Peggy Moreland

En manos del dinero


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le hubiera gustado creer que se reservaba su sonrisa sólo para él, era absurdo pensarlo porque, si era sincero consigo mismo, la camarera sonreía a todos los clientes.

      Mientras bebía, Ry se preguntó qué motivos tendría para sonreír tanto.

      Noche tras noche, la había visto sacar bandejas, limpiar las mesas y aguantar las impertinencias de los clientes, que le echaban la culpa de todo, desde que la comida estuviera fría hasta el ruido que hacían los de la mesa de al lado.

      Y siempre lo aguantaba todo con una sonrisa.

      Hasta ahora.

      Aunque el cambio de expresión había durado un abrir y cerrar de ojos, Ry se había dado cuenta.

      No en vano era un reputado cirujano plástico, precisamente porque tenía una gran habilidad para estudiar los rostros de sus pacientes, para detectar cualquier imperfección y variación en los movimientos faciales por minúsculos que fueran.

      Ry se fijó en que la chica estaba mirando el dinero que la pareja había dejado sobre la mesa y supuso que no le había parecido suficiente la propina.

      Aun así, cuando los clientes se pusieron en pie, les sonrió y les dijo que volvieran pronto de una manera que sonaba bastante sincera.

      Una vez a solas, recogió los vasos y las servilletas rápidamente y limpió la mesa. Al pasar a su lado, su sonrisa se hizo todavía más radiante.

      –Hola, vaquero, ¿qué tal?

      Se paró junto a su mesa.

      –No se han portado bien, ¿verdad?

      Ella parpadeó.

      Obviamente, creía que nadie se había dado cuenta de lo que había sucedido. A continuación, se encogió de hombros.

      –Supongo que no les ha gustado el servicio que han recibido.

      El hecho de que no intentara quitarse la culpa de encima hizo que ganara otro punto a ojos de Ry.

      –El servicio es perfecto –le aseguró–. Lo que le pasa a ese hombre es que es un cretino. Me he dado cuenta desde que ha entrado por la puerta –le dijo alzando la copa–. Espero que recoja lo que siembra –añadió tomándose el contenido y pidiendo otro.

      –¿Por qué no se toma mejor un café? –sugirió la camarera.

      Aunque Ry se dio cuenta de que estaba preocupada por él, negó con la cabeza en absoluto conmovido.

      –Whisky –insistió.

      La camarera dudó un momento, como si quisiera negarse, pero sonrió y recogió la copa vacía.

      –Como quiera.

      Ry la siguió con la mirada mientras iba hacia la barra y no pudo evitar fijarse en sus nalgas, que se movían ágilmente entre las mesas del pequeño local.

      Al llegar a la barra, la observó mientras estiraba la espalda. Obviamente, debía de tener el cuerpo dolorido después de una dura jornada de trabajo.

      Aunque hubiera querido, no habría podido dejar de mirarla, pues tenía unas piernas larguísimas, una bonita cintura y pechos firmes cuyos pezones se marcaban en la camisa.

      Sin embargo, fue la expresión de su rostro lo que lo cautivó. La única palabra que se le ocurría para describirla era «impresionante».

      Claro que jamás lo habría admitido.

      El hombre que estaba en la barra, un tipo grande con bigote, dejó la copa de Ry en la bandeja de la camarera.

      –Hiciste doble turno ayer y lo has vuelto a hacer hoy, así que puedes irte cuando quieras.

      –Gracias, Pete –contestó la camarera, agradecida–. En cuanto cobre a unas cuantas mesas que quedan, me voy.

      En cuanto se giró, Ry apartó la mirada por miedo a que viera el pánico que se había apoderado de él cuando la había oído decir que se iba.

      Debía de estar borracho o loco. No conocía a aquella mujer de nada y no tenía ningún derecho a pedirle que se quedara.

      –¿Quiere tomar algo más? –le preguntó al llegar a su mesa.

      Ry la miró a los ojos y vio que estaba exhausta, así que decidió portarse bien.

      Sabía cuál era su rango de mesas y comprobó que sólo quedaban él y un par de estudiantes que estaban en un acalorado debate sobre el sistema judicial.

      –No, no quiero nada más. Tráeme mi cuenta y la de esos chicos.

      –¿Son amigos suyos?

      –No –contestó Ry bebiéndose de dos tragos el whisky que le habían servido.

      La camarera dejó las dos cuentas sobre la mesa y le sonrió con admiración.

      –Entonces, les voy a decir que los ha invitado usted. Seguro que le quieren dar las gracias.

      –No hace falta –contestó Ry poniéndose en pie–. Simplemente dígales que ya está todo pagado.

      Mientras se ponía la cazadora y el sombrero de vaquero, pensó que, tal vez, tendría que haber aceptado el café que la camarera le había ofrecido, porque los números de las cuentas le bailaban

      Ry sacó un billete de cien dólares de la cartera y lo dejó sobre la mesa rezando para que cubriera ambas notas y dejara una buena propina para ella.

      A continuación, se guardó la cartera en el bolsillo trasero de los vaqueros, dijo adiós con la mano y se dirigió a la puerta.

      Kayla abrió la puerta trasera del River’s End y tomó aire para saborear la noche.

      Después de haber estado nueve horas respirando aire reciclado y humo era maravilloso inhalar aire fresco y limpio aunque hiciera frío.

      Mientras se dirigía a su coche, dio gracias al vaquero que le había dejado aquella generosa propina.

      Al comenzar el día, le debía cincuenta dólares al casero y ahora tenía para pagarle antes del miércoles y podría mandarle un poco de dinero a su madre.

      Al doblar la esquina, se chocó contra un hombre que estaba apoyado en la pared del restaurante, de espaldas a ella.

      Al instante, reconoció la cazadora y el sombrero.

      –Perdón –se disculpó–. No miraba por dónde iba.

      Al ver que no contestaba, lo rodeó y lo miró a los ojos.

      –¿Está usted bien? –le preguntó poniéndole la mano en el brazo.

      –Sí –contestó el vaquero sonriendo bobaliconamente–. Me parece que habría hecho mejor aceptando la taza de café que me has ofrecido. Creo que he bebido demasiado.

      –Es lo que tiene de malo tener una vejiga muy grande.

      –¿Cómo dices?

      –Si tuviera usted la vejiga más pequeña, habría tenido que ir al baño y, al levantarse, se habría dado cuenta de que no debía seguir bebiendo –le explicó Kayla buscando un taxi–. Espéreme aquí, voy a buscar un taxi.

      –No hace falta –contestó Ry–. El Driskill está aquí al lado, a un par de manzanas.

      Al oír el nombre del hotel que acababan de reformar, Kayla se quedó con la boca abierta. Aunque pasaba por delante de él todos los días, nunca había estado dentro y le habían dicho que era impresionante.

      Sabía que era una locura, pero no perdía nada por acompañarlo y ver el edificio por dentro. Aquel hombre no le parecía peligroso. Si hubiera querido ligar con ella, ya lo habría intentado.

      –Si quiere, lo acompaño –se ofreció.

      –No hace falta, estoy bien –contestó Ry.

      –Insisto, no me desvío en absoluto de