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© 2019 Pippa Roscoe
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Reclamada por el griego, n.º 168 - agosto 2020
Título original: Claimed for the Greek’s Child
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-1348-629-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Prólogo
Hacía tres años
–Señor Kyriakou… Vamos a aterrizar dentro de veinte minutos.
Dimitri hizo un gesto con la cabeza a la azafata del avión privado del banco Kyriakou. No pudo hacer nada más. Tenía los dientes tan apretados que se habría necesitado una palanca para separárselos. Lo único que había conseguido pasarle entre los labios desde que se montó en el avión había sido un whisky. Solo uno, era todo lo que se permitía.
Miró por la ventanilla y debería haber visto las nubes que flotaban por encima del Canal de la Mancha, pero vio la preciosa curva del hombro de una mujer. Desnudo, frágil… Podía notar la suavidad aterciopelada de su piel en la palma de la mano y los dedos se le contrajeron al acordarse.
Se pasó una mano por la cara como si quisiera borrar el agotamiento del año anterior, notó la aspereza de la barba incipiente y dominó las ganas de dar la vuelta, de volver a la cama donde, seguramente, esa mujer tan hermosa seguiría dormida. Se había escabullido como un ladrón. Una comparación que le atenazó la garganta e, incluso, llegó a creer que podría asfixiarse.
No podía ni imaginarse qué había estado pensando, pero ese era el problema, no había estado pensando. Aunque sabía que ese día llegaría y lo que le esperaba en cuanto el avión tocara tierra en Estados Unidos, había necesitado una noche, una sola noche…
El día anterior había dejado a Antonio Arcuri y a Danyl Nejem Al Arain, sus mejores amigos y los otros dos integrantes de El Círculo de los Ganadores, una agrupación de propietarios de caballos de carreras, en las carreras de Dublín y se había dejado llevar por el instinto. Se había sentado detrás del volante del superdeportivo negro y el rugido del motor solo había sido comparable al ansia de libertad que le corría por la venas. Había salido de la ciudad y había tomado carreteras que se abrían paso por las verdes colinas. No había podido respirar hasta ese momento, no había podido dejar a un lado lo que se avecinaba.
Había conducido el aerodinámico coche negro sin rumbo, por carreteras serpenteantes, dejando que la emoción de sentir ese poderoso motor debajo de él le llenara todos los sentidos. Había algo que lo arrastraba, pero no quería llamarlo por su nombre.
No redujo la velocidad hasta que vio que se encendía la luz del depósito de gasolina. Estaba en un pueblecito que, si tenía nombre, no se había fijado en él. Había un pub con un cartel negro y destartalado que colgaba amenazantemente y una iglesia más vieja todavía en el extremo opuesto de la carretera que dividía el pueblo por la mitad. Siguió la carretera hasta el final, pero, en vez de una gasolinera, se encontró un camino de gravilla que llevaba a una pequeña casa de huéspedes.
Para él, los irlandeses eran famosos por dos cosas, la hospitalidad y el whisky, y necesitaba las dos. Apagó el motor y sintió tal oleada de agotamiento que no supo si podría bajarse del coche. Se dejó caer contra el respaldo con la cabeza en el reposacabezas y dominado por la rabia. Había huido y se aborrecía por ello. Todo ese tiempo, tanto planificarlo… Le desesperaba que fuese a avergonzar de esa manera a Antonio y Danyl, le dolía tanto que no había podido ni imaginárselo, le había parecido imposible después de todo lo que había aguantado durante sus treinta y tres años.
La rabia le hizo bajar del coche y llamó a la puerta con tanta fuerza que le alteró a sí mismo. Miró el reloj por primera vez desde lo que le parecieron horas y le asombró comprobar que era tan tarde. Era posible que el dueño ya estuviese dormido. Miró el coche y se preguntó hasta dónde llegaría, estaba pensando en darse la vuelta cuando se abrió la puerta.
Supo que estaba condenado en cuanto vio sus enormes ojos verdes.
Lo