Pippa Roscoe

Reclamada por el griego


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una habitación? –le susurró ella.

      –Solo para una noche…

      Ella lo miró detenidamente, pero sin ese brillo sexual en los ojos al que estaba acostumbrado en las mujeres. Era como si estuviese haciendo cuentas; la ropa cara, ese reloj que seguramente valdría el equivalente a la mitad del los ingresos anuales de ese sitio, el coche que había fuera…

      No se sintió ofendido. Sacó la cartera y dejó el grueso fajo de euros encima de la barra de madera. ¿Para qué los quería? No podía llevárselos allí a donde iba.

      –No, señor. No… No hace falta. Son sesenta euros por noche y otros cinco si quiere desayunar.

      Le sorprendió un poco el deje irlandés de su voz. Su piel no era blanca y con pecas, como todas las que había visto en el hipódromo de Dublín, y se parecía más al tono griego de él, aunque algo más pálida por la falta de sol. Por un instante, se la imaginó en una isla griega, espléndida y bañada por el sol. Se había recogido los mechones largos y oscuros en una coleta desordenada que debería haber hecho que pareciera más joven, no de una belleza sobrecogedora. Los mechones sueltos del desmedido flequillo le llegaban hasta la mandíbula, le resaltaban los pómulos y contrastaban con unos destellos dorados de los cautivadores ojos color esmeralda.

      Hizo un esfuerzo para desviar la mirada y la dirigió hacia las botellas que había detrás de la barra. Se llevó una decepción. Si hubiese podido elegir, no habría elegido ninguna de ellas, pero un mendigo tenía que conformarse con lo que le dieran.

      –No voy a desayunar, pero sí quiero una botella de su mejor whisky.

      Volvió a mirarlo detenidamente. No estaba calculando y esa era la diferencia. No era una mirada egoísta ni lo juzgaba. Estaba intentando… descifrarlo. Como si hubiese tomado una decisión, pasó detrás de la barra sin mirar siquiera la desmesurada cantidad de dinero que había encima y sacó dos copas de cristal tallado de una balda que estaba escondida sobre la encimera. Esa forma tan patente de no hacer caso al dinero hizo que se preguntara si la habría ofendido y sintió algo parecido a cierto remordimiento.

      Ella dejó las dos copas en la barra de madera y esperó la reacción de él, como si esperara que pusiera alguna objeción a que lo acompañara. Le tocó mirarla detenidamente. Ella no le había dirigido casi ni cuatro palabras. Tenía veintipocos años y la camisa blanca que llevaba de uniforme le quedaba muy mal, como si la hubiesen hecho para alguien más grande que ella. El nombre desgastado que llevaba bordado en el bolsillo decía «Mary Moore», pero a él no le parecía una… Mary. Sin embargo, pasó por alto ese detalle para quedarse con otro, tenía algo detrás de la mirada, algo que lo… atraía.

      Asintió con la cabeza para que ella las sirviera. Ella, en vez de tomar alguna de las botellas que tenía detrás, se agachó un poco y sacó una botella de debajo de la barra, la botella reservada para las ocasiones especiales. Él supuso que esa era una ocasión especial.

      Sirvió las dos copas, le acercó una a él y tomó la otra.

      –Sláinte –había dicho ella.

      –Yamas –había replicado él.

      Los dos dieron un buen sorbo.

      El avión se inclinó hacia la derecha como si fuese a aterrizar. Fuese por lo que bebió la noche anterior o por lo que había bebido hacía un par de horas, todavía podía sentir el sabor del whisky en la lengua, como podía sentir el sabor de ella. Revivió algunas imágenes en la cabeza mientras el avión descendía hacia la pista de aterrizaje. El primer sabor de sus labios, los latidos de su corazón debajo de la palma de la mano, sus pechos perfectos, sus muslos cuando los separó. Sus piernas rodeándole la cintura y el grito de placer que dejó escapar cuando entró en ella. El éxtasis que se adueñó de él cuando llegaron juntos al clímax, el gritó que él silenció con un beso apasionado… parecido al rugido del motor mientras tomaban tierra en el aeropuerto de Nueva York.

      Hasta la azafata pareció reacia a abrir la puerta de la cabina y esbozó una sonrisa triste mientras él desembarcaba, como si también supiera lo que se avecinaba. Sin embargo, no podía saberlo, solo lo sabían él y otras dos personas en todo el mundo; el investigador jefe y quien hubiera cometido de verdad el delito, fuera quien fuese. Al pie de la escalerilla metálica había unos veinte hombres con cazadoras azules con las letras FBI escritas en amarillo. Alrededor de las cinturas tenían unas cartucheras con grilletes y porras.

      Bajó hasta el asfalto, miró a los ojos del jefe y Dimitri Kyriakou, multimillonario internacional, extendió las manos como había visto en las películas y como había sabido que tendría que hacer desde hacía mucho tiempo, desde mucho antes de la noche anterior. Los grilletes de acero le rodearon las muñecas, pero él mantuvo la cabeza alta.

      Capítulo 1

      En el presente

      Querido Dimitri,

      Hoy me encontraste.

      Dimitri conducía por carreteras que solo había recorrido una vez antes. Los faros iluminaban la tromba de agua y los arbustos empapados que flanqueaban la carretera. Sin embargo, en su cabeza solo veía la cara de su exayudante mientras balbucía palabras como «lo siento», «no lo sabía» o «fue por el bien del… banco Kyriakou».

      Le bullía la sangre de furia. ¿Cómo había podido pasar eso?

      Durante los diecinueve meses que habían pasado desde que salió de aquella cárcel dejada de la mano de Dios en Estados Unidos, había sudado sangre y lágrimas para intentar encontrar al malnacido que había hecho que apareciera como el responsable del mayor fraude bancario de la década. No solo eso, también había intentado devolver el prestigio al banco de su familia, de su padre, mejor dicho.

      Por fin, hacía un mes, cuando detuvieron a Manos, su medio hermano, creyó que todos sus problemas habían terminado. Había creído que podía pasar página y centrarse en el futuro, que por fin podría respirar.

      Hasta que le notificaron una actividad inusitada en una pequeña cuenta personal que no había mirado desde hacía años. Había activado todas las alarmas en cuanto recuperó su puesto en el consejo de administración y había esperado que no saltara ninguna, pero saltó una hacía dos días.

      Se había quedado espantado al descubrir que su ayudante, por iniciativa propia y sin que él lo supiera, había pagado a una mujer que había afirmado que él tenía una hija. Ya le había pasado otras veces que algún farsante le había pedido cantidades descomunales de dinero con acusaciones falsas, que habían intentado sacar rentabilidad a su repentina mala fama por la detención, pero esa vez…

      ¿Había sido un perverso giro del destino que ese descubrimiento hubiese coincidido con la segunda carrera de la Hanley Cup y que hubiese tenido que volver a Dublín no solo por El Círculo de los Ganadores, sino porque su ayudante había hecho una transferencia de cincuenta mil euros a una cazafortunas que había…?

      La llamada de su teléfono se abrió paso en sus pensamientos como un cuchillo.

      –Kyriakou –contestó al dispositivo de manos libres.

      –Señor, tengo la información que usted… para…

      –¿Sí?

      –Es… precipitado… No puedo garantizar… divulgación…

      –Michael, te cortas. La cobertura es espantosa –gruñó Dimitri con desesperación porque el embrollo iba creciendo–. ¿Puedes oírme?

      –Sí, señor… Sobre…

      –Mira, puedes mandarme el archivo por correo electrónico y lo leeré luego, pero, por ahora, me conformo con lo más importante.

      –Mary Moore… años… Una hija… Anna… sin padre en la partida de nacimiento. Detenciones por embriaguez y… alteración del orden público…

      Dimitri soltó