Miranda Lee

El otro


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al de confusión y curiosidad. Sus ojos buscaron su rostro, intentando ver Dios sabe qué.

      –Pero, ¿por qué? –le preguntó.

      –¿Por qué?

      –Sí, ¿por qué? –insistió ella–. Y por favor, no me digas que estás enamorado de mí, porque los dos sabemos que no es cierto.

      Jason estuvo a punto de mentirle. Sabía que podía ser muy convincente si quería. Le podía decir que había ocultado sus sentimientos por respeto a Ivy. Podía contarle todas las mentiras del mundo. Pero no era eso lo que quería. Si se iba a casar con ella, no quería que hubiera mentiras.

      –No –replicó Jason con cierto tono de arrepentimiento en su voz–. No estoy enamorado de ti, Emma. Pero creo que eres una mujer muy atractiva y deseable. Eso lo he pensado desde el primer momento que te vi.

      Jason vio que se sonrojaba, lo cual le agradó. ¿Se habría dado cuenta de su admiración por ella? Si lo había notado, nunca había intentado manifestarlo, aunque bien era verdad que ella siempre se había mostrado dispuesta a quedarse un rato con él, cuando visitaba a su tía, y le ofrecía café y buena conversación.

      –Un hombre como tú puede conseguir a cualquier chica que quiera –contraatacó–. Una mucho más guapa y deseable que yo. No hay ninguna chica de por aquí que no estuviera dispuesta a rendirse a tus pies, si tú se lo pidieras.

      «Pero no tú», pensó Jason. Parecía que las cosas no le estaban saliendo como él había pensado. El fracaso le dejaba un sabor amargo de boca. Ya le había ocurrido con otra chica, que lo rechazó.

      Trató de mantener la calma. La miró a los ojos y continuó.

      –Yo no quiero a ninguna otra chica. Te quiero a ti, Emma.

      Al decirlo aquello, se puso roja como un tomate.

      –Como ya te he dicho, creo que serías una esposa maravillosa. Y una madre magnífica. He visto cómo tratabas a tu tía. Eres amable y cariñosa, paciente y gentil. Durante todas estas semanas que te he estado viendo, me he llegado a encariñar mucho contigo. Y creo que yo también te gusto. ¿Me equivoco?

      –No –le respondió con voz temblorosa–. Me gustas. Pero eso no es suficiente para casarme contigo. Ni tampoco lo es encontrar atractivo a alguien.

      Así que lo consideraba un hombre atractivo. Eso estaba bien.

      –¿Crees que tienes que estar enamorada? –indagó él.

      –Para serte sincera, sí.

      –Hace seis meses podría haber estado de acuerdo contigo –argumentó él, entrecerrando los ojos.

      –¿Qué quieres decir? ¿Qué es lo que pasó hace seis meses?

      Jason se quedó dudando. A continuación, se arriesgó a contarle la verdad. Se establecía siempre un vínculo con alguien, cuando le contabas algo personal, un secreto. Y no quería que hubiera secretos entre ellos, si iban a ser marido y mujer.

      –Hace seis meses estaba viviendo y trabajando con una mujer en Sydney. Una doctora. Estaba enamorado de ella y habíamos pensado casarnos este año. Un día, unos de sus pacientes murió. Un niño. De meningitis.

      –¡Qué triste! Seguro que ella sufrió mucho.

      –Eso mismo había pensado yo –le respondió con amargura–. Yo en su posición me habría quedado destrozado. Pero no Adele. No. La muerte de aquel niño no significaba nada para ella. Se enfadó tan sólo porque no había podido identificar los síntomas, pero se justificó diciendo que era imposible en cinco minutos de consulta.

      –¿Cinco minutos?

      –Ése era el tiempo que teníamos para pasar ver a cada paciente. Había que ver a el máximo de pacientes posible. Eso significa dinero y el dinero es lo que importa. No la gente. Ni la vida. Sólo el dinero.

      Estaba mirándolo fijamente, viendo la verdad que se escondía en aquellas palabras. Una verdad que decía que no sólo Adele había sido la avariciosa y despiadada. Él había sido igual que ella.

      Jason suspiró.

      –Ésa es la verdad y yo más o menos era igual.

      –No, Jason –le respondió ella con voz suave–. Tú no. Tú no eres así. He visto cómo tratabas a la tía Ivy. Eres un hombre cariñoso, un buen médico.

      –Me halagas, Emma. Me gusta pensar que me di cuenta a tiempo y traté de mejorar. Por eso me fui de la ciudad y vine aquí, para descubrir una forma mejor de vida.

      –¿Y tu relación con Adele? –le preguntó con gesto pensativo.

      –No puedo seguir enamorado de una mujer que desprecio –le respondió.

      Ella se empezó a reír, lo cual le sorprendió.

      –¿Tú crees que el amor se acaba con tanta facilidad? ¿Tú crees que por encontrar un defecto en la persona que amas, la dejas de amar? Créeme si te digo, Jason, que eso no es así.

      Sus palabras fueron como una patada en el estómago. Estaba claro que todavía estaba enamorada de Dean Ratchitt, a pesar de que le era infiel. Y creía que él estaba enamorado todavía de Adele.

      Jason intentó pensárselo mejor. A lo mejor tenía razón y estaba todavía enamorado de Adele. La verdad era que pensaba mucho en ella, sobre todo cuando estaba en la cama.

      Pero ninguno de esos factores iban a disuadirle de su intención de convertirla en su esposa. Ni tampoco iba a dejarla pensar que no estaba enterado de la pasión que sentía por otro hombre.

      –Ya me han contado lo de Dean Ratchitt –le dijo de forma abrupta. Sus ojos verdes brillaron.

      –¿Quién te lo contó? ¿La tía Ivy?

      –Entre otras.

      –¿Y qué… qué dicen?

      –La verdad. Que te ibas a casar y que te engañó con otra. Que discutisteis y que le dijiste que te ibas a casar con el primer hombre decente que te lo pidiera –le respondió mirándola a los ojos–. Y yo soy ese hombre, Emma. Y es lo que te estoy pidiendo, que te cases conmigo.

      Jason se quedó sorprendido al ver que ella se enfadaba.

      –No tienen ningún derecho a contarte eso –replicó ella–. Yo no quise decir eso. No me puedo casar contigo, Jason. Lo siento.

      Aquella respuesta apasionada borró del rostro de Jason toda expresión de calma y tranquilidad que hasta ese momento había tenido.

      –¿Por qué no? –exigió él–. ¿Es que estás esperando que vuelva Ratchitt?

      –Dean –espetó ella, sus ojos verdes llameantes–. Se llama Dean.

      –Ratchitt le va mejor.

      –Es posible que vuelva –murmuró ella–. Ahora que estoy… estoy sola y… y…

      –¿Y has heredado? –dijo por ella–. No creo que esto le haga volver, Emma –le dijo haciendo un gesto con la mano para señalar la habitación–. Los hombres como Ratchitt quieren de la vida algo más que una casa vieja y un negocio pequeño.

      Emma movía la cabeza.

      –No lo entiendes.

      –Creo que entiendo la situación muy bien. Se apoderó de tu corazón y lo destrozó sin pestañear siquiera. Conozco a ese tipo de hombres. No pueden tener la cremallera abrochada durante más de un día. Y sólo se quieren a sí mismos. No merece la pena quererlos. Lo mismo me ha pasado a mí con Adele. Y pertenece al pasado. Lo mejor que puedes hacer es olvidar a Ratchitt y seguir viviendo. Cásate conmigo, Emma –le instó cuando vio la confusión en sus ojos–. Te prometo que seré un buen marido para ti y un buen padre para los niños. Porque querrás tener niños, ¿no? No querrás despertarte un día y ver que eres una solterona con nadie más en que pensar.

      Emma