electrizante. No pude evitar comprobar si llevaba una alianza en la mano izquierda; ni rastro del anillo.
—En su época, fue un libro polémico —dijo.
—Recuérdeme por qué.
«Recuérdeme». Como si alguna vez hubiera sabido la respuesta.
Reed pasó sus largos dedos por los demás libros de la estantería sin mirarme mientras respondía.
—Es una sátira de la sociedad sureña de finales del siglo xix, pero el enfoque del autor sobre el racismo y la esclavitud se interpretó de múltiples maneras. De ahí la polémica. —Por fin me miró—. Quizá no prestó atención cuando le explicaron en el colegio de qué trataba el libro.
Tragué saliva.
Mi primer descubrimiento acerca de Reed Eastwood fue que era un imbécil condescendiente.
Un imbécil condescendiente que tenía razón; no presté atención ese día.
Colocó el libro de nuevo en su sitio y me miró.
—¿Le gusta leer?
Cada pregunta que salía de su boca parecía un desafío.
—No.